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Se paraba y se callaba. Gemido, alto, gemido.

Un carrito de golf o algo así. Se acercaba más. Sonido de pasos.

– Bonita danza, hijo -dijo Hummel-. Si es para provocar la lluvia, no nos vendría mal.

Me metió en el carrito. Tenía pequeños asientos y carecía de techo. Rodamos bajo un sol de justicia, durante unos quince minutos, antes de que detuviera el carrito, me bajase y me llevase a través de una puerta giratoria al interior de un edificio en el que el aire acondicionado era gélido.

Pasamos a través de otras tres puertas, cada una de las cuales se abría tras una serie de clics, luego hizo un giro hacia la derecha, dio treinta pasos más y entró en una habitación que olía a desinfectante.

– Estate tranquilo, y nadie te hará daño -me dijo.

Se oyeron muchas pisadas. Me sacaron las esposas. Varios grupos de manos me agarraron de brazos y piernas, me sujetaron la cabeza, la echaron hacia atrás. Unos dedos llenaron mi boca, buscaron debajo de mi lengua. Sentí arcadas.

Me quitaron la ropa. Las manos recorrieron todo mi cuerpo, rebuscaron entre mi cabello, hurgaron en mis sobacos, investigaron mis orificios… diestra, rápidamente, sin la menor muestra de un interés lujurioso. Luego, me vistieron de nuevo, me abrocharon y cerraron las cremalleras, todo hubo terminado en un par de minutos.

Me pasaron por otras dos puertas cliqueteantes y me depositaron en un enorme y mullido sillón… de cuero, fragante de taninos.

Se cerró la puerta.

Para cuando me arranqué la venda de los ojos, ya habían desaparecido.

La habitación era grande, oscura, decorada en un estilo de rancho moderno: paredes de madera, alfombras de los indios navajos sobre suelos de pino, un candelabro hecho con una rueda de carro, colgado con una cadena de las vigas de un techo que parecía el de una catedral, un tresillo tapizado con cuero, una cabeza de ciervo, pinturas en las paredes de vaqueros con aspecto cansado, y estatuillas en bronce de caballos encabritados.

En el centro de la habitación había un gran escritorio, con patas de garras y sobre en cuero. Tras el mismo una pared entera, del techo al suelo, estaba dedicada a mostrar una colección de pistolas de pedernal y fusiles antiguos.

Tras el escritorio estaba sentado Billy Vidal, con los ojos brillantes y el cabello cortado al cepillo, la mandíbula cuadrada y todo él meticulosamente atildado. Su color moreno, como de té fuerte, quedaba perfectamente contrastado por un jersey de cuello de cisne, color marfil, bajo otro de cachemira, con escote en uve y de color blanco. Nada de disfraces de vaquero para el presidente del Consejo de Magna; él iba de elegante de Palm Beach, como para presentarse en el club de golf. Sus manos estaban planas sobre la mesa, con la manicura hecha, suaves como las de un niño.

– Muchas gracias por haber venido, doctor Delaware.

Su voz no concordaba con el resto de éclass="underline" era un croar ronco y débil, que se cuarteaba entre palabras.

No dije nada.

Me miró fijamente con ojos pálidos, mantuvo la mirada un rato y luego dijo:

– Eso era una forma de romper el hielo, que me ha salido mal. -Sus últimas palabras se fueron debilitando hasta casi sólo ser un mover de los labios. Se aclaró la garganta y produjo más susurros de laringe-: Lamento cualquier inconveniencia que le hayamos causado. Pero no me pareció que hubiera otro modo de hacer esto.

– ¿Otro modo para hacer el qué?

– Para disponer que tuviésemos una charla.

– Lo único que tenía que haber hecho usted era habérmelo pedido.

Agitó la cabeza.

– El problema fue el cuándo. Hasta hace bien poco no estaba seguro de que fuese conveniente el que nos viésemos. He estado dándole vueltas a esta cuestión desde que usted empezó a hacer preguntas.

Tosió, se dio unas palmaditas en la nuez de la garganta.

– Pero hoy, cuando visitó a mi hermana, usted decidió por mí. Había que hacer las cosas rápida y cuidadosamente. Así que, una vez más, le presento mis excusas por el modo en que ha sido traído aquí, y espero que podamos dejar eso a un lado y seguir adelante.

Aún podía notar el escozor de las esposas en derredor de mis muñecas, y luego pensé en el viaje en helicóptero, en el miedo que había pasado mientras esperaba a Hummel y su carrito de golf, en cómo me habían metido dedos por el ano…

Bonita danza, hijo. Supe que mi ira me debilitaría, si la dejaba apoderarse de mí.

– Seguir adelante… ¿a dónde? -pregunté, sonriendo.

– A nuestra charla.

– ¿Sobre qué tema?

– Por favor, doctor -raspó-, no pierda un tiempo precioso haciéndose el tonto.

– ¿Anda usted corto de tiempo?

– Mucho.

Otra competición de miradas. Sus ojos no se apartaron, pero perdieron el foco, y me di cuenta de que estaba en algún otro lugar.

– Hace treinta años -me dijo-, tuve la oportunidad de ser testigo de una prueba atómica realizada conjuntamente por la Magna Corporation y el Ejército de los EE.UU. Un acontecimiento festivo, con rigurosa invitación, allá en el desierto de Nevada. Pasamos la noche en Las Vegas, tuvimos una fiesta maravillosa, y nos plantamos en el lugar antes de que los cielos se iluminasen. La bomba estalló justo cuando despuntaba el alba…, un amanecer supercargado. Pero algo funcionó maclass="underline" un repentino cambio en la dirección del viento, y todos nosotros fuimos expuestos al polvo radioactivo. El Ejército dijo que había poco riesgo de contaminación… y nadie se preocupó mucho de aquello, hasta hace unos quince años, cuando empezaron a aparecer los casos de cáncer. Las tres cuartas partes de los presentes en aquella mañana están muertos. Varios más están terminalmente enfermos. Para mí, es sólo cuestión de tiempo.

Miré su rostro bien alimentado, toda esa dermis como de bronce bruñido y le dije:

– Tiene usted un aspecto más saludable que yo.

– ¿Sueno a saludable?

No le contesté.

– En realidad -dijo-, estoy sano… por el momento. Bajo en colesterol, excelente en lípidos, un corazón tan potente como un alto horno. Unos pequeños nódulos de mi esófago extraídos quirúrgicamente el año pasado, y no hay muestras de que se esté extendiendo.

Se bajó el tejido del jersey de cuello de cisne y me mostró una herida color rosa fuerte con ampollas.

– Tengo la piel delicada, me salen heridas queloides… ¿cree usted que debería molestarme en hacerme la cirugía estética?

– Eso depende de usted.

– Lo he pensado, pero me parece algo así como pretencioso por mi parte. El cáncer volverá. Irónicamente, el tratamiento incluye radiación. Y no es que el tratamiento haya influido demasiado.

Se volvió a poner bien el cuello de la prenda. Se palmeó la nuez.

– ¿Y qué hay de Belding? -pregunté-. ¿También él resultó expuesto?

Sonrió, y negó con la cabeza.

– Leland estaba protegido. Como siempre.

Aún sonriendo, abrió un cajón del escritorio, sacó una pequeña botella rociadora de plástico, y se echó al interior de la garganta algún tipo de nebulización. Tragó profundamente un par de veces, volvió a guardar la botella, se recostó en su sillón, y sonrió más abiertamente.

– ¿De qué quiere usted charlar? -le pregunté.

– De cosas que parecen interesarle a usted. Estoy dispuesto a satisfacer su curiosidad, con la condición de que deje usted de levantar piedras para ver qué hay debajo. Sé que sus intenciones son honorables, pero no se da usted cuenta de lo destructivo que puede llegar a ser.

– No veo cómo puedo añadir nada a la destrucción que ya ha tenido lugar.

– Doctor Delaware, deseo abandonar este mundo sabiendo que se ha hecho todo lo posible para proteger a ciertas personas.

– ¿Tales como su hermana? ¿Y no es esa protección, precisamente, lo que ha causado todos los problemas, señor Vidal?

– No, eso es incorrecto… pero, claro, usted sólo ha visto una parte del todo.