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– Por orden cronológico -le recordé-. ¿Por qué no empezamos con Eulalee y Cable Johnson?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué es lo que sabe de ellos?

– Ella era una de las chicas de las fiestas de Belding; el hermano era un criminal de los del montón. Un par de listillos de pueblo que trataban de dar el gran golpe en Hollywood. Desde luego lo que no eran es unos grandes traficantes de droga.

– Linda… yo siempre la conocí por Linda -me dijo-, era una criatura exquisita. Un diamante en bruto, pero físicamente magnética…, con ese algo intangible que no se puede comprar a ningún precio. En aquellos tiempos, estábamos rodeados por bellezas, pero ella se destacaba entre todas, porque era diferente a las demás…, menos cínica, con una cierta ductilidad.

– ¿Y pasividad?

– Supongo que eso es algo que puede ser contemplado como una tara, por alguien en la línea de trabajo de usted. Yo lo tomaba como prueba de su naturaleza tranquila, y creí que era la mujer adecuada para ayudar a Leland.

– ¿Para ayudarlo a qué?

– A convertirse en un hombre. Leland no comprendía a las mujeres. Cuando estaba entre ellas se quedaba helado, y no podía… hacer lo que hay que hacer. Y era demasiado inteligente como para no darse cuenta de lo irónico que era aquello: tanto dinero y poder, el soltero más apetecible del país, y aún seguía siendo virgen a los cuarenta. No era una persona muy preocupada por lo físico, pero toda olla tiene su punto de ebullición, y la frustración estaba interponiéndose en su trabajo. Yo sabía que él nunca iba a resolver aquello por sí solo. Así que cayó sobre mis hombros el hallarle… una instructora. Le expliqué la situación a Linda. Ella estaba dispuesta a interpretar aquel papel, así que arreglé las cosas para que ambos estuvieran juntos. Doctor Delaware, ella era algo más que una chica de fiestas.

– Favores sexuales a cambio de una remuneración -comenté-. Desde luego, suena a otra cosa.

Se negó a sentirse ofendido.

– Todo el mundo tiene su precio, doctor. Simplemente, estaba haciendo, con treinta años de adelanto, lo que ahora harían algunas consultoras sexuales.

– Pero usted no la eligió por su personalidad -insistí.

– Era hermosa -dijo-. Había más posibilidades de que le estimulase.

– No me refería a eso.

– ¿Oh, no? -Dio un sorbo a su café y dijo-: Está tibio.

Y golpeó la mesa tres veces con la cucharilla. El camarero apareció, saliendo de la oscuridad, con una cafetera recién hecha. Me pregunté qué más habría oculto allá.

Bebió el humeante líquido y puso una cara como si alguien le hubiera vertido ácido garganta abajo. Pasaron varios segundos antes de que pudiera hablar, y cuando lo hizo tuve que inclinarme hacia él para poderlo escuchar.

– ¿Por qué no me dice a dónde quiere llegar?

– A su esterilidad -le contesté-. Usted la eligió porque creyó que era incapaz de tener hijos.

– Es usted un joven muy brillante -me dijo, y luego alzó de nuevo su taza a los labios, y quedó oculto tras una nube de humo-. Leland era un hombre muy remilgado…, eso formaba parte del problema. El que no tuviera que preocuparse acerca de tomar precauciones era un punto a favor de ella. Pero sólo un factor menor, un poco más de lío, algo de lo que nos podríamos haber ocupado de no haber sido así.

– Yo estaba pensando en algo mucho más liado -le dije-. En un heredero nacido sin que existiese una relación legalizada con la madre.

Bebió más café.

– ¿Por qué pensó usted que ella no podía quedar en cinta? -le pregunté.

– Hicimos comprobaciones de los historiales de todas las chicas, y las hicimos someterse a unos exámenes físicos muy completos. Nuestra investigación reveló que Linda se había quedado embarazada varias veces durante su juventud, pero que siempre había tenido un aborto, poco después de la concepción. Nuestros doctores dijeron que era algún tipo de desequilibrio hormonal. Y decidieron que era incapaz de tener hijos.

Cría de animales al revés.

– ¿Y qué tal lo hizo con el viejo Leland? -pregunté.

– Fue maravillosa. Tras unas pocas sesiones, él era un hombre nuevo.

– ¿Y cuáles eran los sentimientos que él tenía hacia ella?

Dejó la taza.

– Leland Belding no sentía, doctor. Era lo más parecido a algo mecánico que pueda llegar a ser un humano.

Me volvieron a la mente las palabras de Eilston Crotty: Como una jodida cámara con patas. Recuerdo haber pensado que era un jodido bastardo helado.

– Aun así -le dije-. Los pacientes y los consejeros sexuales acostumbran a desarrollar algún tipo de nexo emocional. ¿Me está diciendo que entre ellos no se desarrolló ninguno?

– Eso es exactamente lo que le estoy diciendo. Era como acudir a una clase, como si aprendiese francés. Leland la recibía en su oficina, cuando habían acabado; se duchaba, se vestía y reanudaba su trabajo, mientras que ella volvía a sus cosas. Yo lo conocía mejor que nadie, lo cual no era mucho… jamás sentí tener acceso a sus pensamientos. Pero yo supongo que él la veía como una más de sus máquinas… una de las más eficientes de todas. Lo cual no quiere decir que tuviese un mal concepto de ella: las máquinas eran lo que él más admiraba.

– ¿Y cuáles eran los sentimientos de ella hacia él?

Un momento de pausa. Una huidiza expresión de dolor.

– No hay duda de que estaba impresionada por su dinero y poderío. A las mujeres les atrae el poder…, pueden perdonarle cualquier cosa a un hombre, menos el que sea impotente. Y también veía su lado impotente. Así que me imagino que lo contemplaba con una mezcla de deslumbramiento y piedad, en el modo en que podría contemplar un médico a un paciente con una enfermedad extraña.

Había construido con sus palabras una frase teórica. Pero la expresión de dolor no dejaba de abrirse camino a través de la fachada de encanto.

Y entonces supe que Linda Lanier se había convertido para él en algo más que una chica de harén a la que se le había asignado una misión. Y supe que aquello no podía ni tocarlo.

– El suyo era, puramente, un acuerdo de negocios -afirmó.

– Lo cual estuvo muy bien, hasta que Cable entró en escena.

La fachada se desmoronó un poco más.

– Cable Johnson era despreciable. Cuando Linda y él eran unos adolescentes, se la vendía a los chicos de su pueblo, para sacarse un dinero… ella tenía por ese entonces catorce o quince años. Así es como se quedó preñada en esas ocasiones de las que le he hablado. Él era pura basura.

Un explotador de mujeres condenando a otro.

– ¿Y cómo es que no lo consideró a él como un factor de riesgo cuando pensó en Linda como instructora?

– ¡Oh, lo hice! Pero pensé que ya no había que preocuparse de ese riesgo: para cuando contraté a Linda, Johnson estaba encerrado en la prisión del condado, por robo… y se enfrentaba con una estancia en la penitenciaría, como reincidente. Estaba en la pura ruina, no era capaz ni de llegar a diez dólares en una fianza de cien. Yo obtuve su libertad, le di trabajo en la Magnafilm con un salario hinchado. El muy idiota ni siquiera tenía que aparecer en el trabajo: le mandaban el cheque a su pensión. Lo único que se le pedía a él era que permaneciese apartado de ella. ¿No le parece que era un acuerdo muy generoso por nuestra parte?

– No, si se compara a un pedazo de la fortuna de Belding.

– El muy estúpido -dijo-. No había la más mínima posibilidad de que obtuviesen ni una moneda de la misma, pero él era un criminal compulsivo, no podía dejar de planear raterías.

– Y entra en escena el doctor Donald Neurath, experto en fertilidad y amigo del alma.

– Vaya, vaya… -exclamó Vidal-. Es usted un investigador muy concienzudo.