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– ¿Estaba Neurath en el plan de extorsión?

– Él decía que no, aseguró que se le presentaron como una pareja casada, pobres y sin hijos: el señor y la señora Johnson. Insistió en que no lo habían engañado, que había notado que había algo raro en ellos, y que por tanto se había negado a tomarla como paciente. Pero, de algún modo, lograron convencerle.

– Ya sabe usted cómo -le dije-. Fue un trueque: la película porno a cambio de un tratamiento hormonal para Linda.

– Más suciedad -dijo.

– Y, no obstante, Neurath sabía demasiado. Usted tuvo que acabar con él en algún punto de México. Apuesto que no muy lejos de aquí.

– Doctor, doctor… me concede usted demasiado protagonismo. Yo nunca he acabado con nadie. Donald Neurath vino aquí voluntariamente, a ofrecernos información. Debía dinero a uno de esos prestamistas ilegales y esperaba que yo lo pagase. Me negué. Camino de regreso, su coche se averió… o, al menos, eso es lo que me han dicho. Murió por la exposición a los elementos: el desierto no perdona, y causa su daño rápidamente. Como médico, debería haber estado más preparado para esto.

– ¿Es así como lo conectó usted al esquema de Cable? -le pregunté.

– No. Linda vino a verme diciéndome que ya no podía trabajar con Leland. Y llevando una nota, con papel de Neurath, en la que se decía que había contraído algún tipo de infección vaginal. Al principio, no sospeché nada. Todo parecía correcto. Le di una paga de diez mil dólares como finiquito, y le deseé buena suerte. Naturalmente, luego uní todas las piezas del rompecabezas.

– ¿Cómo reaccionó Belding a la partida de ella?

– No reaccionó. En ese momento estaba experimentando, probando su recién hallada confianza con otras mujeres. Tantas como le era posible. Incluso comenzó a pavonearse de ello.

La transformación de Belding de ermitaño a playboy. Las fechas concordaban.

– ¿Y qué pasó luego?

– Casi un año después, Cable Johnson me llamó y me informó de que, si realmente me preocupaba el bienestar de Leland sería mejor que tuviese una charla con él. Nos citamos en un repugnante hotelucho de la parte baja de la ciudad; Johnson estaba borracho y contento como un chucho con un gran hueso: paseándose arriba y abajo como un pavo real, muy orgulloso de sí mismo. Me explicó que Linda había dado a luz unas hijas de Leland. Que se la había llevado a Texas para que lo hiciese… pero que ahora ya habían regresado y que «nos iban a atornillar».

Vidal alzó su taza de café, lo pensó mejor y la volvió a dejar.

– ¡Oh, se creía muy listo! Lo tenía todo pensado: poniéndome el brazo sobre los hombros, como si fuéramos viejos amigos, ofreciéndome ginebra barata de una botella sucia. Cantando canciones obscenas y diciéndome que ahora, los Johnson y los Belding iban a ser parientes. Luego me dijo que esperase, salió de la habitación y regresó al cabo de unos minutos con Linda y sus pequeños obsequios.

– Tres obsequios -intervine.

Asintió con la cabeza.

Trillizas. Todo aquel trastear con hormonas haciéndoles cosas extrañas a los óvulos, incrementando las posibilidades de un nacimiento múltiple. Hoy esto es de conocimiento médico general, pero Neurath se había adelantado a su tiempo.

– Lo único importante que haya pasado en Port Wallace -comenté-: Jewel Rae, Jana Sue. Y la pobre Joan Dixie, nacida ciega, sorda y paralítica.

– La pobre cosita, tan patética -afirmó él-. Fue algún tipo de daño al cerebro… El lugar al que se llevó a Linda era primitivo. Casi se muere en el parto.

Cerró los ojos y agitó la cabeza.

– ¡Era tan pequeña… no mayor que un puño! Fue un milagro el que sobreviviese. Linda la llevaba en un cesto a todas partes, y no dejaba de hacerle mimos y darle masajes en los miembros. Quería creer que sus espasmos eran movimientos voluntarios. Fingía que todo era normal.

– Algo así debió de ser difícil de aceptar para un hombre remilgado.

– Las tres le disgustaban. Siempre le habían molestado los niños, y el que fuesen trillizas lo ponía malo. Él era el ingeniero puro, acostumbrado a las especificaciones de las máquinas, a la precisión. No tenía la menor tolerancia para nada que se apartase de lo que él esperaba. Naturalmente, las deformidades de Joan eran un insulto añadido… la implicación de que él había tenido participación en la creación de algo defectuoso. Yo lo conocía, y sabía cómo iba a reaccionar. Deseaba mantenerlo apartado de todo aquello, solucionar las cosas a mi manera. Pero Cable lo quería todo, y de inmediato. Eran parientes. Linda tenía una llave del despacho de Leland, que no había devuelto. Y se fue a verle una noche que él se había quedado hasta tarde trabajando, llevándole las niñas.

Agitó la cabeza.

– La pobre chica estúpida, creía que, al verlas, a él se le encendería el amor paterno. Él la escuchó, y le dijo lo que ella quería escuchar. En el mismo momento en que ella se hubo ido, Belding me llamó y me ordenó ir a verle para una «sesión de resolución de problemas». Y no es que quisiera conocer mi opinión… ya había llegado a una decisión: todos ellos tenían que ser eliminados. Definitivamente. Y yo iba a ser el ángel de la muerte.

– ¿También había que matar a las niñas?

Asintió con la cabeza.

– Toda la maldad es siempre cargada a las espaldas del muerto -comenté-. Pero algún buen SS cumplió la orden.

Bebió, tosió, sacó del bolsillo la botella nebulizadora y se lanzó una rociada garganta abajo.

– Yo salvé a esas niñas -dijo-. Sólo yo podía haberlo logrado; sólo yo tenía la bastante confianza de Leland como para mostrarme en desacuerdo con él sin que pasase nada. Le dije que el infanticidio estaba absolutamente fuera de cuestión. Que si alguna vez llegaba a saberse, sería su ruina… y la ruina de la Magna.

– Un modo pragmático de presentárselo.

– El único modo que él comprendía. Le expliqué que las niñas serían dadas a adopción, de un modo que quedaría permanentemente oscurecida cualquier conexión con él. Que podía redactar un nuevo testamento en el que quedasen específicamente excluidos todos los parientes de sangre, conocidos o desconocidos, para que así no pudiesen heredar ni un centavo. Al principio no quería ni oír hablar de eso, seguía insistiendo en que la única solución estaba en la «opción sin ambigüedades».

»Yo le contesté que siempre había llevado a cabo todo lo que me había ordenado, sin rechistar, pero que antes que hacer esto, dimitiría. Y si las niñas morían, no podía garantizarle el guardar silencio. Así que, ¿estaba también dispuesto a eliminarme a mí?

»Eso le irritó… y le dejó muy preocupado. Desde la infancia, nadie le había dicho jamás que no. Pero me respetó por no doblegarme ante él, y al cabo estuvo de acuerdo con mi plan.

– Un plan muy hábil -acepté-. Que incluía un premio de consolación para su hermana…

– Fue justo después de la muerte de Henry. Ella se había hundido en una profunda depresión: viuda y sin hijos. Había estado recluida en casa desde el funeral. Pensé que el tener a las niñas le iba a ir de maravilla. Y no es una mujer imaginativa: jamás me preguntó de dónde habían salido, y nunca lo quiso saber.

– ¿Estaba Joan incluida en el trato?

– No. Eso era algo que Hope no hubiera podido manejar. La empresa compró un sanatorio en Connecticut, y Joan fue ingresada allí. Se le dio un cuidado excelente. En el proceso, aprendimos lo necesario acerca de la gerencia de establecimientos de salud, y acabamos por comprar varios hospitales.

– Nuevos nombres, nuevas vidas -dije-. Excepto para los Johnson. ¿Fue a usted o a Belding a quien se le ocurrió lo de las drogas?

– Eso… no se suponía que pasase del modo en que pasó.

– Estoy seguro de que a Linda y Cable les reconfortaría el oír eso.