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»Yo le dije que conocía la existencia de Sherry, y hablamos un poco de ella… pude ver que ella no le caía muy bien, pero no prosiguió con el tema, y yo no quise forzarlo. Y seguimos allí sentados, bebiendo vino, y él me lo contó todo: cómo nosotras tres éramos las hijas del amor del señor Belding y una actriz a la que mi padre había amado mucho y con la que no podía casarse por impedimentos sociales. Su nombre era Linda. Ella había muerto de complicaciones en el parto. Me mostró una foto. Era muy hermosa.

– Una actriz -dije; cuando no reaccionó, proseguí-: Te pareces a ella.

– Eso es todo un cumplido -me contestó-. También me dijo que éramos unas niñas-milagro: prematuras, diminutas en el nacimiento, y que no se esperaba que viviésemos. Linda enfermó, con septicemia, pero nunca dejó de pensar en nosotras, de rezar por nosotras. Nos dio nombres, unos minutos antes de morir: Jana, Joan y Jewel Rae… ésa soy yo. Y, aunque las tres logramos sobrevivir, Joan tenía deformidades múltiples. Pero, a pesar de ser rico y famoso, el señor Belding no estaba en posición de criarla… de hacerlo con ninguna de las tres. Era exageradamente tímido, de hecho llegaba a tener una fobia hacia la gente, especialmente hacia los niños. Y, por lo que me describió de él tío Billy, también debió de ser algo agorafóbico. Así que tío Billy hizo que nos adoptara su hermana. Pensó que sería una mejor madre de lo que resultó ser. Y durante todos esos años, el señor Holding y él se habían sentido tremendamente culpables por haber tenido que alejarnos así.

»Le dije que Paul iba a tratar de preparar un encuentro entre Sherry y yo, y me dijo que ya lo sabía. Entonces le pregunté si me podría organizar otro con Joan.

– Así que Paul y él estaban trabajando juntos…

– Cooperaban. Se mostró evasivo acerca de Joan, pero yo seguí acosándole y, finalmente, me dijo que estaba en alguna parte de Connecticut. Le dije que quería verla. Me dijo que no tenía ningún sentido: que ella estaba gravemente afectada, tanto, que prácticamente se podía decir que no tenía mente consciente. Entonces le dije que no sólo quería verla, sino que quería estar con ella, cuidarme de ella. Me contestó que eso era imposible, que Joan necesitaba cuidados a tiempo completo y que yo debería concentrarme en mis estudios. Yo le argumenté que ella era parte de mí, que nunca más podría concentrarme en otra cosa, a menos que pudiera tenerla conmigo. Pensó en ello, me preguntó si podía tomarme algo de tiempo libre en la Facultad, y le contesté que seguro. Fuimos en coche directamente a un aeropuerto particular, y nos subimos a un reactor privado de la empresa, que nos llevó a Nueva York, y luego cogimos una limusina para ir a Connecticut. Sé que él pensaba que, al ver el aspecto que ella tenía, yo cambiaría de opinión, pero eso sólo me hizo estar más decidida. Me eché en la cama al lado de Joan, la abracé, la besé. Noté sus vibraciones. Cuando él vio esto, aceptó trasladarla aquí. La corporación compró Resthaven y dispuso una zona privada para ella. Yo entrevisté a los enfermeros y elegí a Elmo. Joan se convirtió en parte de mi vida. Y llegué a quererla de veras. También quería a los otros pacientes… Siempre me he sentido como en casa entre los que tienen algún defecto. Si tuviera que volver a empezar de nuevo, pasaría mi vida trabajando con ellos.

Como en casa. La única casa de verdad que ella había conocido la había compartido con dos retrasados mentales. Era una situación de libro de texto, pero ella no la estaba captando.

– Y le cambiaste el nombre -comenté.

– Si. Un nuevo nombre simboliza una nueva vida. Tanto a Jana como a mí nos habían dado nuevos nombres comenzados por S; pensé que Joan también debería de tener uno distinto, para acoplarse a nosotras.

Se levantó, se sentó junto a su hermana, y le tocó las hundidas mejillas.

– Siempre está aquí -me dijo-. Ella ha sido una constante en mi vida. Un verdadero alivio.

– No como tu otra compañera.

Esa fría mirada, de nuevo.

– Si, no como ella. -Luego, una sonrisa-. Bueno, Alex, estoy derrengada; hemos cubierto mucho terreno.

– Hay unas otras pocas cosas. ¿No te importa…?

Pausa. Por primera vez desde que la conocía tenía aspecto cansado.

– No, naturalmente que no. ¿Qué otra cosa quieres saber?

Había muchas cosas, pero yo estaba contemplando su sonrisa: la tenía como pegada, como si no formase parte de ella…, como en el maquillaje de un payaso. Era demasiado amplia, demasiado luminosa. Era un pródromo, un aviso anticipado de que algo iba mal. Ordené mis pensamientos, y dije:

– La historia que me contaste acerca de cómo te habías quedado huérfana… el accidente en Mallorca. ¿De dónde salió eso?

– Era una fantasía -afirmó-. Sueños no realizados, supongo.

– ¿Y qué era lo que soñabas?

– Con algo romántico.

– Pero, por lo que me cuentas, la verdadera historia de tus padres ya es bastante romántica. ¿Por qué inventarte otra?

Perdió el color.

– No… no sé qué decirte, Alex. Cuando me preguntaste por la casa, me salió esa historia… brotó de mí, espontáneamente. Pero, ¿acaso importa, después de tantos años?

– ¿Realmente no tienes ni idea de dónde salió esa historia?

– ¿Qué quieres decir?

– Que es idéntica al modo en que murieron los padres de Leland Belding.

Su aspecto se tornó fantasmal.

– No, eso no puede ser… -Luego, de nuevo, la sonrisa congelada-. ¡Qué extraño! Sí, comprendo que te haya intrigado.

Pensó, dándose tirones al lóbulo de la oreja.

– Quizá Jung tenía razón. El inconsciente colectivo…, material genético, transmitiendo imágenes, al tiempo que características físicas. Memorias. Quizá, cuando me lo preguntaste, se puso en marcha mi inconsciente. Y lo estaba recordando a él. Haciéndole un panegírico.

– Quizá -le dije-, pero a mi también se me ocurre otra posibilidad.

– ¿Cuál?

– Que fuera algo que Paul te dijese durante la hipnosis, y luego te sugiriese olvidar. Algo que, de todos modos, hubiera salido al fin a la superficie.

– No, yo… no hubo sugerencias de amnesia.

– ¿Acaso las recordarías si las hubiese habido?

Se puso en pie, apretó los puños, y los mantuvo en tensión a sus costados.

– No, Alex. Él no me hubiera hecho una cosa así. -Pausa-. ¿Y qué, si la hubiera hecho? ¡Sólo lo habría hecho para protegerme!

– Estoy seguro de que tienes razón -la aplaqué-. Perdona el análisis de sofá. Son los gajes del oficio.

Me miró desde lo alto. Tomé su mano, y se relajó.

– Después de todo -proseguí-, él te habló del intento de ahogarte… que es un tema tremendamente emocional.

– Del intento de ahogarme -musitó-. Si, él me habló de eso. Lo recuerdo claramente.

– Y tú me lo contaste a mí. Y a Helen. -Moldeando y transformando la verdad, como quien juega con plastilina.

– Si, claro que lo hice. Vosotros dos erais personas a las que me sentía cercana. Quería que ambos lo supieseis.

Se soltó, fue a sentarse al extremo opuesto de la cama. Asombrada.

– Debió de ser una terrible experiencia, que te fuercen a hundirte bajo el agua, que alguien quiera matarte. Especialmente a esa edad. A esa edad tan temprana, formativa.

Me dio la espalda. Escuché el silencio, al arrítmico siseo y gemido del respirar de Shirlee.

– ¿Alex?

– ¿Si?

– ¿Crees que las mentiras son… una combinación de elementos? -Su voz era vacía, muerta, como la de una víctima de la tortura-. ¿Ficción combinada con verdades reprimidas? ¿Que, cuando mentimos, lo que en realidad estamos haciendo es tomando la verdad y cambiando su contexto temporal… trayéndola desde el pasado hacia el presente?