Agitó las piernas en el aire, movió los brazos. En una rabieta. Un trauma de primera infancia. Malos genes…
– ¡Jodido… bastardo… jodidodemierda bastardocagarro!
– Primero le disparaste -le dije-. Luego le echaste drogas y alcohol por la boca. Un buen análisis forense sería capaz de demostrar que lo había tragado todo después de morir, pero nunca habrá un tal análisis, porque el tío Billy se ocupó de que no lo hubiese. Como se ocupó de todo lo demás.
– ¡Mentiras todo mentiras, so jodido!
– No lo creo, Sharon. Y ahora lo tienes todo… que lo disfrutes.
Me alejé de ella, sin darle la espalda.
– No puedes probar ni una jodida cosa -me gritó.
– Lo sé -acepté. Y llegué a la puerta.
Un sonido gorgoteante, rugiente… la única cosa que se me ocurría con que compararlo era con un retrete saliéndose… surgió de lo más profundo de ella. Tomó el vaso de agua que me había servido, echó el brazo atrás, y me lo lanzó.
De atinarme, me hubiese hecho daño. Finté. Golpeó contra la pared de plástico y cayó sobre la moqueta con un sonido hueco, de impotencia.
– Has usado tu mano derecha -dije-. Al menos, al fin estoy seguro de a qué lado del espejo he estado mirando.
Bajó la vista hacia su mano y se la quedó mirando, como si la hubiese traicionado.
Salí. Tuve que caminar largo rato en la oscuridad, antes de dejar de oír sus alaridos.
36
Oí el cochecito, un zumbido como de moscardón nocturno antes de verlo. Llegaba desde algún lugar a mi izquierda. Luego sus faros barrieron el desierto como el reflector de una prisión, pasando por encima de mí, deteniéndose en su arco, envolviéndome como a algún espécimen encerrado en ámbar.
Cambio de dirección. Una trayectoria saltarina. En un momento estuvo a mi lado.
– Suba, doctor -el hablar rasposo de Vidal. Iba él solo, en el asiento del conductor.
Mientras yo me sentaba, él pasó la luz de una linterna de bolsillo por sobre la sangre de mi mano. El aire del desierto la había secado a una masa marrón pastosa.
– Es superficial -le dije.
– Nos ocuparemos de ella cuando regresemos.
Sin mostrar curiosidad ni preocupación.
– Lo ha oído todo -afirmé.
– Es preciso un control constante -me dijo-. Ella necesita cuidados, que la vigilen. Usted mismo lo ha podido comprobar.
– Es usted un gran aficionado a las demostraciones prácticas -le dije-: Llevar a Sharon a ver a Joan, esperando que eso la disuada. Poniendo a Sharon en exhibición, esperando que eso me cierre la boca.
Comenzó a conducir.
– ¿Qué es lo que le hace creer que tendrá más éxito esta vez? -le pregunté.
– Uno lo ha de intentar, ¿no?
Cruzamos el desierto. Habían salido más estrellas, inundando el terreno con su gélida luz. Congelándolo.
– ¿Cuándo murió Belding? -le pregunté.
– Hace años.
– ¿Cuántos años hace?
– Antes de que se reuniesen las chicas. ¿Es importante la fecha exacta?
– Lo era para Seaman Cross.
– No estamos hablando ahora de Cross, ¿verdad?
– ¿Cuál fue el diagnóstico?
– La enfermedad de Alzheimer. Antes de que los médicos le diesen ese nombre, se acostumbraba a llamar senilidad. Una forma gradual y fea de apagarse.
– Debió de ser mala cosa para la empresa.
– Sí -aceptó-, pero, por otro lado, tuvimos tiempo para prepararnos. Hubo síntomas premonitorios: olvidos, pérdida de la atención… Claro que siempre había sido un excéntrico. Su comportamiento, raro de por sí, ocultó los síntomas durante un tiempo. El que entrase en contacto con Cross fue la primera cosa que me hizo darme cuenta de que algo raro pasaba…, era algo que estaba totalmente fuera de su modo de ser. Leland siempre había estado obsesionado con proteger su intimidad, detestaba a los periodistas, fuesen del tipo que fuesen. Y un tal cambio de sus costumbres indicaba que algo estaba mal, gravemente mal.
– Como la fase de playboy que precedió a su hundimiento.
– Más grave. Esto era permanente. Orgánico. Ahora comprendo que él debió de darse cuenta de que se le estaba escapando la mente y quiso que lo inmortalizasen.
– La cosas que describía Cross… el cabello y las uñas largos, el altar, el defecar en público -dije-. Entonces, todo era verdad. Y eran síntomas.
– Ese libro era un fraude -afirmó-. Basura inventada.
Siguió conduciendo.
– ¡Qué conveniente fue que Belding muriese cuando lo hizo! -comenté-. Le evitó, y también se lo evitó a usted, el tener que enfrentarse a Sharon y a Sherry.
– No es muy común el que la naturaleza actúe en forma benevolente.
– Si la naturaleza no lo hubiese hecho, estoy seguro de que a usted se le hubiera ocurrido algo. Ahora, él puede seguir siendo para Sharon una figura bondadosa, y nunca sabrá que quiso matarla.
– ¿Cree usted que el saber eso sería bueno para ella, que sería terapéutico?
No le contesté.
– Mi papel en la vida -afirmó-, es resolver problemas, no crearlos. En este sentido, soy un sanador. Justo como usted.
La analogía me ofendió menos de lo que pudiera haberme imaginado. Y le dije:
– Lo que usted ha hecho siempre es cuidarse de los otros, ¿no es así? De Belding… cuidarse de todo, desde su vida sexual hasta su imagen pública; y, cuando se tornó difícil de manejar, cuando comenzó a decantarse por la vida nocturna, allí estaba usted para asumir la responsabilidad ejecutiva. De su hermana, de Sherry, de Sharon, de Willow Glen, de la empresa… ¿No lo nota, de vez en cuando, como una carga demasiado pesada?
Pensé verle sonreír en la oscuridad, y de lo que si estuve seguro es de que se tocó la garganta e hizo una mueca, como si le fuera demasiado difícil el hablar.
Y, varios kilómetros después:
– ¿Ha llegado usted a una decisión, doctor?
– ¿Acerca de qué?
– Acerca de seguir hurgando.
– Todas mis preguntas han sido contestadas, si es eso lo que quiere saber.
– Lo que quiero saber es si continuará usted removiendo las cosas y arruinando lo que queda de la vida de una joven que está muy enferma.
– No es que sea tampoco una gran vida -le recordé.
– Mejor que cualquier alternativa. Se ocupan bien de ella -me dijo-. Está protegida. Y el mundo será protegido de ella.
– ¿Y qué pasará cuando usted ya no esté?
– Hay personas -afirmó-. Personas competentes. Una línea de mando. Todo está bien planeado.
– Una línea de mando -comenté-. Belding era un vaquero, jamás tuvo nada como eso. Pero, una vez hubo muerto, la historia fue muy distinta. Sin nadie que fuera produciendo patentes, usted tuvo que contratar creatividad, reorganizar la estructura empresarial. Eso convirtió a la Magna en más vulnerable a los ataques desde el exterior… y usted tuvo que consolidar su base de poder. El poner a las tres hijas de Belding bajo su ala fue dar un gran paso en esa dirección. ¿Cómo logró que Sherry se echase atrás en sus amenazas de llevarle a los tribunales?
– Muy simple -me explicó-: la llevé a dar una vuelta por las oficinas centrales de la corporación… nuestro centro de investigación y desarrollo, las principales de nuestras empresas de alta tecnología. Le dije que me encantaría poder bajarme del tren y dejarle a ella la responsabilidad de dirigirlo todo… que ella podía ser la nueva presidenta del Consejo de la Magna, cargar con la responsabilidad de cincuenta y dos mil empleados, de millares de proyectos. La sola idea la aterró; no era lo que se dice ninguna intelectual, ni siquiera sabía hacer cuadrar las cuentas de su talonario de cheques. Salió corriendo del edificio, pero la atrapé fuera y le sugerí una alternativa…