Me registré en un lugar llamado Blue Dreams (Sueños azules): doce puertas marrones, manchadas por la sal, dispuestas en derredor de un aparcamiento que necesitaba urgentemente que le arreglasen la superficie, con los tubos de neón del signo luminoso que indicaba HAY HABITACIONES rotos o agotados de gas. Un tipo de cara pastosa, que se tenía por un ángel del infierno y llevaba un pendiente que era un crucifijo, se hallaba en el mostrador de la entrada, y me hizo el favor de tomar mi dinero, mientras demostraba su enamoramiento por un filete de pescado rebozado y miraba, todo al mismo tiempo, un anuncio de la California Raisins en la tele. En el pequeño vestíbulo, cuyas paredes casi podía tocar uno con los hombros, había una máquina expendedora de dulces y otra de condones, lado por lado; así como otro aparato suministrador de peines de bolsillo, y un póster con las reflexiones contenidas en el Código Penal de California respecto a los robos y los fraudes al propietario de un hotel.
Tomé una habitación en el lado sur, pagando una semana por adelantado. Tres por tres metros, olor a insecticida (allí no habría tábanos), una única y estrecha ventana de cristales cubiertos por una película de suciedad, que mostraba un trozo de pared de ladrillos que tenían un color malva por la luz reflejada de la calle, mobiliario desparejo de madera barata, una estrecha cama bajo un cobertor que ya estaba totalmente descolorido por tantas lavadas, y una televisión de monedas atornillada al suelo. Un cuarto de dólar metido en la ranura de pago me ofreció una hora de sonido siseante y colores de piel amarillentos. Había tres monedas de cuarto en mi bolsillo, de modo que tiré dos por la ventana.
Yací en la cama, dejé que la tele se apagase por sí sola y escuché los sonidos: resonancias de los bajos que salían del tocadiscos del bar del edificio vecino, tan fuertes que parecía como si estuvieran tirando algo contra la pared al ritmo de dos por cuatro, irritadas risas y truncadas charlas callejeras en inglés, español y una docena de idiomas no identificables, risas enlatadas de la televisión de la habitación de al lado, vaciados de la cisterna del retrete, siseos de grifos de lavabo, crujidos de movimientos del edificio, portazos de puertas, bocinas de coches, un grupo de secos estallidos que podían haber sido disparos de arma de fuego o petardeo de un tubo de escape o incluso un par de manos aplaudiendo. Y, como fondo de todo, el zumbido Doppler de la autopista.
Una sinfonía ciudadana. Al cabo de unos momentos de oírla era como si me hubiesen quitado doce años.
La habitación era una sauna. Me quedé dentro de ella durante tres días, subsistiendo a base de pizzas y colas de un lugar que prometía servirlas respectivamente calientes y frías, y que mentía en ambos casos. Y, sobre todo, estuve haciendo lo que había evitado hacer desde hacía tanto tiempo. Lo que había dejado de lado, a base de buscar las inadecuaciones de los demás, lanzando abrigos sobre las manchas de barro. Introspección. Una palabra tan prístina para el rebuscar con una cuchara en las profundidades de la fuente del alma. Con una cuchara de bordes muy afilados y mellados.
Durante tres días pasé por todo ello: ira, lágrimas, una tensión tan visceral que me castañeteaban los dientes y mis músculos amenazaban con entrar en tetania. Una soledad que, de muy buena gana, hubiera anestesiado con dolor.
Al cuarto día me noté desfondado y plácido, y estuve orgulloso de no confundir eso con una curación. Aquella tarde abandoné el motel para acudir a mi cita: una carrera, calle abajo hasta la máquina vendedora de periódicos situada en la acera. El cuarto de dólar que me quedaba cayó por la ranura y la edición vespertina fue mía; me la llevé agarrada muy fuerte bajo el brazo, como si fuera pornografía.
Estaba en la parte de abajo de la página uno, fotografía incluida.
DIMITE CAPITÁN DE LA POLICÍA,
ACUSADO DE ABUSOS SEXUALES
por Maura Bannon,
Periodista de redacción
Un Capitán del Departamento de Policía de Los Ángeles, acusado de tener relaciones sexuales con varias Scouts de la Policía, menores de edad, dimitió hoy, después de que un Tribunal Disciplinario de la Policía recomendase su expulsión del Cuerpo.
Los tres miembros del Tribunal. Disciplinario tomaron la decisión de que Cyril Leon Trapp, de cuarenta y cinco años de edad, fuera apartado de inmediato del servicio y recomendaron la pérdida automática de todos los privilegios, prebendas y pensiones otorgadas al citado Capitán por el D.P.L.A. Amparándose en lo que, tanto el abogado de Trapp como un portavoz del Departamento, calificaron como un acuerdo negociado, Trapp aceptó ser fichado como agresor sexual, declinar cualquier apelación a la decisión del Tribunal, firmar un documento comprometiéndose a nunca más trabajar en el mantenimiento de la Ley, y pagar «una compensación financiera considerable, incluyendo las minutas totales de tratamiento médico y psiquiátrico» a sus víctimas, que se sospecha rondan por la docena. A cambio de esto, no se presentarán cargos criminales contra él, una alternativa que, teóricamente, podría haber incluido acusaciones por violación, uso de narcóticos, abusos sexuales de menores y múltiples cargos de menor cuantía.
Los crímenes habrían tenido lugar durante un período de cinco años, durante los cuales el acusado sirvió como sargento en la División de Hollywood del Departamento, y pudieron haber continuado mientras era teniente de la División de Ramparts y la División del Oeste de Los Ángeles; lugar éste en donde fue ascendido a capitán, el año pasado, tras un repentino ataque al corazón del anterior capitán, Robert L. Rogers.
Mientras estaba en Hollywood, el nombre de Trapp también fue mencionado, en el año 1984, en conexión con el escándalo de los robos cometidos por agentes que, durante sus patrullas, rompían los cristales de las ventanas de la parte trasera de tiendas, poniendo así en funcionamiento las alarmas de robo, para luego informar a la emisora de la policía que ellos se estaban haciendo cargo de la emergencia. A continuación, estos agentes se dedicaban a desvalijar el local, utilizando sus propios coches de patrulla para llevarse el botín, tras lo que archivaban falsos informes de robo. Aunque media docena de agentes fueron considerados sospechosos en este caso, sólo dos de ellos fueron acusados, juzgados y condenados a cumplir penas en la Prisión de Chino. No se presentaron cargos contra Trapp, que en aquel momento fue calificado por la Fiscalía como «un testigo cooperador».
En lo que respecta al actual caso, se acusó a Trapp de atraer a scouts del sexo femenino a su despacho, bajo el engaño de ofrecerles «consejos de carrera», y luego doblegarlas con vino, cerveza, «cócteles preparados en lata» y marihuana, antes de hacerles propuestas sexuales. Acusaciones de haber sido manoseadas habían sido hechas en trece casos; habiendo llegado al coito en sí, supuestamente, al menos, con siete de las muchachas, de edades que iban de los quince a los diecisiete años. Y, aunque el Tribunal Disciplinario se negó a especificar qué le había llevado a investigar a Trapp, una fuente de la Policía informa de que una de las víctimas, que había sufrido problemas emocionales debidos al hecho de haber sido molestada sexualmente por el Capitán, había sido llevada a consejería, y, durante la misma, le habría revelado a su terapeuta lo sucedido. Este terapeuta, por su parte, habría informado a Servicios Sociales, quien a su vez dio parte al D.P.L.A.
Luego, otras varias de las víctimas corroboraron las acusaciones contra el policía. Sin embargo, ninguna de las muchachas se mostró dispuesta a testificar ante un tribunal, llevando al fiscal del Distrito a concluir que era «poco probable», que pudiera lograrse la condena de Trapp, caso de ser llevado ante los tribunales.