Cuando se le sugirió que el arreglo equivalía a una simple palmadita en la cara de una persona que podría haber sido condenada a una considerable pena, el presidente del Tribunal, comandante Walter D. Smith, afirmó que: «El Departamento desea dejar bien claro que no tolerará una conducta sexual reprobable por parte de ningún policía, sin importar lo alto que sea su rango. No obstante, podemos comprender las necesidades emocionales de las víctimas, y no podemos forzar a esas chicas a pasar por el trauma psicológico de tener que testificar. La acción de hoy del Tribunal garantiza que este hombre no volverá a trabajar en el mantenimiento de la Ley, y que perderá cada centavo que se ganó como miembro de la Policía. A mí, me parece que eso ya es un buen castigo».
El abogado de Trapp, Thatcher Friston, rehusó revelar los planes futuros de su cliente, y se limitó a decir que se cree que el capitán caído en desgracia «abandonará el estado, quizá incluso el país, para ponerse a trabajar en la agricultura. El señor Trapp siempre ha estado interesado en la cría de gallinas; quizás ahora tenga la posibilidad de intentar llevar a cabo esa experiencia».
Lo leí una vez más, arranqué la página del diario, y la doblé para hacer un aeroplano de papel. Cuando finalmente logré meter el avión en el retrete, me largué del motel.
Me fui a casa, y me sentí como un nuevo inquilino, y casi como un hombre nuevo. Y estaba sentado en mi escritorio, preparado para abrirme camino por entre los papeles acumulados, cuando sonó una llamada en la puerta delantera.
Abrí. Era Milo, que llevaba colocada su galleta de identificación de la policía colgando de la solapa de un traje marrón que hedía a nube de humo de tabaco de interior de comisaría, y estaba mirándome con mala cara.
– ¿Dónde infiernos has estado?
– Fuera.
– ¿Dónde fuera?
– No quiero hablar de eso, en este momento.
– De todos modos, háblame de ello.
No dije nada.
– ¡Jesús! -exclamó-. Se suponía que tenías que hacer unas llamadas por teléfono; hacer el trabajo sin peligros, ¿recuerdas? Y, en cambio, desapareces. ¿Es que no has aprendido ni una maldita cosa?
– Lo siento, Mamá. -Y luego, cuando vi la expresión de su rostro, añadí-: Hice las cosas sin peligro, Milo. Luego desaparecí. Dejé un mensaje en mi servicio de contestador telefónico.
– Cierto, muy tranquilizador. -Se tapó la nariz con dos dedos-: El doctor Delaware estará ausente un par de días. -Se la destapó-. ¿Y a dónde ha ido, encanto? -Se la volvió a tapar-. No lo dijo.
– Necesitaba irme de aquí -le expliqué-. Estoy bien. Jamás estuve en peligro.
Maldijo, se dio un puñetazo en una palma, trató de usar su altura en su ventaja, alzándose por encima de mí. Regresé a la biblioteca y él me siguió allí, rebuscando profundamente en el bolsillo de su americana y sacando un arrugado trozo de periódico.
Mientras comenzaba a desarrugarlo, le dije:
– Ya lo he visto.
– Seguro que sí. -Se apoyó en mi escritorio-. ¿Cómo, Alex? ¿Cómo joder…?
– Vamos, vamos.
– ¿Cómo, de repente es hora de jugar al escondite?
– No deseo hablar de eso en este momento.
– Adiosito, Cyril -dijo, al techo-. Por primera vez en mi vida, los deseos se hacen realidad… es como si tuviera al jodido genio de la lámpara. El problema es que no sé qué aspecto tiene, ni lo que he de frotar para que aparezca.
– ¿Es que no puedes aceptar la buena fortuna? ¿Recostarte en el sillón y disfrutar?
– Me gusta buscarme yo mismo mi buena fortuna.
– Haz una excepción.
– ¿Podrías hacerlo tú?
– Espero que sí.
– Vamos, Alex, ¿qué está pasando? En un momento estamos hablando de un modo puramente teórico, al siguiente Trapp está hundido hasta el cuello en mierda, y nadie le echa una mano.
– Trapp es sólo una pequeña parte del asunto -le dije-, pero en este momento no deseo pintarte todo el cuadro.
Me miró, se levantó y se fue a la cocina, volviendo con un cartón de leche y un pastelillo ya rancio. Arrancando un pedazo del pastelillo y pasándoselo con leche, me dijo al fin:
– Sólo es una suspensión temporal de la condena, amigo. Pero un día, y pronto, vamos a tener una pequeña charla amistosa.
– No hay nada de lo que charlar, Milo. Es tal cual me dijo en una ocasión un experto: no hay pruebas, nada real.
Me siguió mirando un rato más, antes de que su rostro perdiese la dureza.
– Vale -me dijo-. Ya lo capto. No hay un modo simple de empaquetarlo todo y ponerle una cintita. Es el típico caso de la pillada de cojones con la Justicia: tú querías tener un romance con la señora de los ojos vendados, y descubriste que no podías llegar hasta el final. Pero infiernos, ya te encontraste con este tipo de cosas en tus estudios, así que deberías ser capaz de enfrentarte ahora a ellas.
– Te lo haré saber cuando me convierta en un adulto.
– ¡Que te den por el culo, so Peter Pan! -Y luego-: ¿Cómo te va, Alex? En serio.
– Bien.
– Dentro de lo que cabe.
Asentí con la cabeza.
– Parece como si hubieras estado recapacitando sobre muchas cosas -me dijo.
– Simplemente, afinando el piano… Milo, aprecio el que te preocupes por mí, aprecio todas las cosas que has hecho por mí. Pero en este momento me iría muy bien el estar a solas.
– Ajá, claro -dijo él.
– Nos vemos.
Se fue sin más palabras.
Robin vino a casa al día siguiente, llevando un vestido que no había visto antes.
– No estás contento de verme -me dijo.
– Lo estoy, pero es que me has cogido por sorpresa.
Llevé su maleta a la sala de estar.
– De todos modos pensaba volver por aquí. -Pasó su brazo por dentro del mío-. Te he echado a faltar y la noche pasada sentía verdaderas ganas de hablar contigo, así que te llamé. La operadora del servicio me dijo que te habías marchado sin decirle a nadie a dónde ibas o por cuánto tiempo. Me dijo que sonabas diferente, cansado e irritado… «soltando tacos como un camionero». Así que me sentí preocupada.
– Es tu obra de caridad -le dije, dando un paso atrás.
Me miró como si fuera la primera vez.
– Lo siento -le dije-, pero justo en este momento no voy a ser el hombre que tú deseas.
– Lo he llevado demasiado lejos -dijo ella.
– No. Es simplemente que he tenido que pensar mucho. Eso era algo que hace tiempo que debería haber hecho.
Parpadeó con fuerza, sus ojos se humedecieron, y se apartó de mí.
– ¡Mierda!
– Parte de ello tiene que ver contigo; mucho de ello no. Sé que quieres ocuparte de mí…, sé que eso es importante para ti. Pero en este momento no estoy dispuesto para esto, no lo puedo aceptar en un modo en que vaya a darte lo que tú deseas.
Se derrumbó, quedándose sentada en el sofá.
Me senté frente a ella y le dije:
– No te está hablando la ira; bueno, puede que una parte sí lo sea, pero las cosas no son así de simples. Hay algunas cosas que debo resolver yo solo. Tiempo que debo tomarme.
Parpadeó un poco más, esbozó una sonrisa que se veía tan dolorida, que podría haberle sido cortada en su piel.
– ¿Y quién soy yo para poder quejarme de esto?
– No -le dije-, esto no va de venganzas. No hay nada de que vengarse: en definitiva, me hiciste un favor.
– Me alegra serte de servicio -dijo. Las lágrimas comenzaron a correr, pero las reprimió-. No, no voy a hacer esto… tú te mereces algo mejor. No cometas el crimen si no puedes aceptar el castigo, ¿correcto?