Mi última cita había sido hacía más de dos meses… Una breve y mala aventura con una hermosa rubia de Kansas, interna en neonatología, que me había pedido una cita, mientras nos encontrábamos en la cola de la cafetería del Hospital. También había sido ella quien había sugerido el restaurante, luego pagado su parte de la comida, invitado a sí misma a mi apartamento, espatarrada de inmediato en el sofá, tomando una pastilla de tranquilizante, y puesto de mal humor cuando yo me había negado a tomarme otra. Un momento después, el enfado ya estaba olvidado, y ella estaba en pelota picada, sonriendo y señalándome a su entrepierna.
– Esto es Los Ángeles, amigo. Come coño.
Dos meses.
Y ahora, aquí estaba yo, sentado frente a una recatada belleza que me hacía sentirme un Einstein y se limpiaba la boca, aun a pesar de tenerla limpia. Yo bebía sus vientos. A la luz de las velas colocadas sobre botellas de Chianti de aquella pizzería, todo lo que ella hacía me parecía especiaclass="underline" rechazar la cerveza prefiriendo una Seven Up; reírse como una cría de las desventuras del Coyote en los dibujos animados; enrollar hilos de queso fundido en su dedo, antes de metérselos entre sus perfectos dientes blancos.
Un centelleo de lengua rosada.
Construí un pasado para ella, uno que olía a las sensibilidades propias de una rica familia de blancos protestantes y anglosajones: mansiones de verano, cotillones, bailes de puesta de largo, cacerías de zorros. Docenas de pretendientes…
El científico que había en mí cortó las fantasías en su raíz: eran absolutas conjeturas, memeces. Ella te ha dejado espacios vacíos, y tú los estás llenando con fantasías desquiciadas.
Hice otra intentona por averiguar quién era. Me contestó sin decirme nada, y me puso de nuevo a hablar de mí.
Me rendí a las fáciles sensaciones de autocomplacencia de la propia biografía. Ella lo hacía fáciclass="underline" era una oyente de primera, con su barbilla apoyada en sus nudillos, mirándome con esos enormes ojos azules, dejando bien claro que cada palabra que yo pronunciaba era monumentalmente importante. Jugueteando con mis dedos, riendo mis chistes, moviendo su cabello con golpes de la cabeza, de modo que le diera la luz a sus pendientes.
En ese momento en el tiempo, yo era un don que Dios le había hecho a Sharon Ransom. Y eso me hacía sentir mejor que cualquier otra cosa de la que tuviese recuerdo.
Sin necesidad de todo eso, su sola belleza ya me hubiera hecho picar. Aun en aquel vocinglero local, atestado de lujuriosos cuerpos jóvenes y rostros que le habrían partido el corazón a más de uno, la belleza de ella era como un imán. Me parecía obvio que cada hombre que pasaba se inclinaba y la acariciaba visualmente, mientras que las mujeres la valoraban con feroz agudeza. Ella permanecía ajena a todo ello, centrada en mí.
Me oí abrirme, hablarle de cosas en las que no había pensado desde hacía años.
Cualesquiera problemas con los que ella se hallase, los solucionaría como terapeuta.
Desde el principio la deseé físicamente, con una intensidad que me estremecía. Pero algo en ella, una fragilidad que yo apreciaba o imaginaba, me hacía contenerme.
Durante media docena de citas todo siguió casto y puro: manitas y besitos de despedida, un inspirar profundamente aquel ligero y fresco perfume. Y yo volvía a casa empalmado, pero extrañamente contento, subsistiendo de recuerdos.
Mientras nos dirigíamos hacía su dormitorio, tras la séptima velada juntos, ella me dijo:
– No me dejes aún, Alex. Gira esa esquina.
Me dirigió a una oscura calle lateral, llena de sombras, adyacente a uno de los campos de deportes. Se inclinó, apagó el motor, se quitó los zapatos, y pasó, por encima el respaldo del asiento, a la parte trasera del Rambler.
– Ven -me dijo.
La seguí atrás, alegrándome de haber limpiado el coche. Me senté junto a ella, la tomé en mis brazos, la besé en los labios, los ojos, el dulce punto bajo su cuello. Ella se estremeció, tuvo un respingo. Toqué su pecho y noté tamborilear a su corazón. Nos besamos más veces, con mayor profundidad, más largamente. Le puse la mano en la rodilla. Ella se estremeció y me lanzó una mirada que me pareció de temor. Alcé la mano y ella la volvió a colocar, entre sus rodillas, apretándola en un suave y cálido cepo. Luego abrió las piernas y yo me lancé a explorar, recorriendo las columnas de blanco mármol. Ella estaba abierta de piernas, había echado la cabeza hacia atrás tenía los ojos cerrados, estaba respirando por la boca. No llevaba ropa interior. Le subí las faldas y vi un generoso triángulo, tan suave y negro como la piel de la marta cibelina.
– ¡Oh, Dios! -dije, y comencé a darle placer.
Ella me mantuvo alejado con una mano y asió la cremallera de mi bragueta con la otra. En un segundo estuve libre y apuntando a lo alto.
– Ven a mí -dijo.
La obedecí.
7
Con Milo fuera de la ciudad, mi único otro contacto policial era con Delano Hardy, un atildado detective negro, que a veces trabajaba con Milo. Hacía algunos años, Delano me había salvado la vida. Yo le había comprado una guitarra: una Fender Stratocaster clásica, que Robin había restaurado. Estaba claro quién estaba en deuda con quién, pero de todos modos le llamé.
El recepcionista de la Comisaría del Oeste de L.A. me dijo que el detective Hardy no volvería hasta la mañana siguiente. Me pregunté si llamarlo a casa, pero sabía que era un hombre muy de familia, siempre tratando de arañar un poco de tiempo que dedicar a sus hijos, así que le dejé un mensaje para que me llamase.
Entonces pensé en alguien al que no le molestaría que lo llamase a casa. Ned Biondi era uno de esos periodistas que vivía para las historias que publicaba. Cuando yo lo había conocido, era un reportero de local, pero había ido progresando hasta llegar al cargo ejecutivo de subdirector, aunque aún conseguía meter un artículo en el periódico, de vez en cuando.
Ned estaba en deuda conmigo. Yo había ayudado a revertir el descenso de su hija hasta casi la muerte por anorexia. Le había costado un año y medio el pagarme, luego había añadido a su deuda personal el haberse aprovechado de un par de noticiones que yo había dejado caer en su regazo.
Justo después de las nueve de la noche lo encontré en su casa de Woodland Hills.
– Iba a llamarte, Doc.
– ¿Sí?
– Sí, acabo de regresar de Boston. Anne-Marie te envía su cariño.
– ¿Qué tal le va?
– Aún sigue más delgada de lo que nos gustaría, pero por lo demás está de maravilla. Este otoño ha empezado sus estudios de asistenta social, tiene un trabajo a tiempo parcial, y se ha encontrado un nuevo noviete para sustituir al bastardo que la dejó tirada.
– Dale recuerdos míos.
– Lo haré. ¿Qué pasa?
– Quería preguntarte algo sobre un artículo que hay en la última edición de hoy. El suicidio de una psicóloga, en la página…
– Veinte. ¿Qué pasa con eso?
– Yo conocía a esa mujer, Ned.
– ¡Oh, vaya! Mala suerte.
– ¿Hay algo más que lo que habéis publicado?
– No hay razón para que lo haya. No era exactamente lo que se dice un notición. De hecho, creo que nos llegó por teléfono, de Relaciones Públicas de la policía; nadie fue al lugar de los hechos. ¿Hay algo que tú sepas y yo debiese saber?
– Nada en absoluto. ¿Quién es Maura Bannon?
– Es una cría…, una estudiante en prácticas. De hecho, es amiga de Anne-Marie. Está haciendo un semestre de trabajo de prácticas de sus estudios: un poco aquí, un poco allí. Ella fue la que se empeñó en que se publicase esa nota. Es aún una nena inocente, y pensó que eso de que una comeco… psicóloga se suicidase era una noticia interesante. Aquellos de nosotros que estamos más familiarizados con el mundo real nos sentimos menos emocionados, pero le dejamos meterlo en el ordenador, para que se callase… y al final resulta que lo usan en la Sección Primera como relleno. La chavala está que no cabe en sus zapatos. ¿Quieres que te llame?