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Dimos una vuelta por la cocina y caminamos por el corto pasillo que llevaba a las alcobas. La primera puerta estaba cerrada. La pasó de largo. Yo la abrí y entré.

– ¡Oh, sí! -dijo-. Éste es el dormitorio principal.

El olor a detergente/desinfectante era más fuerte aquí, mezclado con otros olores industriales: el amoníaco de un limpiador de cristales, el picor de los componentes de un insecticida, el inconfundible olor de la lejía. Un cóctel tóxico. Habían quitado las cortinas: sólo quedaba una maraña de cuerdas y poleas. Y todo el mobiliario había desaparecido. Habían arrancado la moqueta, dejando al descubierto un suelo de maderos afeados por los clavos de la moqueta. Las dos altas ventanas revelaban un paisaje de copas de árboles y tendido eléctrico. Pero ni había brisa, ni disolución del baño químico.

Ni dibujos de manzanas.

Oí un zumbido. Ella también lo oyó. Ambos buscamos la fuente del mismo, y la hallamos de inmediato.

Una masa de tábanos, volando en círculos en el centro de la habitación, una nube animada, con sus bordes moviéndose amébicamente.

Señalando el punto exacto.

A pesar de los esfuerzos por limpiar el aura de la muerte, los insectos sabían… habían detectado, con sus primitivos pequeños cerebros de tábano, lo que había pasado exactamente en aquella habitación. En aquel punto.

Recordé algo que Milo me había dicho: Las mujeres matan en la cocina y mueren en la alcoba.

Mickey Mehrabian vio la expresión de mi rostro y la confundió con remilgos.

– Es lo que pasa por tener las ventanas abiertas en este tiempo del año -dijo-. No es un problema del que haya que preocuparse. ¿Sabe?, quien vende es muy abierto a los tratos, tremendamente flexible. Estoy segura de que no tendrá problema alguno para incluir cualquier reparación o ajuste que haya que hacer como contingencias en el contrato de compra, doctor.

– ¿Y por qué vende ese buen señor?

Volvió a aparecer la amplia sonrisa.

– No es un señor… en realidad es una empresa. Una gran empresa. Tiene montañas de propiedades, y las va renovando regularmente.

– ¿Especulación?

La sonrisa se congeló.

– Ésa es una fea palabra, doctor. Inversión.

– ¿Quién vive aquí ahora?

– Nadie. El inquilino se trasladó recientemente.

– Y se llevó la cama.

– Sí. Sólo le pertenecía el mobiliario de la alcoba… creo que era una mujer -bajó la voz a un susurro conspirativo-. Ya sabe cómo es la gente de L.A., siempre yendo y viniendo. Vamos a ver los otros dormitorios.

Salimos de la habitación de la muerte.

– ¿Vive usted solo, doctor Delaware?

Tuve que pensar antes de contestarle:

– Sí.

– Entonces, puede usar una de las alcobas como estudio. O incluso para visitar a sus pacientes.

Pacientes. Según el diario, Sharon había visitado aquí a sus pacientes.

Me pregunté qué estaría pasando con los pacientes que ella trataba. El impacto que su muerte estaría teniendo en ellos.

Luego me di cuenta de que había alguien más en su vida. Alguien en quien el impacto sería tremendo.

Mi mente aceleró. Quise salir de allí.

Pero dejé que Mickey me diera una vuelta por todo aquello, dejé que su charla continuase un tiempo, antes de consultar mi reloj y decir:

– ¡Uff! Voy a tener que irme.

– ¿Cree usted que nos va a hacer una oferta de compra, doctor?

– Necesito tiempo para pensármelo. Gracias por habérmela enseñado.

– Si lo que busca es un lugar con vistas, tengo otras propiedades que podría visitar.

Di unos golpecitos en mi reloj.

– Me encantaría, pero ahora no puedo.

– ¿Por qué no concertamos una cita para otro día?

– No tengo tiempo ni para eso -le corté-. La llamaré cuando esté libre.

– Estupendo -me contestó fríamente.

Salimos de la casa y ella cerró con llave. Caminamos en silencio hacia nuestros respectivos Cadillac. Antes de que ella pudiera abrir la puerta de su Fleetwood, una sospecha de movimiento llamó nuestra atención. El crujido del follaje… ¿animales que tenían allá su madriguera?

Un hombre salió a la carrera de entre el verde y comenzó a escapar tan deprisa como podía.

– ¡Oiga usted! -gritó Mickey, luchando por mantenerse en calma, con todas sus fantasías acerca de locos criminales adquiriendo de repente vida.

El que corría miró hacia atrás, nos divisó, tropezó, cayó y se volvió a poner en pie.

Joven. Con el cabello alborotado. Los ojos desorbitados. La boca abierta como en un alarido silencioso. Aterrado o loco, o ambas cosas.

Pacientes…

– ¡Esa puerta! -exclamó Mickey-. Habrá que arreglarla. Mejor seguridad…, no hay problema.

Yo estaba mirando al que corría, y le grité:

– ¡Espere!

– ¿Qué sucede? ¿Lo conoce?

El fugitivo volvió a acelerar y desapareció por la curva del sendero. Escuché ponerse en marcha un motor, y a mi vez eché a correr, hacia la parte baja del sendero. Llegué allí justo cuando una vieja camioneta se ponía en marcha. Rascando el embrague, haciendo eses, yendo demasiado deprisa, sin demasiado control. Tenía algunas letras pintadas en blanco en la puerta, pero no podía leerlas.

Corrí de vuelta a mi coche, me metí en él.

– ¿Quién es? -insistió Mickey-. ¿Lo conoce?

– Aún no.

9

Conseguí alcanzarle, le hice señales con las luces largas y le toqué la bocina. Me ignoró, y ocupó toda la ruta, serpenteando y acelerando. Luego hubo más rascadas de embrague, cuando trató de cambiar de marcha. La camioneta quedó en punto muerto, se fue frenando mientras el motor se aceleraba al darle gas sin desembragar. De repente, pisó el freno y se detuvo del todo. Yo me quedé atrás y lo pude ver a través del cristal trasero de la cabina, luchando, trasteando, frenético.

La camioneta se caló. La puso en marcha y se caló de nuevo. Comenzó a caminar en punto muerto, adquiriendo algo de velocidad al ir cuesta abajo, luego frenando, patinando, reduciendo la marcha al mínimo.

En el terreno baldío cerrado por una cadena soltó el volante y alzó las manos. La camioneta patinó, giró sobre sí misma, se dirigió directamente hacia la cadena que hacía de verja.

La golpeó, pero sin fuerza…, ni siquiera se abolló el parachoques. Me coloqué detrás suyo. Los neumáticos giraron locos por un momento, luego el motor murió.

Antes de que yo tuviera oportunidad de salir del coche, él ya estaba fuera de su camioneta, tambaleándose, con los brazos colgando como los de un gorila, una botella en una mano. Cerré el coche. Él estaba justo a mi lado, dando patadas a los neumáticos del Seville, apretando la puerta con ambas manos. La botella estaba vacía. Vinacho. La alzó, como para estrellarla contra mi ventana, se le escapó de las manos y le cayó al suelo; intentó seguirla en su descenso, lo dejó correr y me miró. Sus ojos estaban hinchados, acuosos, circundados de escarlata.

– Voy… a matarte… jodío tío -hablar pastoso. Gestos teatrales-… ¿coño… me sigues…?

Cerró los ojos, se tambaleó, cayó hacia adelante y se golpeó la frente con el techo del coche.

El comportamiento de quien tiene el cerebro dañado por ser un borrachín de toda la vida. Pero su vida no había sido tan larga… ¿qué debía de tener, veintidós o veintitrés?

Le dio una patada al coche, agarró la manija de la puerta, se le escapó y trastabilló. Era poco más que un crío. Con una cara de bebé bulldog. Bajo: metro sesenta, metro sesenta y cinco, pero de aspecto fortachón, con hombros caídos y brazos robustos, bronceados por el sol. Cabello rojo, hasta los hombros, descuidado, sin peinar. Un bigotillo fino y una barba del color de la pelusa. Pecas en la frente y mejillas. Vestía una camiseta de manga corta manchada de sudor y pantalones con las perneras acortadas, calzaba zapatillas de tenis sin calcetines.