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En otro tiempo ella había estado casada con la modestia, pero ya se había divorciado…

– ¡Estás dentro de mí, oh Dios! -Se dio pellizcos en los pezones, se tocó ella misma, se aseguró de que yo la estuviera mirando.

Me cabalgó, me la retiró, me la tomó en su mano, se la frotó por la cara, me la colocó entre sus pechos, me la acarició con la suave maraña de sus cabellos. Luego se metió debajo mío, tiró de ella con fuerza y me lamió el ano.

Un momento más tarde estábamos unidos, de pie, con la espalda de ella contra la pared. Luego, me colocó cerca del pie de la cama y se sentó encima mío, mirando por encima de mi hombro al espejo que había en su tocador. No satisfecha con esto, me apartó de un empujón y me llevó a tirones al baño. De inmediato me di cuenta del motivo: los altos armarios con espejos en dos costados, espejos que podían ser movidos y colocados en posición, para disfrutar de vistas laterales, de vistas traseras. Después de preparar su escenario, se sentó en la fría repisa de mosaico, temblorosa y con la piel de gallina, me volvió a meter dentro suyo, y comenzó a correr la vista de un lado a otro.

Acabamos en el suelo del baño, ella acurrucada encima mío, tocándose, trazando un sendero vaginal arriba y abajo de mi pecho, luego volviéndose a empalar.

Cuando yo cerré mis ojos, ella gritó:

– ¡No! -y los abrió con sus dedos. Finalmente se perdió en el placer, abrió la boca mucho, y gimió y gruñó. Sollozó y se tapó el rostro.

Y se corrió.

Yo estallé un momento más tarde. Ella se liberó, me lamió con fuerza y siguió moviéndose, golpeándose con fuerza contra las baldosas, usándome egoístamente, llegando por segunda vez al clímax.

Volvimos tambaleantes a la alcoba y nos quedamos dormidos uno en los brazos del otro, con las luces aún encendidas. Dormí y me desperté sintiéndome como drogado.

Ella no estaba en la cama. La encontré en la sala de estar con el cabello recogido con pinzas, vestida con unos apretados tejanos y una camiseta de tirantes… otro nuevo aspecto. Sentada en una tumbona, bebiendo otro daiquiri de fresas y leyendo una revista técnica, sin darse cuenta de mi presencia.

La contemplé meter un dedo en la bebida, sacarlo cubierto de espuma rosa y lamérselo.

– Hola -dije, sonriendo y estirándome.

Ella me miró. Su expresión era extraña: plana, aburrida. Luego se calentó y se tornó fea. Despectiva.

– ¿Sharon?

Dejó la copa sobre la moqueta y se levantó.

– De acuerdo -me dijo-. Ya has conseguido lo que deseabas, so canallesco cipote. Ahora, date el piro de aquí, coño. ¡Lárgate de una jodida vez de mi vida… lárgate!

Me vestí apresurado, descuidadamente, sintiéndome tan poco valioso como una roña. Pasé corriendo junto a ella, salí de la casa y me metí en el Rambler. Con manos temblorosas puse en marcha el coche y me abalancé Jalmia abajo.

Sólo cuando estuve en Hollywood Boulevard me tomé algo de tiempo para respirar.

Pero el respirar me hacía daño, como si me hubieran envenenado. De repente deseé destruirla. Chupar su toxina y escupirla fuera de mi cuerpo.

Aullé.

Con la cabeza llena de pensamientos asesinos, pasé a toda velocidad por calles oscuras, tan peligroso como un conductor borracho.

Entré en Sunset, pasé clubs nocturnos y discotecas, rostros sonrientes que parecían burlarse de mi desgracia. Para cuando llegué a Doheny, mi rabia había pasado a ser una tristeza que me mordisqueaba. Y asco.

Ya se había acabado…, no más jodiendas mentales.

Ya se había acabado.

El recordarlo me había bañado en un sudor frío.

Sesiones de seguimiento.

Ella también había tenido su seguimiento. Con pastillas y una pistola.

15

El jueves por la mañana llamé a la oficina de Paul Kruse en la universidad, sin realmente saber muy bien lo que le iba a decir. Estaba fuera, y la secretaria del departamento no tenía ni idea de cuándo iba a regresar. Busqué el número de su consultorio en el listín. Tenía dos lugares de trabajo: el de Sunset, y el que había alquilado para Sharon. No hubo respuesta en ninguno de los dos. La misma vieja canción… y yo me había hecho un virtuoso de tanto ejecutarla. Pensé en volver a llamar a las compañías aéreas, pero no me hacía ninguna gracia seguir sufriendo al teléfono. Al fin mis pensamientos fueron interrumpidos por un golpe a la puerta: un mensajero que llegaba con un talón de Trenton, Worthy y La Rosa y dos grandes paquetes, envueltos como para regalo, también de la firma de abogados.

Le di una propina y, cuando se hubo marchado, abrí los paquetes: uno contenía una caja de Chivas Regal, el otro una caja de Moët y Chandon.

Una propina para mí. Y, mientras me preguntaba por qué sería, sonó el teléfono.

– ¿Llegó ya? -me preguntó Mal.

– Hace un minuto.

– O-yee… ¿No es eso calcular bien? No te lo bebas todo de golpe.

– ¿Y a qué viene ese regalo, Mal?

– El motivo es que hemos logrado un acuerdo con una cantidad que alcanza las siete cifras. Todo ese talento legal se ha reunido y han decidido dividirse la cantidad a pagar entre ellos.

– ¿Moretti también?

– Especialmente Moretti. La compañía de seguros está poniendo la parte más grande. Llamó un par de horas después de tu intervención, Alex, ni siquiera jugó a hacerse el difícil. Y cuando él se derrumbó, los demás fueron cayendo como fichas de dominó. A Denise y al pequeño Darren les acaba de tocar la lotería, doctor.

– Me alegro por ellos. Trata de conseguir que los dos se busquen algo de ayuda médica.

– El ser ricos les va a ayudar; pero seguro, la presionaré. Por cierto, después de que llegamos a una cifra, Moretti me pidió tu número de teléfono. Estaba muy impresionado.

– Me siento halagado.

– Se lo di.

– Pierde el tiempo.

– Eso es lo que yo pensé, pero no era a mí a quien le tocaba decirle que se fuese a tomar por el culo. Hazlo tú mismo. Me imagino que lo disfrutarás.

A la una en punto fui a hacer otro intento de comprar vituallas. En la sección de verduras, mi carrito colisionó con el empujado por una mujer alta, de cabello castaño.

– Uf, lo siento -desenganché, me puse a un lado y fui hasta donde los tomates.

– No, la culpa es mía -me dijo, animosamente-. Esto se pone a veces como la autopista, ¿no?

El supermercado estaba casi vacío, pero le dije:

– Ya lo creo.

Me sonrió con unos dientes muy blancos y muy regulares y la miré mejor. A finales de los treinta o en el bien conservado principio de los cuarenta, con una espesa mata de cabello que rodeaba un rostro redondo, hermoso. Nariz respingona y pecas, ojos del color del mar encrespado. Llevaba unos pantalones muy cortos, de tela tejana, que promocionaban unas largas y morenas piernas de corredora, y una camiseta de manga corta color lavanda que hacía lo mismo por unos altos y agudos pechos. Alrededor de un tobillo se veía una cadenita de oro. Sus uñas eran largas y plateadas, las de los dedos índices llevaban incrustadas unas esquirlas de diamante.

– ¿Qué es lo que opina de esto? -me dijo, pasándome un melón cantalupo-. ¿Demasiado duro para estar maduro?

– No, no lo creo.

– Justo en su punto, ¿no es así? -Una amplia sonrisa, una pierna inclinada y descansando sobre la otra. Se estiró y la camiseta subió, mostrando un estómago plano y bronceado.

Giré el melón en mis palmas y le di un par de golpecitos con los nudillos.

– Justo en su punto. -Cuando se lo devolví, nuestros dedos se tocaron.

– Soy Julie.

– Alex.

– Te he visto antes por aquí, Alex. Compras montones de verduras chinas, ¿no?

Un palo de ciego y un fallo… pero, ¿por qué hacerla sentirse mal?

– Ya lo creo.