– ¿Cómo? ¿Ahora a las ciruelas y los cereales hinchados con leche se les llama algo? Espera un segundo y estaré contigo.
Cuando volvió a ponerse al aparato dijo:
– Ya está, ya le he preparado su comida.
– ¿Cómo está Al?
– Sigue siendo el alma de la fiesta.
Su esposo, un gran maestro y antiguo columnista especializado en ajedrez del Times, era un hombre de cabello y barba canos, que tenía el aspecto de un profeta del Antiguo Testamento y del que se sabía que podía pasarse días enteros sin hablar.
– Lo sigo teniendo en casa por el ardiente sexo que me da -añadió-. Y, dime, ¿cómo estás tú, hermoso?
– Muy bien, Olivia. ¿Y qué me dices de ti? ¿Aún sigues disfrutando de un trabajo en el sector privado?
– En realidad, en este momento me siento bastante abandonada por el sector privado. ¿Te acuerdas cómo me metí en este grupo de privilegiados? ¿Que el chico de mi hermana Steve, el psiquiatra, queriendo rescatarme del infierno del funcionariado me montó este trabajo como coordinadora de subsidios? Bueno, durante un tiempo estuvo bien, nada demasiado estimulante, pero la paga era buena, no había borrachines vomitando sobre mi escritorio, y a la hora de la comida podía bajar caminando a la playa. Entonces, de repente, Stevie acepta un empleo en no sé qué hospital en donde curan a los drogadictos, allá en Utah. Y es que resulta que se aficionó al esquí, ahora es como una religión para él. «Me va la nieve cantidá, tía», así de mal habla el señor médico. Educado en Yale… El caso es que el tipo que lo ha sustituido es un auténtico cabrón, muy frío, que piensa que las asistentas sociales están a un peldaño por debajo de las secretarías. Ya estamos teniendo fricciones. Así que, si te enteras de que me he retirado definitivamente, no te sorprendas. Y basta ya de hablar de mí. ¿Qué tal te van a ti las cosas?
– Bien.
– ¿Qué tal está Robin?
– Muy bien -le dije-. Muy ocupada.
– Aún espero una invitación, Alex.
– Un día de éstos.
– Conque un día de éstos, ¿eh? Tú asegúrate de echar el nudo, mientras yo aún esté funcionando y pueda disfrutarlo. ¿Quieres oír un chiste cruel? ¿Qué es lo que tiene de bueno la enfermedad de Alzheimer?
– ¿Qué es?
– Que cada día tienes que conocer gente nueva. ¿No es cruel? El cabrón me lo ha contado. ¿Crees que lo habrá hecho con doble intención?
– Probablemente.
– Eso era lo que me imaginaba. ¡El muy hijo de puta…!
– Olivia, necesito que me hagas un favor.
– Y yo que pensaba que ibas tras de mi cuerpo…
Pensé en el cuerpo de Olivia, que se parecía al de Hitchcock, y no pude evitar el sonreír.
– Eso también -le dije.
– ¡Pura boquilla! ¿Qué es lo que necesitas, guapetón?
– ¿Aún tienes acceso al archivo de Medi-Cal?
– ¿Bromeas? Tenemos Medi-Cal, Medicare, Short-Doyle, Workman's Comp, CCS, AFDC, FDI, ATD… todos los archivos que puedas imaginarte, esto es una sopa de letras. Esta gente no se andan con chiquitas a la hora de hacer facturas: saben cómo sacarle hasta el último dólar a una petición legal. El cabrón volvió a la Universidad tras su período como médico residente, y sacó un Master en leyes.
– Estoy tratando de localizar a una antigua paciente: estaba impedida, necesitaba ayuda crónica, y estaba hospitalizada en una pequeña clínica de rehabilitación, en Glendale…, en el South Brand. El lugar ya no existe, y no puedo recordar su nombre. ¿Te suena alguna campanilla?
– ¿En Brand Boulevard? No. Hay montones de sitios que ya no existen. Las grandes empresas se lo están comiendo todo… Estos mismos chicos listos se han vendido a uno de los gigantes, de Minneapolis. Bueno, si ella está totalmente impedida, debería estar en la ATD, si sólo era parcial y trabajaba, podría ser en el FDI.
– La ATD -dije-. ¿Podría estar también en la Medi-Cal?
– Seguro. ¿Cuál es el nombre de esa persona?
– Shirlee Ransom, con dos es. Treinta y cuatro años de edad, nacida en mayo, el quince de mayo de 1953.
– ¿Diagnosis?
– Tenía múltiples problemas. Los principales probablemente fuesen neurológicos.
– ¿Probablemente? ¡Pensaba que era paciente tuya!
Dudé.
– Es un asunto complicado, Olivia.
– Ya veo. No estarás metiéndote otra vez en problemas, ¿verdad?
– Nada de eso, Olivia. Sólo sucede que en este tema hay compromisos de mantener la confidencialidad. Lamento no poder explicarte más. Así que si te es mucha molestia…
– Deja de ser tan buen chico. Al fin y al cabo, no me estás pidiendo que haga nada ilegal… ¿no?
– No.
– De acuerdo, en lo que se refiere a hacerme con los datos, nuestro acceso directo se limita a los pacientes tratados en California. Si tu señorita Ransom sigue siendo tratada en algún lugar de este estado, yo podré obtenerte los datos de inmediato. Si salió del estado, tendré que contactar al archivo central, en Minnesota, y esto llevará tiempo, quizás incluso una semana. En cualquier caso, si está recibiendo dinero del Gobierno, te conseguiré una dirección.
– ¿Así de fácil?
– Seguro, todo está en los ordenadores. Todos estamos en la lista de alguien. Incluso algún cabrón con un ordenador gigante tiene archivado lo que tú y yo hemos tomado para desayunar, cariño.
– La intimidad, el más caro de los lujos.
– Ya lo puedes decir -asintió ella-. Si supieras cómo empaquetarla y la pusieras en el mercado, te ibas a ganar un billón de dólares.
16
El viernes por la mañana reservé una plaza en un vuelo del sábado para San Luis, en la Sky West. A las nueve de la mañana me llamó Larry Daschoff, para decirme que había localizado una copia de la película porno.
– Me equivocaba. La hizo el mismo Kruse; debió de ser por algún tipo de compulsión privada. Si aún quieres verla, tengo una hora y media entre pacientes -me dijo-. Del mediodía a la una treinta. Reúnete conmigo en este lugar, y tendremos una sesión de cine matinal.
Me recitó una dirección de Beverly Hills. Era la hora de desenterrar a los antiguos cadáveres. Me sentía inquieto, sucio.
– ¿D?
– Nos veremos allí.
La dirección era en North Crescent Drive, en los Beverly Hills Flats…, la pradera de lujo que se extendía desde el Santa Mónica Boulevard hasta Sunset, y desde el oeste de Doheny al Beverly Hilton Hotel. Las casas que hay en los Flats van desde casitas de dos dormitorios, que no destacarían en un barrio de viviendas para obreros, hasta mansiones lo bastante grandes como para dar cabida al ego de un político. Y las casitas las venden a millón y medio.
Lo que en otro tiempo fue un tranquilo barrio acomodado para doctores, dentistas y gentes del mundo del espectáculo, se ha convertido ahora en un almacén de los nuevos, muy nuevos ricos; de un dinero ostentoso, llegado del extranjero y de cuestionable origen. Y todo ese dinero ha traído consigo una manía por construir monumentos, que no es moderada ni por la tradición ni por el buen gusto, de modo que, cuando entré en coche por Crescent, me pareció que la mitad de los edificios estaban en diversos estadios de construcción. Y los productos finales hubieran enorgullecido a una Disneylandia: un castillo almenado de piedras grises, sin foso, pero con pista de tenis; una mini-mezquita de estilo pseudoárabe; un pastel de trufa, mezcla de estilo italiano y holandés; una casa encantada surgida de un comic de terror; una fantasía postmoderna de forma libre…
La ranchera de Larry estaba aparcada frente a una pseudocasa de pueblo pseudofrancés, estilo pseudorregencia, color verde guisante, con detalles de hotel de la cadena Ramada Inn: paredes estucadas con pintas fluorescentes, múltiples buhardillas, marquesinas a rayas blancas y verdes, ventanas con persianas, adornos color oliva. El césped estaba formado por dos cuadrados de hiedra, partidos por un sendero de cemento. De la hiedra surgían estatuas de yeso blanco: querubines desnudos, la ciega Justicia en agonía, una copia de la Pietà, una carpa saltando. En el aparcamiento había una flotilla de coches: un Thunderbird rosa vivo del 57, dos Rolls-Royce Silver Shadow, uno en plata otro en oro, y un Lincoln Town Car marrón con un techo en vinilo rojo y el logotipo de un famoso diseñador en uno de sus cristales ahumados.