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La pareja se levantó y vino hacia nosotros. A tres metros de distancia, sus rostros adquirieron claridad, como los de unos actores de película, tras un fundido.

El hombre era más viejo de lo que me había esperado… los setenta, o muy cerca de ellos; bajo y robusto, con un espeso y lacio cabello blanco, que llevaba peinado hacia atrás, y un rostro relleno, a lo Xavier Cugat. Llevaba gafas de montura negra, una camisa blanca tipo guayabera sobre pantalones marrones, y unas zapatillas de piel color café.

Incluso sin zapatos, la mujer era quince centímetros más alta. A finales de la cincuentena, delgada y de facciones finas, con una elegancia natural, cabello rojo cortado a lo caniche y con un rizado que parecía propio, y ese tipo de piel blanca, pecosa, en la que en seguida se notan las marcas. Su vestido era de seda tailandesa, color lima, con un dragón impreso y cuello mandarín. Llevaba joyas de jade color manzana, medias negras de encaje y zapatillas de ballet negras.

– Gracias por recibirnos -dijo Larry.

– El placer es nuestro, Larry -dijo el hombre-. Ha pasado mucho tiempo. Pero perdóneme, ahora es doctor Daschoff, ¿no?

– Doctor en Psico… -dijo Larry, con tono algo despectivo.

– No, no -dijo el hombre, regañando con un dedo-. Se ganó usted ese título…, muéstrese orgulloso del mismo.

Estrechó la mano de Larry.

– Rondan muchos terapeutas por L. A. -añadió-. ¿A usted le van bien las cosas?

– ¡Oh, Gordie, no seas tan entrometido! -dijo la mujer.

– Me va muy bien, Gordon -le contestó Larry. Y, volviéndose hacia ella-. Hola, Chantal. Hacía mucho tiempo…

Ella hizo una inclinación y tendió su mano:

– Lawrence.

– Éste es el doctor Alex Delaware, un viejo amigo y colega. Alex: Chantal y Gordon Fontaine.

– Alex -dijo Chantal, volviendo a saludar con su inclinación-. Estoy encantada.

Tomó mi mano entre las suyas. Su piel era cálida, suave y húmeda. Tenía unos grandes ojos castaños y una línea de mandíbula que parecía como cincelada. Su maquillaje era una gruesa capa, casi una mascarilla, pero no podía ocultar las arrugas. Y había dolor en sus ojos: en otro tiempo había sido una señora fenomenal, y aún estaba tratando de acostumbrarse a pensar en sí misma en el tiempo pasado del verbo.

– Encantado de conocerla, Chantal.

Apretó mi mano y la soltó. Su marido me miró de arriba abajo y me dijo:

– Doctor, tiene usted una cara fotogénica… ¿no ha actuado nunca?

– No.

– Sólo se lo pregunto porque parece que, en L. A., todo el mundo ha hecho de actor, en un momento u otro. -Y luego, hablando con su esposa-: Diría que es de tu tipo, ¿no te parece?

Chantal le dedicó una fría sonrisa.

Y Gordon me explicó:

– Tiene debilidad por los hombres de cabello rizado. -Pasándose una mano por sobre su propia cabellera lacia, la alzó y mostró un cráneo pelado-. Tal como era el mío, ¿no, cariño?

Se volvió a colocar la peluca y la ajustó con unas palmaditas.

– Así que Larry le habló de nuestra pequeña colección, ¿no?

– Sólo de un modo genérico.

Asintió con la cabeza.

– ¿Sabe usted eso que dicen acerca de que la adquisición del arte ya es un arte en sí misma? Pues eso es una pura memez; aunque se necesita una cierta determinación y… presencia de ánimo para adquirir obras de un modo significativo, nosotros hemos trabajado como esclavos para tratar de lograr eso. -Abrió los brazos, como bendiciendo la habitación-. Lo que ve aquí ha costado de reunir dos décadas y no-le-diré-cuántos-dólares.

Me sabía mi papeclass="underline"

– Me encantaría que me lo mostraran.

La siguiente media hora fue empleada en dar una vuelta comentada a la habitación negra.

Allá estaban representados todos y cada uno de los géneros de la pornografía, en asombrosa cantidad y variedad, y estaban catalogados y etiquetados con una precisión digna del Instituto Smithsoniano. Gordon Fontaine correteaba de un lado a otro, guiándome con fervor, usando un módulo portátil de control remoto para encender y apagar las luces, para abrir y cerrar los armarios. Su mujer permanecía en segundo plano, insinuándose entre Larry y yo, sonriendo muchísimo.

– Observen. -Gordon descorrió un cajón para grabados y desató los nudos de varios portafolios de litografías eróticas, reconocibles sin necesidad de leer las firmas de las mismas: Dalí, Beardsley, Grosz, Picasso.

Pasamos a una vitrina cerrada con cristales y protegida por una alarma que albergaba un viejo manuscrito en inglés, escrito en pergamino e iluminado con dibujitos de campesinos copulando y animales de granja en celo.

– Pre-Guttenberg -nos informó Gordon-. Apócrifos chaucerianos. Chaucer fue un escritor muy preocupado por el sexo. Claro que esto nunca te lo cuentan en la clase de Literatura en la escuela.

Otros cajones estaban llenos con dibujos eróticos, que iban desde la Italia renacentista hasta el Japón: acuarelas de cortesanas ataviadas con kimonos y entrelazadas con estoicos hombres muy acrobáticos y dotados de un tremendo equipo sexual.

– Sobrecompensación -dijo Chantal. Me tocó el brazo.

Nos mostraron armarios expositores llenos de talismanes de la fertilidad, estatuillas eróticas, parafernalia, ropa interior antigua. Al cabo de un rato comenzó a nublárseme la vista.

– Esto lo usaban las chicas de Brenda Allen -me dijo Gordon, señalando a un conjunto de ropa interior de seda amarilleante-. Y eso rojo viene de un burdel de Nueva Orleans, en donde tocaba el piano Scott Joplin.

Acarició el cristal.

– Si pudiesen hablar… ¿eh?

– También tenemos otra ropa interior que es comestible -nos dijo Chantal-. Está ahí, en esa vitrina refrigerada.

Pasamos junto a más artilugios sexuales, colecciones de bromas de sociedad obscenas y artículos de regalo porno, discos de canciones soeces y lo que Gordon proclamó que era «la mejor colección del mundo de consoladores. Seiscientas cincuenta y tres piezas, caballeros, procedentes de todo el mundo. En todos los materiales imaginables, desde la madera de sándalo hasta el diente de morsa».

Una mano acarició mi trasero. Me giré un cuarto y vi a Chantal sonreír.

– Nuestra bibliothèque -dijo Gordon, señalando una pared de estantes atiborrados de libros.

Tratados de tamaño gigante, encuadernados en piel y con el borde de las páginas dorado; libros actuales, tanto de bolsillo como en edición de lujo, miles de revistas, muchas de ellas aún envueltas en plástico y cerradas, con portadas que no dejaban nada a la imaginación: hombres con erecciones inmensas, mujeres de ojos desorbitados, bañadas en semen. Títulos como Azafatas doblemente jodidas, o Artes y Orificios.

Los Fontaine parecían conocer personalmente a muchos de los modelos y hablaban de ellos con una preocupación casi de padres. («Ése es Johnny Strong… se retiró hace un par de años y ahora está vendiendo seguros allá en Tiburón.» «Mira, Gordie, ésta es Laurie Ruth Sloan, la mismísima Reina de la Leche.» Y, a mí: «Se casó con un tipo de mucha pasta, pero que es un auténtico fascista y ya no la deja expresarse a través de su arte.»)

Traté de parecer interesado.

– Adelante -ordenó Gordon-. ¡A por lo más importante!

El clic del módulo de control remoto hizo que uno de los estantes de libros se apartase. Detrás había una puerta, color negro mate, que se abrió al empujón de Larry. Dentro había una gran sala de proyecciones y almacén de filmoteca. Dos de las paredes estaban cubiertas por películas en latas de metal o videocasetes. Tres filas de sillones de cuero negro, de tres sillones por fila. Montada en la pared de atrás estaba una reluciente instalación de equipo de proyección.

– Éstas son las copias más claras que jamás haya podido ver -dijo Gordon-. Aquí está toda película explícitamente sexual importante que jamás se haya hecho. Y están todas pasadas a cintas de vídeo. También estamos esforzándonos en conservar los originales. Nuestro restaurador es uno de los mejores: veinte años en los archivos de uno de los grandes estudios, otros diez en el American Film Institute. Y el director de nuestra filmoteca es un bien conocido crítico de cine, cuyo nombre debe de permanecer en secreto…