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Un vago parecido al fallecido Mickey Starbuck, pero nada que llamase la atención.

Y nada de expresión lujuriosa. Este doctor parecía estar mostrando auténtica sorpresa ante la vista de la rubia desnuda que yacía abierta de piernas en la camilla.

Tampoco nada de planos cambiantes. Una cámara estacionaria, planos largos de todo el campo y ocasionales primeros planos, que estaban menos interesados por lo erótico que por la identificación de los actores.

De él.

La rubia se levantó y se frotó contra el doctor. Se mostró ante él, se pellizcó los pezones, se alzó de puntillas y le lamió el cuello.

Él negó con la cabeza, señaló a su reloj.

Ella lo apretó contra su cuerpo y le clavó las caderas.

Él comenzó a apartarse de nuevo, luego se dejó ir… como alguien que se derrite. Permitiendo que lo acariciase.

Ella atacó.

Luego, la misma progresión que en la película de Sharon. Pero diferente.

Porque esto no era teatro. El doctor no estaba actuando.

No le hacía carotas a la cámara, porque no sabía que hubiese una cámara.

Ella se arrodilló ante él.

La cámara estaba concentrada en el rostro de él.

Auténtica pasión.

Estaban sobre la mesa.

La cámara estaba concentrada en el rostro de él.

Él estaba perdido en ella. Ella estaba al control.

La cámara estaba concentrada en el rostro de él.

Una cámara oculta.

Un documental… esto era un auténtico espiar a través del agujero de una cerradura. Cerré los ojos, pensé en otra cosa.

La belleza rubia trabajando como una profesional.

Una gemela de Sharon… pero de otro tiempo. El peinado de él y su bigotito de lápiz eran auténticos.

Contemporáneos…

– ¿Cuándo hicieron esto? -le pregunté a Gordon, mirando hacia atrás.

– En mil novecientos cincuenta y dos -me dijo con voz ahogada, como resintiendo la intromisión.

El doctor estaba encabritándose y rechinando los dientes. La rubia lo ondeaba sobre su cuerpo como si fuera una bandera. Le hizo un guiño a la cámara.

Pantalla en blanco.

– La madre de Sharon -dije.

– No puedo probarlo -dijo Gordon, regresando a la parte delantera de la habitación-. Pero con ese parecido tendría que serlo, ¿no? Cuando vi a la Hermosa Sharon, me recordó a alguien. No podía acordarme de quién, porque no había visto esta película en mucho tiempo…, en años. Es bastante poco común, un auténtico artículo de coleccionista. Tratamos de no exponerlo a desgastes innecesarios y posibles roturas.

Se detuvo, expectante.

– Le agradecemos que nos lo haya enseñado, señor Fontaine. Es muy interesante.

– Es un placer. Cuando vi el producto de Kruse acabado, me di cuenta de a quién me recordaba ella. Supongo que fue intencionaclass="underline" le dimos total acceso a nuestra colección, y pasó un montón de tiempo en la filmoteca. Debió descubrir la película de Linda y decidió copiarla Madre e hija…, un tema interesante; pero debería de haber sido sincero en su actitud.

– ¿Conocía Sharon esta primera película?

– No se lo puedo decir. Como ya le he explicado, sólo la vimos una vez.

– ¿De qué Linda habla? -le preguntó Larry.

– Linda Lanier. Era una actriz… o, al menos, lo deseaba ser. Una de esas muñecas hermosas que inundaron Hollywood tras la guerra…, bueno, supongo que aún siguen haciéndolo. Creo que consiguió un contrato en uno de los estudios, pero nunca llegó a trabajar.

– ¿Tenía el tipo de talento equivocado? -le preguntó Larry.

– ¿Quién sabe? Nunca se quedó el tiempo suficiente para que nadie lo comprobase. Ese estudio, en especial, era propiedad de Leland Belding. Acabó siendo una de las chicas de sus fiestas.

– El multimillonario ermitaño -dije-. La Magna Corporation.

– Ustedes dos son demasiado jóvenes para recordarlo -dijo Gordon-, pero en su tiempo fue un tipo realmente importante, un hombre del Renacimiento: industria aeronáutica, armamentos, navegación, minería. Y las películas. Se inventó una cámara que aún usan hoy en día. Y una faja para mujer que no se mueve, basada en el diseño aeronáutico.

– Cuando dice una chica de sus fiestas, ¿quiere decir una puta? -le pregunté.

– No, no. Eran más como azafatas. Acostumbraba a dar montones de fiestas. El ser dueño de un estudio le daba acceso a un montón de chicas, y las contrataba como azafatas. Los bienpensantes trataron de sacarle punta a esto, pero jamás pudieron probar nada.

– ¿Y qué hay del doctor?

– Era un verdadero doctor. La película también era real… la vérité que hay en ella casi es abrumadora, ¿no? Ésta es la copia original, y la única que queda.

– ¿Y dónde la consiguió usted?

Negó con la cabeza.

– Secreto profesional, doctor. Bástele saber que hace mucho que la tengo, y que me costó un montón. Podría hacer copias y recuperar mi inversión original, con beneficios, pero eso abriría las puertas a las reproducciones múltiples y diluiría el valor histórico del original, y me niego a renunciar a mis principios.

– ¿Cómo se llamaba el hombre que hacía de doctor?

– Ya sabe que era un doctor de verdad… -Se interrumpió-. Pero no sé su nombre.

Una mentira. Con lo fanático del tema y voyeur que era, no habría descansado hasta descubrir cada detallito referente a su tesoro.

Creí comprender su reticencia. Y le dije:

– Esta película era parte de una conspiración para efectuar un chantaje, ¿no es cierto? Y el doctor era la víctima.

– Ridículo.

– Entonces, ¿qué otra cosa puede ser? Él no sabía que lo estaban filmando.

– Una de esas bromas pesadas de Hollywood -dijo-. Errol Flynn hacía agujeros en las paredes de sus retretes, y usaba una cámara oculta para filmar a sus amigas sentadas a la taza.

– Vulgar -murmuró Larry.

El rostro de Gordon se oscureció.

– Lamento que piense usted de ese modo, doctor Daschoff. Todo era hecho con la mejor intención, jocosamente, como una auténtica broma.

Larry no dijo nada.

– Da lo mismo -comentó Gordon, caminando hacia la puerta de la sala y abriéndola-. Estoy seguro de que ustedes, caballeros, tendrán que regresar con sus pacientes.

Nos guió a través de la sala negra hasta el ascensor.

– ¿Qué le pasó a Linda Lanier? -pregunté.

– ¿Quién sabe? -dijo. Luego comenzó a aleccionarnos sobre la relación entre las normas culturales y el erotismo, y continuó su disertación, hasta que salimos de su casa.

17

Nunca lo había visto así -me dijo Larry, cuando estuvimos de nuevo en la acera.

– Sus creencias están siendo atacadas -le dije-. Le gusta pensar en su afición como algo inofensivo, como el coleccionismo de sellos. Pero uno no usa los sellos de correos para hacer chantajes. Agitó la cabeza.

– Ya fue bastante estremecedor el contemplar a Sharon pero esa segunda película era muy distinta… era algo realmente malvado. Ese pobre tipo metiéndola y sacándola, sin saber que estaba haciendo su debut cinematográfico.

Volvió a agitar la cabeza.

– Chantaje. Mierda, esto se está volviendo más y más raro, D. Para poner peor las cosas, esta mañana he recibido una llamada de un viejo compañero de asociación estudiantil, y que me cuenta lo de un tipo al que conocimos Brenda y yo en la universidad, y que también acabó de comecocos; terapeuta del comportamiento, con un consultorio con muchos clientes allá en Phoenix. Resulta que se tiraba a su secretaria, y ésta va y le pasa las purgaciones, él se las pasa a su esposa y ésta le echa de casa, y empieza a hablar mal de él por toda la ciudad, cargándosele la clientela. Hace un par de días él entra en la antigua casa de ambos, le abre la tapa de los sesos de un tiro a la mujer, y luego se vuela la suya. Esto no dice nada demasiado bueno de nuestra profesión, ¿no crees? Aprendes cómo hacer tests, escribes una conferencia y te gradúas. Envías un talón y renuevas tu licencia. Nadie te revisa a ti tu psicopatología.