Выбрать главу

– No tengo familia -dijo-. Ni tampoco la tenía Danny. Y no tengo amigos, ¿sabe? Quiero decir que a mí no me importaba, pero a Danny no le gustaba la gente… quizá fuese porque su papá le pegaba siempre y eso le hizo, ¿sabe?, odiar a todo el mundo. Por eso él…

– ¿Él qué?

– Lo liquidó.

– ¿Mató a su padre?

– Cuando era un niño… ¡en autodefensa! Pero los polis le hicieron una putada, ¿sabe?, lo mandaron a un reformatorio hasta que tuvo los dieciocho. Salió y se hizo su vida, pero no le gustaba tener amigos. Lo único que le gustábamos éramos yo y los perros: ¿sabe?, tenemos dos mezclados de Rottweiler, Dandy y Paco. Lo querían mucho. Han estado llorando todo el día, y lo van a echar a faltar de mala manera.

Lloró un largo rato.

– Carmen -le dije-, estás pasando por malos momentos. Te ayudaría tener a alguien con quien hablar. Me gustaría conectarte con una doctora, una psicóloga como yo.

Alzó la vista.

– Podría hablar con usted.

– Yo… yo no acostumbro a hacer este tipo de trabajo.

Hizo un gesto de irritación con los labios.

– Es la pasta, claro. Usted no acepta a los de Medi-Cal, ¿verdad?

– No, Carmen. Es que soy un psicólogo de niños. Yo trabajo con niños.

– Claro, lo entiendo -dijo, con más tristeza que ira. Como si ésta fuera la última injusticia en una vida llena de ellas.

– La persona con la que quiero mandarte es muy buena, y tiene mucha experiencia.

Hizo un mohín, se frotó los ojos.

– Carmen, si hablo con ella y te doy su número, ¿la llamarás?

– Ni hablar. -Agitó la cabeza violentamente-. ¡No quiero a una doctora!

– ¿Y por qué no?

– Danny tenía una doctora. Y lo lió.

– ¿Lo lió?

Escupió al suelo.

– ¡Se lo tiró! ¿Sabe? Siempre me decía: «Una mierda, Carmen, nunca hemos hecho nada», pero venía de verla, ¿sabe?, y tenía esa mirada en los ojos y olía a haber hecho el amor… era repugnante. No quiero hablar de ello. Y no quiero una doctora, ni hablar.

– Leslie Weingarden es una doctora.

– Es diferente.

– La doctora Small, la persona que quiero que veas, también es diferente. Tiene unos cincuenta años, es muy amable nunca haría nada deshonesto.

No parecía convencida.

– Carmen, me ha visitado a mí…

No comprendió.

– Ha sido mi doctora.

– ¿De usted? ¿Por qué?

– A veces yo también necesito hablar. Todo el mundo lo necesita. Ahora, prométeme que la irás a ver en seguida. Si no te gusta, te buscaré a otra persona. -Saqué una tarjeta con el número de mi contestador, y se la di.

Cerró una mano encima de la cartulina.

– Simplemente, creo que no está bien -dijo.

– ¿Qué es lo que no está bien?

– El que ella se lo tirase. Una doctora debería, ¿sabe?, saber lo que se hace.

– Tienes toda la razón.

Eso la sorprendió, como si fuera la primera vez que alguien estuviera de acuerdo con ella.

– Algunos doctores no deberían de ser doctores -le dije.

– Quiero decir -añadió agresiva-, que podría ponerla un pleito o algo así.

– No hay nadie a quien poner un pleito, Carmen. Si estás hablando de la doctora Ransom, está muerta. Ella también se mató.

La mano le voló a la boca.

– ¡Oh, Dios mío, no lo sabía…! Quiero decir que, ¿sabe?, deseé que pasase… pero yo no… Ahora es… ¡Oh, Dios mío!

Se santiguó, se apretó las sienes, miró al techo.

– Carmen, nada de todo esto es culpa tuya. Tú eres una víctima.

Negó con la cabeza.

– Una víctima. Quiero que entiendas esto.

– No… no entiendo nada. -Lágrimas-. Todo esto es demasiado, ¿sabe?… demasiado… No entiendo nada.

Me incliné hacia delante, olí su angustia.

– Carmen, me quedaré aquí contigo tanto tiempo como me necesites. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, Carmen?

Asentimiento.

Pasó media hora antes de que se hubiera compuesto, y cuando se secó los ojos, pareció haber recobrado también algo de su dignidad.

– Es usted muy bueno -me dijo-. Estoy bien. Ya puede irse.

– ¿Qué me dices de la doctora Small, la terapeuta que quiero que veas?

– No sé.

– Por lo menos una vez.

Una sonrisa macilenta.

– De acuerdo.

– ¿Prometido?

– Prometido.

Le tomé la mano, se la apreté por un instante y luego fui a recepción y le dije a Bea que la vigilase. Usé el teléfono de una de las salas de examen vacías para llamar a Ada. La telefonista de su servicio me dijo que estaba a punto de entrar en una sesión.

– Es una emergencia -dije, y me conectaron.

– Alex -dijo Ada-. ¿Qué pasa?

– Tengo a una joven en crisis que me gustaría que vieses tan pronto como te sea posible. No es una clienta de las buenas, Ada… tendrías que aceptarla por la Medi-Cal y no es un caso nada brillante. Pero cuando te cuente los detalles creo que estarás de acuerdo en que es importante que la visiten.

– Cuéntame.

Cuando hube terminado, ella dijo:

– ¡Qué terrible! Has hecho bien en llamarme, Alex. Puedo quedarme y verla a las siete. ¿Puede estar aquí a esa hora?

– Me ocuparé de que esté. Muchas gracias, Ada.

– Es un placer, Alex. Pero ahora tengo una visita y no puedo entretenerme más.

– Lo entiendo. Gracias de nuevo.

– No hay problema. Te llamaré después de que la haya visto.

Regresé a la oficina privada y le di a Carmen el número.

– Todo está arreglado -le dije-. La doctora Small te verá hoy mismo, a las siete de la tarde.

– De acuerdo.

Le apreté la mano y salí, me encontré a Leslie entre salas de examen y le dije lo que había organizado.

– ¿Qué tal le parece? -me preguntó.

– Muy frágil, y aún está acolchada por el shock; los días inmediatos siguientes pueden ser realmente malos. No tiene ningún sistema de apoyo. Es verdaderamente importante para ella que vea a alguien.

– Tiene sentido. ¿Dónde está la consulta de esa terapeuta?

– En Brentwood. En San Vicente, cerca de Barrington. -Le di la dirección y la hora de la cita.

– Perfecto. Yo vivo en Santa Mónica. Saldré de la oficina sobre las seis treinta. La llevaré allí yo misma. Hasta entonces, le haremos de niñeras. -Un momento de duda-. ¿Es buena esa persona a la que la manda?

– La mejor. Yo mismo me he visitado con ella.

Este fragmento de autoconfesión había tranquilizado a Carmen, pero irritó a su doctora.

– Honestidad californiana -dijo. Y luego-: ¡Jesús, lo siento! Ha sido usted realmente amable al venir aquí en cuanto lo llamé… lo que pasa es que me he convertido en una cínica total. Sé que esto no es bueno: he de llegar a una situación en la que pueda volver a confiar en la gente.

– Es duro -dije, pensando en mi propio sentido de la confianza, que estaba justamente desmoronándose.

Jugueteó con un pendiente.

– Escuche, realmente quiero darle las gracias por venir aquí. Dígame cuál es su tarifa, y le haré un talón ahora mismo.

– Olvídelo -le contesté.

– No, insisto. Me gusta pagar lo que debo.

– Ni hablar, Leslie. Jamás esperé cobrar por esto.

– ¿Está seguro? Sólo quiero que se convenza de que no trato de explotarle.

– Jamás sospeché tal cosa.

Parecía incómoda. Se quitó el estetoscopio y se lo fue pasando de mano en mano.

– Sé que, la primera vez que estuvo usted aquí, yo le parecí absolutamente mercenaria, pensando únicamente en mí misma. Lo único que puedo decirle es que yo no soy así. Quería llamar a esos pacientes, no dejaba de darle vueltas a eso en la cabeza. No me culpo por la muerte de Rasmussen…, era una auténtica bomba de tiempo. Todo era cuestión de cuándo. Pero esto me ha hecho darme cuenta de que tengo una responsabilidad, de que tengo que empezar a actuar como una médica. Cuando le dejé con Carmen, fui al teléfono y empecé a llamar. Logré ponerme en contacto con un par de las mujeres. Sonaban normales, me dijeron que sus maridos estaban también normales, cosa que espero sea cierta. De hecho, todo fue mejor de lo que me esperaba: se mostraron menos hostiles que la primera vez. Quizá pasé la barrera, no sé. Pero el caso es que establecí contacto. Lo seguiré intentando hasta que lo haya hecho con todas, y que las jodidas fichas de dominó caigan donde caigan.