No brillaba ninguna luz desde dentro de la casa, pero una bombilla color rosa, colocada sobre un abedul iluminaba lo más destacado de un patio interior que tenía un toldo de tela y un suelo de baldosas mexicanas. Y varios grupos de lujoso mobiliario de té. Loción para el sol sobre una mesa, toallas de baño arrugadas sobre algunas de las sillas, con aspecto de llevar allí ya algún tiempo. Olí moho y luego algo más fuerte. Un baño interrumpido…
Una de las puertas francesas estaba abierta. Lo bastante como para que el hedor saliese fuera. Lo bastante como para poder entrar.
Me coloqué el pañuelo sobre la nariz y la boca, e introduje la cabeza lo bastante como para ver una pesadilla coloreada de rosa. Usando el pañuelo tanteé buscando el interruptor de la luz, y lo hallé al fin.
Dos cadáveres, desparramados por sobre un desierto de alfombra berebere, apenas si reconocibles como humanos, de no ser por la ropa que cubría lo que quedaba de sus torsos.
Me dio una arcada, miré a otra parte y vi altos techos con vigas vistas, muebles de hinchada tapicería. De gusto. Un buen decorador.
Luego abajo de nuevo, al horror…
Miré a la alfombra. Traté de perderme en la maldita alfombra: bien tejida. Inmaculada. Exceptuando las manchas que estaban ennegreciéndose.
Uno de los cadáveres llevaba un traje de baño de mujer, de dos piezas, con un dibujo de flores color rosa. El otro unos pantalones cortos Speedo, en otro momento blancos, y una camisa hawaiana azul pavo real con un estampado de orquídeas rojas.
La brillante tela destacaba sobre la glutinosa carne, color marrón verdoso. Rostros reemplazados por una masa de carne oleosa, agujereada. Carne cubierta por cabello… cabello rubio en los dos. El cabello del cuerpo del biquini más claro y mucho más largo. Coronado por una corteza marrón.
Tuve otra arcada, me apreté el pañuelo contra la boca y nariz, aguanté la respiración, me sentí ahogar, y me aparté de los cadáveres, retrocediendo.
Salí de nuevo, de vuelta al patio trasero.
Pero justo mientras estaba retrocediendo, mis ojos se sintieron atraídos, a través de las puertas francesas, hacia la parte posterior de la casa, arriba de una escalera de peldaños de baldosas.
La escalera de atrás. Barandilla de hierro curvada.
En el escalón superior otro montón en putrefacción.
Un vestido rosa. Lo que parecía ser cabello oscuro. Más podredumbre, más manchas oscuras, goteando escaleras abajo, como uno de esos repugnantes juguetes que son una masa viscosa.
Me di la vuelta y corrí, más allá de la piscina, a través del césped hasta un parterre de flores iluminadas por el alumbrado nocturno, todas ellas de tonalidades malvas y azules que no eran de este mundo.
Me incliné hacia ellas y aspiré su perfume.
Dulce. Demasiado dulce. Mis tripas se revolvieron. Traté de vomitar, pero no pude.
Corrí a lo largo del lateral de la casa, de vuelta al patio delantero, a través del césped de la parte frontal.
Camino vacío, silencioso. ¡Todo este horror, y nadie con quien compartirlo!
Volví al Seville, me senté dentro del coche oliendo a muerte. Saboreándola.
Al fin, a pesar de que el hedor seguía conmigo, me creí ya capaz de conducir, y me dirigí hacia el sur, Mandeville abajo, luego al este por Sunset. Deseando tener una máquina del tiempo, algo que pudiese girar hacia atrás las agujas del reloj.
Girarlas del todo…
Pero estaba dispuesto a conformarme con un cigarro fuerte, un teléfono y una voz amistosa.
19
Encontré una farmacia y una cabina de teléfono en Brentwood. Milo lo cogió a la primera llamada, escuchó lo que tenía que decir, y me dijo a su vez:
– Sabía que había una razón para volver a casa pronto.
Veinte minutos más tarde llegó, por Mandeville y Sunset, y me siguió de vuelta a la casa del crimen.
– Tú quédate aquí -me dijo, y le esperé en el Seville, chupando una panatela barata, mientras él daba la vuelta por detrás. Un poco más tarde reapareció, secándose la frente. Se metió en el asiento del pasajero, me tomó un cigarro del bolsillo de la camisa y lo encendió.
Lanzó algunos anillos de humo, y luego comenzó a tomarme declaración, de un modo fríamente profesional. Tras llevarme hasta mi descubrimiento de los cadáveres, bajó su bloc de notas y me preguntó:
– ¿Para qué viniste aquí, Alex?
Le hablé de las películas porno, del accidente fatal de D. J. Rasmussen, de cómo había vuelto a surgir de nuevo el nombre de Leland Belding.
– La mano de Kruse estaba detrás de la mayor parte de estas cosas.
– Ya no queda mucho de esa mano -comentó-. Los cuerpos llevaban ahí un tiempo.
Dejó a un lado su bloc.
– ¿Tienes alguna suposición acerca de quién pudo ser?
– Rasmussen era un tipo explosivo -dije-. Mató a su padre. Durante los últimos días había estado hablando acerca de ser un pecador, de haber hecho algo terrible. Podría ser esto.
– ¿Y por qué iba a matar a Kruse?
– No lo sé. Quizá culpase a Kruse por la muerte de Sharon… Estaba patológicamente unido a ella, sexualmente unido.
Milo pensó un rato.
– ¿Qué es lo que has tocado ahí dentro?
– El interruptor de la luz… pero con un pañuelo.
– ¿Qué más?
– La puerta… creo que eso es todo.
– Piensa en más cosas.
– Eso es de todo de lo que me acuerdo.
– Vamos a reseguir tus pasos.
Cuando lo hubimos hecho, me dijo:
– Vete a casa, Alex.
– ¿Esto es todo?
Una mirada a su Timex.
– Los chicos de investigación en el lugar del crimen llegarán aquí de un momento a otro. Vete. Desaparece antes de que empiece la fiesta.
– Milo…
– Vete, Alex. Déjame hacer mi maldito trabajo.
Me marché, aún saboreando la podredumbre a través del amargor del tabaco.
Todo lo que Sharon había tocado se estaba convirtiendo en muerte.
No pudiendo dejar de estar siempre hurgando en las mentes, me pregunté qué sería lo que la habría hecho ser de aquel modo. Qué clase de trauma infantil. Entonces, algo me impactó: el modo en que había actuado aquella terrible noche en que me la había encontrado con la foto de su gemela. Dando patadas y puñetazos, aullando, derrumbándose y acabando en posición fetal. ¡Tan parecido al comportamiento de Darren Burkhalter en mi consulta! Las reacciones al horror en su vida, que yo había capturado en cinta de vídeo y luego revivido para un auditorio de abogados, sin caer en la conexión.
Un trauma de la primera niñez.
Hacía mucho me lo había explicado. Continuando luego con una muestra de cariño, tierno y amoroso. Mirando hacia atrás, lo veía como una manifestación bien ensayada. ¿Más teatro?
Era en el verano de 1981, en un hotel de Newport Beach, repleto de psicólogos en una convención. Dentro de un bar de cócteles, que dominaba el puerto: grandes ventanales teñidos, paredes tapizadas con papel aterciopelado color rojo, sillones con ruedecitas. Oscuro y vacío y oliendo a la fiesta de la noche anterior.
Yo había estado sentado a la barra, mirando al agua, contemplando a unos yates, de proas afiladas como dagas, cortar la superficie, que parecía de cristal soplado, del puerto deportivo. Dando sorbitos a una cerveza y comiendo un bocadillo reseco, mientras le prestaba media atención a las quejas del barman.
Éste era un hispano bajo y con un gran tripón, de manos rápidas y un cobrizo rostro de indio. Lo contemplé secar vasos como si fuera una máquina.
– Lo peor que he visto, sin duda alguna, sí señor. En cambio, ahí están los vendedores: de seguros, de ordenadores, de lo que sea… los vendedores sí que son unos buenos bebedores. Y los pilotos también.
– Eso me anima mucho -le dije.
– Se lo digo yo, los vendedores y los pilotos. Pero, ustedes los psicos… nada de nada. Incluso los maestros que tuvimos el año pasado eran mejores, y eso que no valían gran cosa. Mire cómo está este sitio… muerto.