Asentí con la cabeza.
– El único problema, Alex, fue que nuestros monstruos se materializaron.
Se secó los ojos, sacó la cabeza por la ventanilla e inspiró profundamente.
– Perdona -dijo.
– No pasa nada.
– Sí, sí lo pasa. Me dije a mí misma que mantendría la compostura. -Más inspiraciones profundas-. Era un día frío, un sábado gris. A finales de otoño. Teníamos tres años de edad, llevábamos puestos vestidos iguales de lana, con leotardos gruesos de lana y zapatos de charol, recién estrenados, que le habíamos suplicado a Mami nos dejase usar, a cambio de prometerle que no los rayaríamos en la arena. Era nuestro último fin de semana en la playa, hasta la siguiente primavera. Nos habíamos quedado más de lo que hubiésemos debido, pues la casa tenía una mala calefacción, y el frío estaba colándose desde el océano, era ese estilo de helor agudo, de la Costa Este, que se te mete en los huesos y se queda allí. El cielo estaba tan lleno de nubes de lluvia que casi era negro… y daba ese extraño olor como de moneda vieja que desprende el cielo de la costa antes de una tormenta.
»Nuestro chófer se había ido al pueblo a llenar el depósito y hacer que revisasen el coche antes de hacer el viaje de vuelta a Manhattan. El resto de la servidumbre estaba atareado, limpiando la casa. Mami y Papi estaban sentados en el solárium envueltos con mantas, tomándose un último martini. Shirl y yo correteábamos de una habitación a otra, desempaquetando lo que había sido empaquetado, abriendo lo que había sido cerrado, riendo y bromeando y, en general, metiéndonos en el camino de todo el mundo. Nuestro nivel de travesura era alto, porque sabíamos que no íbamos a volver allí por un tiempo, y estábamos decididas a sacarle todo el jugo posible al día, en lo que a diversión se refería. Finalmente, Mami y la servidumbre tuvieron ya bastante. Nos colocaron unos abrigos gruesos, nos pusieron chanclas de goma sobre nuestros zapatos nuevos, y nos mandaron con el aya a recoger conchas.
»Corrimos a la playa, pero la marea estaba subiendo y se había llevado todas las conchas, y las algas estaban demasiado frías para poder jugar con ellas. El aya empezó a flirtear con uno de los jardineros. Nos escapamos, y nos dirigimos directamente a la piscina.
»La puerta estaba cerrada, pero no con llave; el candado estaba en el suelo. Uno de los cuidadores había empezado a vaciar y limpiar la piscina; había cepillos y redes, y productos químicos y montones de algas por todas partes alrededor de la piscina…, pero el hombre no estaba allí. Y se había olvidado de cerrar. Nos colamos dentro. Dentro estaba oscuro; a través del enrejado sólo se veían cuadrados de cielo negro. El agua sucia estaba siendo succionada por medio de una manguera del jardín que iba hasta un sumidero de grava. Quedaban aún unas tres cuartas partes del agua, que ahora era verde ácido y burbujeante, y olía peor que nunca, con el gas sulfhídrico mezclado con todos los productos químicos que había vertido el trabajador. Nuestros ojos empezaron a escocernos. Comenzamos a toser, luego nos echamos a reír. ¡Aquello era realmente monstruoso…, nos encantaba!
»Empezamos a fingir que los monstruos se estaban alzando de la masa pútrida, y comenzamos a perseguirnos la una a la otra por la piscina, aullando y riéndonos, poniendo caras de monstruo, yendo más y más deprisa y poniéndonos frenéticas… en un estado hipnótico. Todo se desdibujó: sólo nos veíamos la una a la otra.
»El cemento estaba resbaladizo con todas aquellas algas y la espuma de los productos químicos. Nuestras chanclas eran de suela pulida y empezamos a patinar por allá. Eso también nos gustó: nos imaginamos que estábamos en una pista de hielo, tratamos deliberadamente de patinar. Nos lo estábamos pasando muy bien, perdidas en el momento, enfocadas en nuestros propios interiores… como si fuéramos un solo ser. Y dimos vueltas y vueltas, aullando y resbalando y patinando. Entonces, de repente, vi a Shirl lanzarse en una gran patinada y seguir patinando; y vi una expresión terrible aparecer en su rostro mientras extendía los brazos para equilibrarse. Pidió auxilio. Supe que aquello ya no era juego, y corrí a agarrarla, pero caí de culo y justo en ese momento ella lanzó un horrible alarido y se hundió, pies por delante, en la piscina.
»Me puse en pie, vi sobresalir su mano, con sus dedos cerrándose y abriéndose, me lancé hacia ella, pero no la podía alcanzar, así que me eché a berrear y gritar pidiendo ayuda. Resbalé de nuevo y corrí a caerme de culo, finalmente pude ponerme en pie y corrí al borde de la piscina. La mano de ella había desaparecido. Aullé su nombre, y eso hizo acudir al aya. La cara que había puesto mi hermana, la sorpresa, el terror mientras se hundía, seguían conmigo, y no dejé de berrear, mientras el aya me preguntaba dónde estaba. No podía contestarle. La había absorbido, me había convertido en ella. ¡Yo sabía que ella se estaba ahogando, yo misma podía sentir que no me era posible respirar y me ahogaba, saboreaba el agua pútrida llenando mi nariz, mi boca y mis pulmones!
»El aya me estaba zarandeando, abofeteándome. Yo estaba hiperventilando, pero de algún modo conseguí señalar a la piscina.
«Entonces llegaron Mami, y Papi y parte de la servidumbre. El aya se tiró al agua. Mami estaba gimiendo a gritos: «¡Mi nenita, ay mi nenita!», mordiéndose los dedos… manchándose la ropa de rojo. El aya estaba buceando, saliendo a la superficie y jadeando, cubierta de porquería. Papi se quitó los zapatos a patadas, se arrancó la chaqueta y se zambulló. Una zambullida perfecta. Un momento más tarde salió a la superficie con Shirlee en brazos. Estaba inerte, totalmente cubierta de porquería, pálida y con cara de muerta. Papi trató de hacerle la respiración artificial. Mami aún jadeaba… ¡sus dedos chorreaban sangre! El aya estaba desplomada en el suelo, también ella aparentemente muerta. Las criadas estaban sollozando. Los cuidadores miraban…, pensé que a mí. ¡Me estaban culpando a mí! Empecé a aullar y arañarles, alguien dijo: «Lleváosla de aquí», y todo se puso oscuro.
El contarme la historia la había hecho quedar bañada en sudor. Le di mi pañuelo. Lo tomó sin comentario alguno, se secó el rostro, y continuó:
– Me desperté de vuelta ya en Park Avenue. Era el día siguiente, alguien debía de haberme dado un sedante. Me dijeron que Shirlee había muerto, y la habían enterrado. Ya no se volvió a hablar de ella. Mi vida había cambiado, estaba vacía…, pero no quería hablar de aquello. Ni siquiera ahora puedo hablar de aquello. Baste con decir que tuve que reconstruirme, que aprender a ser una nueva persona. Una compañera sin compañera. Lo llegué a aceptar, a vivir en mi cabeza, apartada del mundo. Y, al cabo, dejé de pensar en Shirlee…, dejé de hacerlo de un modo consciente. Hice todo lo que se esperaba de mí: siendo una buena chica, sacando buenas notas, no alzando jamás la voz. Pero estaba vacía… me faltaba algo. Así que decidí hacerme psicóloga, para descubrir qué era ese algo. Me trasladé aquí, te conocí, comencé realmente a vivir. Pero entonces todo volvió a cambiar, al morir Mami y Papi. Tuve que regresar al Este para hablar con su abogado. Era un hombre agradable: un hombre apuesto, de aspecto paternal; lo recordaba vagamente de algunas fiestas en casa. Me llevó a la Russian Tea Room y me habló del fondo en fideicomiso, de la casa; me habló un montón de mis nuevas responsabilidades, pero no acababa de ser claro y de decirme cuáles eran. Cuando al fin le pregunté de qué me estaba hablando, se puso claramente nervioso y pidió la cuenta.
«Salimos del restaurante, caminamos por la Quinta Avenida, pasando frente a todas aquellas bonitas tiendas que tanto le habían gustado a Mami. Caminamos en silencio durante varias manzanas y, al fin, me habló de Shirlee. De que no había muerto, que estaba comatosa cuando Papi la había sacado de la piscina, y se había quedado así: dañada, con funcionamiento cerebral mínimo. Y durante todo el tiempo en que yo la había creído muerta, había estado viviendo en una institución médica, en Connecticut. Mami era toda una dama, muy señora ella pero no era fuerte, no sabía cómo enfrentarse a la adversidad.