Pero no lo bastante árida como para ocultar la naturaleza escandalosa de la principal acusación contra Belding:
Que era menos un magnate de la industria que un chulo de lujo.
Los investigadores del Subcomité afirmaron que Belding había conseguido inclinar hacia su empresa la decisión de los contratos a base de preparar «fiestas locas» para los funcionarios de la Oficina de la Guerra, agentes de compras del Gobierno, legisladores. Esas orgías habían tenido lugar en aisladas casas de las colinas de Hollywood compradas por la Magna Corporation expresamente como «locales para fiestas», y en ellas había películas porno, ríos de alcohol, «petardos» de marihuana, así como espectáculos de danza y ballet acuático ejecutados por legiones de muchachas desnudas, «de moral dudosa».
Esas mujeres, que eran descritas como «profesionales de las fiestas», eran aspirantes a actrices, elegidas por el hombre que regia el estudio de Belding, un «antiguo consultor de negocios» llamado William Houck (alias Billy) Vidal.
Las audiencias habían durado más de seis meses; luego, de modo gradual, lo que había prometido ser una historia jugosa había empezado a marchitarse. Al comité le resultó imposible presentar testigos de las famosas fiestas, como no fueran los competidores comerciales de Belding, que testificaban de oídas y se derrumbaban al ser interrogados por los representantes de la otra parte. Y el multimillonario en persona se negó a testificar, a pesar de las citaciones al respecto, alegando la posibilidad de poner en peligro la seguridad nacional. Y en esto le había apoyado el Departamento de Defensa.
Billy Vidal sí que se presentó…, en compañía de la flor y nata del talento legal. Negó que su función principal fuera el buscarle mujeres a Leland Belding, se describió a sí mismo como un consultor de negocios para la industria cinematográfica, un hombre de éxito, con oficinas en Beverly Hills antes de conocer a Leland Belding, y había aportado documentos demostrándolo. Su amistad con el joven magnate se había iniciado cuando ambos eran estudiantes en Stanford, y él era un gran admirador de Belding. Negó toda implicación en nada ilegal o inmoral. Y una legión de testigos le apoyaron. Se prescindió de Vidal.
Cuando las citaciones para presentar los libros de contabilidad de la empresa fueron rechazadas por la Magna, de nuevo amparándose en la seguridad nacional, y esta vez con el apoyo tanto del Departamento de Defensa como del de Estado, el Subcomité llegó a una vía muerta, y a su vez murió.
Los senadores intentaron evitar el ridículo a base de hacerle una suave reprimenda a Leland Belding, tomando nota de sus valiosas aportaciones a la defensa nacional, pero sugiriéndole que, en el futuro, fuese más cuidadoso con su contabilidad. Luego, asignaron a unos funcionarios, para que recopilasen un informe en base a lo tratado en las audiencias, y votaron su autodisolución. Los cínicos hicieron notar que, en vista de que una de las acusaciones era que ciertos miembros del Congreso habían estado en las listas de invitados a las fiestas de Belding, todo aquello no había sido otra cosa que el típico ejemplo de que no se puede poner a los lobos de centinelas en el gallinero. Pero, llegados a este punto, el tema ya no le interesaba realmente a nadie; ahora el país estaba henchido de optimismo, dedicado a la reconstrucción, y decidido a pasar una década jodidamente buena. Y si algunos divertidos vividores habían disfrutado de una cierta vida alegre, pues mejor para ellos.
Locales para fiestas. Una conexión con la industria del cine. Películas porno. Quería saber algo más sobre cómo había llegado el ruboroso Belding a esta vida tan disipada.
Pero antes de que pudiera regresar a la sección de índices para buscar si había algo acerca de William Houck Vidal, los altavoces del techo dieron el aviso de que la biblioteca iba a cerrar en quince minutos. Recogí mis dos libros y tantos periódicos sin leer como podía llevar y fui en línea recta hacia las fotocopiadoras, donde pasé los diez minutos siguientes echando monedas en una de las máquinas. Luego bajé y usé mi tarjeta de identidad de la Facultad para tomar prestados los libros. Armado con mis tesoros, me dirigí a casa.
21
Un Volkswagen Rabbit blanco estaba situado frente a mi aparcamiento, bloqueando al Seville. Una joven se hallaba recostada en él, leyendo un libro.
Cuando me vio, se irguió de un salto.
– ¡Hey! ¿Doctor Delaware?
– Sí.
– ¿Doctor Delaware? Soy Maura Bannon. Del Times? ¿El articulo sobre la doctora Ransom? ¿Me preguntaba si podría hablar con usted…, aunque sólo fuera un momento?
Era alta y delgada como un palo, de unos veinte años de edad, con una larga cara pecosa que necesitaba ser acabada. Vestía un chándal amarillo y zapatillas deportivas blancas. Su cabello, cortado a lo paje, estaba teñido de naranja, con tonalidades rosadas, del mismo color que las cejas que coronaban sus ojos marrón claro. Tenía unos dientes superiores claramente salidos, con demasiado espacio entre los incisivos superiores.
– ¿Cómo ha averiguado dónde vivo, señorita Bannon?
El libro que llevaba entre las manos era Ecos en la oscuridad de Wambaugh, que había marcado en varios puntos con papeles amarillos.
– Nosotros los periodistas tenemos nuestros métodos -me sonrió. Esto le daba el aspecto de tener unos doce años.
Cuando vio que yo no le devolvía la sonrisa, me dijo:
– Hay un dossier sobre usted en el periódico. De hace unos años. Cuando estuvo implicado en la captura de aquellos tipos que abusaban de niños.
La intimidad, el lujo más caro.
– Leyendo los recortes acerca de usted he visto que es una persona dedicada -me dijo-. Alguien a quien no le gustan las idioteces. E idioteces es lo que me están dando.
– ¿Quiénes?
– Mis jefes. Todo el mundo. Primero me dicen que me olvide del tema de la Ransom. Luego, cuando les pido cubrir el asesinato de los Kruse, se lo dan a ese memo de Dale Conrad… quiero decir que ese tipo jamás se levanta de su mesa. ¿Tiene tanto empuje como un caracol alimentado con sedantes? Cuando traté de entrar en contacto con el señor Biondi, su secretaria me dijo que había salido… que se había ido a la Argentina, a hacer un cursillo de español. ¿Y, luego, me pasó un encargo de éclass="underline" que fuese a cubrir una historia sobre un caballo de circo… en Anaheim?
Una suave y cálida brisa soplaba de algún lugar del otro lado de la cañada. Agitó los puntos de su libro.
– ¿Una lectura interesante? -le pregunté, aguantando mis propios libros de modo que no pudiera ver los títulos.
– Fascinante. Yo quiero llegar a escribir sobre crímenes… ¿llegar hasta el corazón del bien y el mal? Así que necesito sumergirme en cuestiones de vida o muerte. Y creí que había de hacerlo con el mejor: este hombre fue policía, tiene una sólida base experimental. Y la gente de esta historia era tan extraña… exteriormente respetable pero totalmente enloquecida. ¿Como la gente en este caso?
– ¿Qué caso?
– En realidad, casos. ¿La doctora Ransom? ¿El doctor Kruse? Dos psicólogos muriendo la misma semana…, dos psicólogos que estaban relacionados el uno con el otro. ¿Si estaban relacionados en vida, quizá también lo estén en la muerte? Lo que puede querer decir que a la Ransom también la mataron, ¿no cree usted?
– ¿Cómo estaban relacionados?
Hizo un gesto como regañando a un niño pequeño, dando cachetitos en el aire.
– Venga ya, doctor Delaware, usted ya sabe de lo que le estoy hablando. Ransom fue una de las alumnas de Kruse. Más aún: una alumna aventajada. Y él fue el Presidente del Tribunal para su doctorado.
– ¿Cómo sabe eso?
– Tengo mis fuentes. Venga, doctor Delaware, deje de ser tan huidizo. Usted es un graduado del mismo programa. Y usted la conoció a ella, así que hay muchas posibilidades de que también lo conociese a él, ¿no?