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Se trasladó desde su «monacal» apartamento en las oficinas de la Magna a una mansión en Bel Air. Se construyó, él mismo, el reactor privado más potente del mundo, tapizado con piel de leopardo y recubierto interiormente con vieja madera de caoba, arrancada de un château francés, de muchos siglos de antigüedad, que dejó reducido a escombros.

Compró cuadros de los viejos maestros clásicos a camionadas, ganó al Vaticano en las pujas por tesoros religiosos saqueados en Palestina. Se quedó con caballos de carreras, jockeys, preparadores, todo un hipódromo. Y un equipo de béisbol. Compró todo un tren de pasajeros, que convirtió en un local móvil para fiestas. Adquirió una flota de coches de artesanía: Dusies, Cords, Packards y Rolls-Royces. Los tres diamantes más grandes del mundo, locales de subastas llenos de muebles antiguos, más casinos en Las Vegas y Reno, un surtido de domicilios que se extendían desde California a Nueva York.

Por primera vez en su vida comenzó a contribuir a la caridad: de un modo exagerado, ostentoso. Dando donaciones para hospitales e instituciones de investigación científica, con la condición de que se les pusiese su nombre y tuviesen los equipos directivos que él designase. Y organizó suntuosos bailes de gala para apoyar a la ópera, al ballet, a las orquestas sinfónicas.

Entre tanto, estaba reuniendo todo un harén: actrices, herederas, bailarinas, reinas de belleza. El heredero más apetecible del mundo había eclosionado al fin.

Superficialmente, era un cambio radical de personalidad. Pero un periodista del Vogue, hablando de una fiesta que había montado Belding para el Metropolitan Museum of Art, describía al multimillonario como quedándose «a un lado, sin sonreír y nervioso, más bien observando los festejos que participando de los mismos. A estos ojos, reconocidamente cínicos, le pareció como un niñito perdido, encerrado en una habitación llena de dulces… tantos dulces, que él había perdido el apetito».

Con tantas fiestas, esperé encontrar algo acerca de William Houck Vidal. Pero no había nada, ni siquiera una foto de grupo, que sugiriese que el antiguo «consultor de negocios» hubiera participado en la metamorfosis de su jefe. La única mención de Vidal a principio de los cincuenta había sido una cita en una revista de negocios, hablando del inicio del desarrollo de un nuevo cazabombardero. Era una cita que se atribuía a «W. Houck Vidal, Vice-Presidente Primero y Jefe de Operaciones de Magna».

Un hombre había pasado de empresario a playboy. El otro había invertido el proceso. Era como si Belding y Vidal estuvieran equilibrados en un columpio psíquico.

Intercambiando personalidades.

Luego, a principios de 1955, todo acabó.

Belding canceló una gala de la Asociación contra el Cáncer, se perdió totalmente de vista. Y empezó lo que una revista llamó «la mayor liquidación de la historia». Las mansiones, coches, joyas y otros artículos de consumo principescos fueron vendidos…, con un gran beneficio. Incluso la venta del estudio cinematográfico, ahora apodado «Magnatortazo», representó millones de ganancias por la enorme plusvalía en la valoración del terreno.

La prensa se preguntó cuál sería la nueva «fase» de Belding. Y cuando quedó claro que la desaparición del magnate era permanente, la cobertura de su vida se fue haciendo más y más limitada, hasta que, a mediados de los sesenta, ni Belding ni la Magna eran mencionados en otra cosa que no fueran las publicaciones financieras y técnicas.

Los sesenta: Oswald. Ruby. Hoffman y Rubin. Stokely y Rap. No faltaban los famosos dispuestos a desnudarse ante la cámara. A nadie le importaba ya un rico anacoreta, que en otro tiempo había hecho malas películas.

En 1969, se informó de la muerte de Leland Belding «en algún lugar de California, subsiguientemente a una larga enfermedad». De acuerdo con los deseos del testamento del soltero multimillonario, un grupo de antiguos ejecutivos de la Magna asumió el liderazgo de la empresa, recayendo el puesto de Presidente del Consejo sobre William Houck Vidal.

Y esto era todo. Hasta 1972, cuando un ex-periodista y escritor especializado en hacer de negro por encargo, llamado Seaman Cross, produjo un libro que él afirmaba ser la biografía, no autorizada, de Leland Belding. Según Cross, el multimillonario había falseado su muerte para lograr hallar la «verdadera paz». Después, tras haber meditado durante diecisiete años en soledad, había decidido que tenía algo que decirle al mundo, y elegido a Cross como su profeta, concediéndole centenares de entrevistas para un proyectado volumen de autobiografía, antes de cambiar de idea y anular el proyecto.

De todos modos, Cross había seguido adelante y completado el libro, titulándolo El Multimillonario Ermitaño, y obteniendo por él un «adelanto del orden de las seis cifras, casi siete». Durante su muy breve vida, el libro había causado furor.

No era el tipo de cosas que a mí me iban, así que en su momento, no le había prestado demasiada atención. Pero ahora me lo tragué de un tirón, sin dejar el tomo hasta haberlo terminado.

La tesis de Cross era que una tragedia personal, a principios de los cincuenta, una tragedia de la que Belding se había negado a hablarle, pero que Cross suponía romántica, había hundido al joven multimillonario en una fase maníaca de playboy, seguida por un grave colapso psíquico y varios años de convalecencia en un hospital mental privado. El hombre que había emergido de allí era «alguien lleno de fobias, paranoide, obseso seguidor de una extraña filosofía personal que combinaba las religiones orientales con un vegetarianismo militante y un individualismo a lo Ayn Rand, llevado a su máxima expresión».

Cross afirmaba haber hecho numerosas visitas a la casa de Belding, un domo geodésico herméticamente sellado, sito en algún lugar del desierto, del que el multimillonario jamás salía. El sistema de transporte era espectacular: a Cross lo llevaban en coche, siempre con los ojos vendados, siempre en plena noche, hasta un helipuerto que se hallaba a menos de una hora de Los Ángeles… la implicación era que se trataba de El Segundo, y luego era trasladado en vuelo hasta el domo, en donde permanecía un par de horas, para ser devuelto a casa por el mismo sistema, antes de que rompiese el alba.

El domo era descrito como equipado con una consola de mandos, controlada por ordenadores, mediante la cual Belding podía seguirle el pulso a sus múltiples intereses económicos internacionales, regular los sistemas de purificación del aire y del agua (desarrollados por la Magna Corporation para la NASA), efectuar la aspiración automática del polvo y desinfección química ambiental, y manejar un complicado sistema de cañerías, válvulas, tubos y conductos neumáticos por los que entraban al domo el correo, los mensajes, la comida y bebida estériles, y salían del mismo los desechos.

Nadie más que Belding podía entrar en el domo, ni estaba permitido hacerle fotos o dibujos. A Cross le habían obligado a realizar sus entrevistas dentro de una cabina con ruedas, que era colocada junto al domo, de modo que estuviese en contacto con un panel de comunicaciones del mismo.

Así describía las entrevistas:

Nos comunicábamos mediante un sistema de micrófonos y altavoces que Belding controlaba. Cuando deseaba que yo lo viese, me lo permitía a través de una ventana de plástico transparente, una superficie que él podía oscurecer, tocando un botón. Y utilizaba esta ventana, que podía cerrar a voluntad, y no pocas veces, para castigarme por haberle hecho alguna pregunta indebida. Y no volvía a prestarme su atención hasta que yo me excusaba y le prometía ser bueno.

Por extraño que esto pudiera parecer, aún lo era más la descripción que Cross daba de Belding: