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Demacrado hasta casi parecer un rescatado de Auschwitz, con una gran barba, con sus largos y enmarañados cabellos canos llegándole hasta media espalda, con collares de cristales colgando de su cuello delgado, como de pájaro, y con grandes anillos, también de cristal, en cada dedo. Las uñas de esos dedos estaban pulimentadas y lacadas de un negro brillante, aguzadas en punta, y parecían tener unos cinco centímetros de largo. El color de su piel era de un extraño blanco verdoso. Sus ojos, tras gruesos cristales teñidos de rosa, estaban desorbitados y nunca paraban de moverse, saltando de un lado a otro y parpadeando, como los de un sapo mientras caza moscas.

Pero era su voz lo que me resultaba más escalofriante: plana, mecánica, completamente desprovista de emoción. Una voz carente de humanidad. Aún ahora me estremezco cuando la recuerdo.

La postura de Cross a lo largo de todo el libro era de morbosa fascinación. No podía ocultar su antipatía hacia el multimillonario, pero tampoco podía dejarlo en paz.

A intervalos regulares -escribía- Belding interrumpía nuestras sesiones para mordisquear verduras crudas, beber grandes cantidades de agua esterilizada, y luego ponerse en cuclillas para orinar y defecar, a plena vista del que esto escribe, en un orinal de estaño que siempre tenía encima de una plataforma parecida a un altarcillo. Una vez que el orinal había permanecido colocado sobre el altarcillo durante exactamente quince minutos, lo tomaba y lo lanzaba por una de las salidas de evacuación. Durante este proceso de excreción, sus chupadas y ultraterrenas facciones adquirían una expresión autosatisfecha, casi religiosa, y aunque se negó a hablar de este ritual, mi impresión, luego reflexionada, es que se trataba de autoadoración, la culminación lógica de una vida de narcisismo y poder sin límites.

La segunda mitad del libro era bastante aburrida: Cross pontificando acerca de la debilidad de una sociedad que podía crear un monstruo como Belding, transcripciones de los desvaríos de Belding acerca del significado de la vida…, una amalgama, apenas si inteligible, de hinduismo, nihilismo, física cuántica y darwinismo social, incluyendo condenas a los «enanos mentales y morales que deifican la debilidad».

La biografía terminaba con una salva final de moralina:

Leland Belding representa todo lo que está mal en el sistema capitalista. Él es el resultado grotesco de la concentración de demasiada riqueza y demasiado poder en las manos de un hombre retorcido y claramente falible. Él es el emperador de la autoindulgencia, un misántropo fanático que contempla a las otras formas de vida nada más que como fuentes potenciales de infección viral y bacterial. Está preocupado por su cuerpo a un nivel corpuscular, y nada le gustaría más que vivir lo que le quede de existencia en un planeta desnudo de toda vida animal o vegetal, exceptuando los organismos requeridos para mantener lo que resta de la triste vida de un tal Leland Belding.

El Multimillonario Ermitaño había sido uno de los secretos mejor guardados de la industria editorial, y había logrado atrapar por sorpresa incluso a la Magna Corporation, consiguiendo inmediatamente una tremenda atención pública tras su publicación, y saltando de inmediato al número uno de las listas de bestsellers, en el apartado de no ficción. Y se consiguió una cifra récord en la venta de los derechos para la edición de bolsillo. Claro que la Magna no perdió el tiempo en llevar a autor y editores a los tribunales, afirmando que el libro era pura invención, atentatorio contra el honor de un fallecido, y presentando documentos médicos y legales que demostraban que Leland Belding estaba muerto, que indudablemente había fallecido años antes del momento en que Cross afirmaba haber hablado con él. Algunos periodistas fueron llevados ante una tumba, en los terrenos de las oficinas principales de la compañía, y allí había sido inhumado un cadáver, que resultó ser según verificaron las autoridades competentes, el de Belding. El editor de Cross se puso nervioso, y le pidió al escritor que mostrase sus pruebas.

Cross lo había tranquilizado, y había convocado una desafiante rueda de prensa, presentándose, con su editor al lado, frente a una bóveda acorazada de uso público, en Long Beach California. Era allí en donde decía haber guardado treinta cajas de cartón llenas de notas tomadas para la realización del libro, muchas de ellas supuestamente fechadas y firmadas por Leland Belding.

Pero, al abrir las cajas… nada. Sólo papeles propios del escritor, sin importancia alguna. Frenéticamente, había seguido buscando en las cajas, y sólo había hallado viejos ensayos de sus tiempos estudiantiles, declaraciones de impuestos, montones de periódicos atados, listas de compra… los detritus de una vida que estaba a punto de quedar arruinada.

Ni una palabra acerca de Belding. El horror de Cross había sido captado en primer plano por las cámaras, mientras aullaba que se trataba de una conspiración. Pero, cuando una investigación policial llegó a la conclusión de que nadie más que el escritor había entrado en la bóveda, e incluso su editor había reconocido no haber visto nunca las supuestas notas, la credibilidad de Cross se desvaneció.

Sus editores, enfrentados a la humillación pública y enfrentados legalmente a un adversario lo bastante rico y lo suficientemente duro como para llevarlos a la bancarrota, habían llegado de inmediato a un acuerdo. Habían publicado anuncios de página en los principales diarios, ofreciendo sus excusas a la Magna Corporation y a la memoria de Leland Belding. Habían cesado de inmediato cualquier reedición, y retirado todos los ejemplares que se hallaban en manos de los distribuidores y los vendedores. Y devuelto el adelanto récord que ya les había pagado la editorial de libros de bolsillo.

Después, los editores habían puesto un pleito contra Cross, exigiéndole la devolución de su adelanto, más intereses, más compensación por daños y perjuicios. Cross, negándose a ello, había contratado abogados y puesto pleitos a su vez. La editora había presentado una querella criminal por fraude y engaños en un tribunal de Nueva York. Cross había sido detenido, combatido legalmente contra la extradición, y perdido, siendo mandado de vuelta al Este y metido en prisión, en Riker's Island. Luego afirmaría que, durante ese período resultó golpeado y violado homosexualmente. Trató de venderle la narración de sus penalidades a varias revistas, pero ninguna de ellas se interesó.

Liberado bajo fianza, fue hallado, una semana más tarde, en una habitación alquilada en Ludlow Street, en la peor parte del lado este de Nueva York, con la cabeza dentro de un horno, una nota en el suelo admitiendo que el libro había sido pura ficción, una farsa audaz. Había corrido el riesgo, creyendo que la Magna iba a tener demasiado miedo a la publicidad adversa como para combatirle, que no había querido causarle daño a nadie y que lamentaba cualquier perjuicio que hubiese originado.

Más muerte.

Me volví a las revistas, buscando cobertura de la farsa, y encontré un largo artículo en el Time, que incluía una foto de Cross, esposado, bajo custodia policial. Junto a él se hallaba una foto de William Houck Vidal.

El Presidente del Consejo de la Magna había sido fotografiado bajando las escalinatas del Palacio de Justicia, con una amplia sonrisa en el rostro y los dedos de una mano alzados en una V de victoria.

Yo conocía aquel rostro: grande y cuadrado y muy moreno del sol. Estrechos y pálidos ojos, los pocos cabellos rubios que le quedaban cortados a cepillo.

Un rostro de club de campo.

El rostro, quince años más joven, del hombre al que había visto con Sharon en la fiesta. El viejo ricacho al que ella había estado tratando de convencer de algo.

23

Logré ponerme en contacto con Milo al día siguiente y contarle lo que había averiguado.