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– ¿Y sabes la razón por la que era tan jodidamente bueno, Ricitos? Porque en lo más dentro de mí no estaba actuando. Blam, blam, soba un culete allá en un callejón, y luego llegan los otros cerdos de antivicio con sus matracas y sus porras. Y otro camión celular lleno de maricones enviado a toda leche a la cárcel del condado, con todos los de dentro amoratados y escupiendo sangre. De vez en cuando alguno de ellos se colgaba en su celda. Los chicos de antivicio decían que con un maricón menos, no habría que hacer tanto papeleo. Y yo reía más fuerte que nadie y me bebía mi trago antes que nadie.

Le tembló el bigote.

– Durante diez años colaboré en la agresión y asesinato de hombres gays, sin pararme a preguntarme por qué cada noche al volver a casa, me lo pasaba echando todo lo que llevaba en las tripas y bebiendo ginebra hasta que podía oír suplicar a mi hígado.

Me soltó las solapas. Milo estaba mirando en otra dirección, la vista perdida en el infinito.

– Me estaba carcomiendo por dentro, ésa era la verdad -dijo Crotty-. Hasta que me fui de vacaciones al sur…, a Tijuana. Crucé la frontera en busca de diversión, me emborraché como una cuba en una cantina, viendo cómo un burro se montaba a una mujer, salí tambaleándome fuera y le pedí a un taxista que me llevase a una casa de putas. Pero al taxista aquel no era fácil engañarle. Me llevó a una mierda de sitio pequeño, en las afueras de la ciudad. Paredes de cartón pintadas de color turquesa, pollos fuera y dentro de la casa. Venticuatro horas más tarde yo sabía lo que era, y sabía que estaba atrapado. Lo que no sabía era cómo salir de aquello.

Abrió y cerró el abanico del dinero y, finalmente, lo arrugó dentro de su puño.

– No tenía cojones para acabar con todo mediante un suicidio rápido, así que seguí revoleándome en la mierda. Y no fue sino hasta un año más tarde, en febrero, cuando la oportunidad llamó a mi puerta. Alguien le dio a antivicio el soplo de una gran fiesta que había en Cahuenga: bebedores de absenta y chicos bailarines, una banda de jazz toda ella melosidad, muchas travestidas fumando petardos. Yo me presenté vistiendo una camisa de marinero con mucho escote, un pañuelo rojo… este jodido pañuelo. En menos de treinta segundos ya había picado un pez: un chico rubio de buen aspecto, con ropa de universitario, las mejillas sonrosadas. Me lo llevé fuera, asegurándome de dejar la puerta abierta, le dejé besarme, y luego me quedé allí, luchando por no echarme a llorar, mientras le daban una paliza. Destrozaron todo aquel lugar, lo hicieron pedazos, pero yo me quedé aparte, así que sólo me acreditaron la detención del chico rubio.

Se detuvo y volvió a secarse el sudor.

– A primera hora de la mañana siguiente me presenté para tramitar todo el papeleo sobre el chico, pero los papeles ya no estaban, ni tampoco él. Me cabreé mucho, hice comprobaciones y descubrí que era el hijo de uno de los concejales del Ayuntamiento, campeón en atletismo, las mejores notas en su curso, admitido en Harvard, miembro de los más selectos clubs de estudiantes. Con todos los enchufes del mundo. Así que usé eso para hacer un arreglo y salir del cuerpo con mención de honor, con toda la pensión, más otro montón de pasta por «invalidez». El chico rubio se marchó a Boston, se casó con una rica heredera, tuvo cuatro hijos y se puso a dirigir un banco. Yo me compré este Rancho Ilegal en el que estamos, lo aprendí todo acerca de mí mismo y traté de compensar esos diez años de hacer el cerdo, ayudando a los demás…, compartiendo mi sabiduría con aquellos que la quieren aceptar. -Lanzó una mala mirada a Milo, quien lo ignoró, luego se volvió otra vez hacia mí-. Un final feliz, ¿no es así, doctor Psicología?

– Supongo que sí.

– Entonces supones mal, porque, en este mismo momento, ese chico rubio que yo detuve está tendido en la cama de un sanatorio de Altadena, muriéndose de sida, convertido en un jodido esqueleto viviente. Muriéndose solo, porque su querida esposa y sus cuatro hijitos han cortado con él, como quien corta una llamada obscena. Lo descubrí gracias a la radio macuto de nuestra red de ayuda, y he estado viéndole. De hecho, lo vi ayer y le cambié sus jodidos pañales.

Milo se aclaró la garganta. Crotty se volvió hacia él.

– Naturalmente, tú eres demasiado excelso para verte liado con la red, Pelma. O para intentar ayudar a alguien. ¡Ni se te ocurriría admitir que tu hígado puede empezar a pedir auxilio, de un momento a otro, porque no sabes quién eres!

– Belding -dijo Milo, sacando su bloc de notas-. De eso es de lo que hemos venido a hablar.

– ¡Ah! -exclamó disgustado Crotty.

Nadie habló durante un rato.

– Crotty… -dije al fin-. ¿Por qué crees que Belding era un homosexual latente?

El viejo tosió y ondeó la mano.

– ¡Aaah! ¿Quién sabe? Quizá no lo fuera. Quizá yo esté lleno de mierda. Lo que si puedo decirte es que no era ningún macho semental, a pesar de lo que hablasen los papeles de sus citas con todas esas actrices. Me lo presentaron. En una fiesta. Acostumbraba a contratar polis, para que le hicieran servicios de seguridad en sus horas libres. Y, a veces, en horas que no eran tan libres; el Departamento le daba toda la coba que era posible, lamiéndole su rico culo hasta que casi brillaba.

– Sé más específico -le pidió Milo.

– Sí, está bien. Vale, en una ocasión, eso debió ser en el 1949 o en 1950, me sacaron de un caso de agresión sexual a menores y me asignaron a una de sus fiestas en Bel Air… lo primero es lo primero, ¿no? Una de esas cosas sonadas, de caridad, con toda una orquesta, la gente más famosa bebiendo y moviendo el esqueleto, montones de carne femenina, cantidad de cosas raras en los rincones oscuros. Pero todo lo que Semental Belding hizo fue mirar lo que hacían los demás. Eso es lo que él era…, un mirón. Como si fuese una jodida cámara sobre piernas. Recuerdo haber pensado lo muy gélido bastardo que era… reprimiéndose. Latente.

– ¿A eso era a lo que te referías cuando decías que lo habías conocido?

– Ajá. Nos dimos las jodidas manos, ¿no?

– ¿Por qué lo has llamado malvado? -le pregunté.

– Yo diría que los asesinos son malvados…

– ¿Y a quién mató? -inquirió Milo.

Crotty se secó la frente y tosió.

– A miles de personas, Pelma…, a todos los que bombardearon sus jodidos aviones.

Milo pareció disgustado.

– Gracias por el comentario político. ¿Hay algo más que quieras decirnos acerca de Belding?

– Ya os he dicho cantidad.

– ¿Qué hay de su compadre, Vidal?

– ¿Billy el Celestina? También estaba en esa fiesta. Muy suave. Buenos dientes. Unos dientes de un aspecto excelente.

– ¿Algo más, aparte de su salud dental?

– Se suponía que era él quien facilitaba las chicas a Belding.

– ¿Qué hay de las fiestas para la Oficina de la Guerra? -preguntó Milo-. Ésas por las que investigaron a Belding. ¿También para ésas suministraba una guardia el Departamento?

– No me sorprendería. Como ya te he dicho, el Departamento se desvivía por hacerle la pelota.

– Dame nombres -dijo Milo, lápiz en alto.

– Fue hace un jodido mucho tiempo, Pelma.

– Mira, Ellston, no te he pagado cien para que me digas cosas de las que puedo enterarme en los vestuarios de la Comisaría.

Crotty sonrió.

– Un tipo en tu situación, Pelma, no consigue nada en el vestuario.

Milo se pasó una mano por la cara. Se le hinchó un punto en la mandíbula.

– Vale, vale -exclamó Crotty-. Los dos de los que estoy seguro que estaban al servicio de Belding son un par de mierdas llamados Hummel y DeGranzfeld. Trabajaban en administración de antivicio cuando yo entré allí… como abrecabezas. Poco después a Hummel lo trasladaron y destinaron de conductor del Jefe. Un año más tarde era teniente en la división de Newton, lo que era un destino muy puta, pues él era un cerdo racista, y acostumbraba a salir a Main Street y dar palizas a las putas negras, hasta dejarlas hechas papilla. Usaba guantes de piel de cerdo para ello… decía que era para evitar las infecciones.