Le llevó un tiempo a Sharon el calmarla y escuchar su historia: convencida de que lo único que realmente necesitaba era un cambio de ambiente («una huida voluntaria», comentaba Sharon), había tomado un avión a Roma, ido de compras por la Vía Veneto, comido en buenos restaurantes, y se lo había pasado de maravilla, hasta que se había despertado, varios días después, en una sucia callejuela de Venecia, con la ropa hecha jirones, medio desnuda, amoratada y dolorida, con el cuerpo y cara manchados por semen seco. Supuso que había sido violada, pero no tenía ningún recuerdo de la agresión. Tras ducharse y vestirse, reservó una plaza en el primer vuelo de regreso a los Estados Unidos, y fue directamente desde el aeropuerto al consultorio de Sharon.
Ahora se daba cuenta de que había estado equivocada, de que necesitaba ayuda, muy en serio. Y estaba dispuesta a llegar hasta donde fuera preciso.
A pesar de este destello de autoiluminación, el tratamiento no había procedido de un modo fácil. J se mostraba ambivalente respecto a la psicoterapia, y alternaba entre períodos de adoración a Sharon y otros en que la insultaba. Durante los dos siguientes años, aclaró que la ambivalencia de J representaba un «elemento central de su personalidad, algo fundamental en ella». Presentaba dos caras: la necesitada y vulnerable huérfana, que suplicaba la apoyasen, que dotaba a Sharon con cualidades de diosa, y la llenaba de halagos y regalos; y la cría maleducada, maledicente, que siempre estaba exclamando: «¡Yo no te importo una puñetera mierda! ¡Sólo estás en esto para poder conseguir un jodido dominio sobre mí!».
Buena paciente, mala paciente. A J le fue siendo cada vez más fácil el pasar de una a otra y, hacia finales del segundo año de terapia, los saltos se producían en diversas ocasiones durante una única sesión.
Sharon puso en cuestión su diagnóstico inicial y consideró otro.
Síndrome de personalidad múltiple, el más raro de los males, la peor de las disociaciones. Pues, aunque J no había exhibido dos personalidades distintas, sus saltos tenían el aspecto de «un síndrome múltiple latente», y las quejas que la habían llevado a la terapia eran claramente similares a las exhibidas por los múltiples desconocedores de su condición.
Sharon había consultado a su supervisor, el estimado profesor Kruse, y éste le había recomendado la hipnosis como herramienta de diagnóstico. Pero J se había negado a ser hipnotizada, no deseaba perder el control. Además, insistía, se encontraba maravillosamente, estaba segura de hallarse casi completamente curada ya. Y parecía estar mucho mejor: las fugas habían decrecido, la última «huida» se había producido tres meses antes. Ya se había liberado de los barbitúricos y tenía una mayor autoestima. Sharon la había felicitado, pero había confiado sus dudas a Kruse. Éste la recomendó aguardar y ver qué pasaba.
Dos semanas más tarde, J terminó la terapia. Cinco semanas más tarde regresó a la consulta de Sharon, con cuatro kilos menos, enganchada de nuevo en las drogas, habiendo experimentado una fuga de siete días, que la había dejado perdida en medio del desierto de Mojave, desnuda, con su coche sin gasolina, con el bolso desaparecido, y una botella de pastillas, vacía, en la mano. Todo el progreso que había logrado hasta el momento parecía haberse esfumado. Sharon había demostrado tener razón, pero expresó «una profunda tristeza ante la regresión de J».
De nuevo fue sugerida la hipnosis. J reaccionó con ira, acusando a Sharon de ansiar lujuriosamente el control mental sobre ella… «Lo que tú estás es celosa, porque yo soy tan sexy y hermosa, y tú no eres más que una mala zorra marchita y solterona. No me has hecho ni un jodido ápice de bien… así que, ¿cómo te atreves a pedirme que te entregue mi mente?».
J había salido del consultorio, llena de ira, proclamando que todo había acabado definitivamente, que ya estaba «harta de toda esta mierda… me voy a buscar otro comecocos». Tres días más tarde estaba de regreso, colgada de barbitúricos, llena de costras y quemaduras del sol, arrancándose la piel a tiras y sollozando que «esta vez si que la he hecho buena», y deseando hacer cualquier cosa para acabar con aquel dolor interno.
Sharon había iniciado un tratamiento hipnótico. Y, cosa nada sorprendente, J era un sujeto excelente para el mismo: la hipnosis es en sí misma una disociación. Los resultados fueron espectaculares y casi inmediatos.
Desde luego, J estaba sufriendo de un síndrome de personalidad múltiple; bajo trance habían emergido dos identidades: J y Jana… gemelas idénticas, precisas réplicas físicas la una de la otra, pero opuestas, de lado a lado, en lo psicológico.
La persona «J» tenía buenos modales, buen carácter, era una triunfadora, aunque tendía hacia la pasividad. Le preocupaba la otra gente y, a pesar de sus ausencias inexplicadas, debidas a las fugas, lograba desarrollar una excelente actividad en una «profesión orientada hacia la gente». Tenía unas ideas «anticuadas» respecto al sexo y el amor… creía en el auténtico amor, en el matrimonio, en la familia, en la fidelidad absoluta… pero admitía ser sexualmente activa con un hombre por el que sentía un profundo afecto. No obstante, esta relación se había acabado, a causa de una intrusión de su otro yo.
«Jana» era tan descarada como recatada lo era J. Le encantaba usar pelucas de colorines, ropa muy descocada y mucho maquillaje. No veía nada malo en «ponerse ciega de droga, tomándose algún que otro tranquilizante», y le gustaba beber… daiquiris de fresa. Alardeaba de ser una «mala mujer que vive al día, reina del mariposeo de cama en cama, una calentorra total metida en un cuerpo de señora buenísima, lo que le hacía ponerse aún más caliente por dentro». Le encantaba el sexo promiscuo; contaba el caso de una fiesta en la que había tomado tranquilizantes y tenido relaciones sexuales, consecutivamente, con diez hombres, en una sola noche. Los hombres, decía riendo, eran débiles monos primitivos, gobernados por sus deseos lujuriosos. «Un coño mojadito lo es todo para ellos. Con uno de éstos puedes conseguir tantos de ésos como quieras.»
Ninguna de las «gemelas» reconocía la existencia de la otra. Sharon consideraba su existencia como una batalla campal por la posesión del ego de la paciente. Y, a pesar del olfato de Jana por el drama, parecía ser la ordenada J la que estaba ganando la batalla.
J ocupaba aproximadamente el noventa y cinco por ciento de la consciencia de la paciente, servía como su identidad pública, era la que llevaba su nombre. Pero el cinco por ciento sobre el que tenía control Jana era la raíz de todos los problemas de la paciente.
Jana tomaba el control, teorizó Sharon, durante los períodos de mucho estrés, cuando el sistema de defensa de la paciente era más débil. Las fugas eran breves períodos de «ser» Jana. Haciendo cosas que J no podía reconciliar con su imagen de ser una «perfecta dama».
Gradualmente, bajo hipnosis, Jana reaparecía más y más; y, al cabo, comenzó a describir lo que había sucedido durante las «horas perdidas».
Las fugas eran precedidas por una necesidad acuciante de llevar a cabo una huida física, un placer casi sensual de salir huyendo. Pronto seguía un viajar compulsivo: la paciente se colocaba una peluca, se vestía con sus «ropas de fiesta», saltaba a su coche, entraba a la autopista más cercana y conducía sin objetivo fijo, a menudo durante cientos de kilómetros, sin itinerario marcado, «sin siquiera escuchar la música, sólo oyendo el ruido de mi propia sangre latiéndome en las sienes».
A veces, el coche «la llevaba» al aeropuerto, donde usaba su tarjeta de crédito para comprar un billete, al azar. Otras veces seguía en la carretera. En cualquier caso, las escapadas acostumbraban a terminar en excesos sexuales: una excursión a San Francisco que tenía su clímax en una orgía de tres días «con unos hombres esnifando droga, y buen sexo en cadena con un grupo de Ángeles del Infierno en el Golden Gate Park». O llenándose de pastillas en una discoteca de Manhattan, a lo que seguía un pincharse heroína en una de las «galerías de tiro» del Sur del Bronx. Orgías en varias ciudades europeas, asuntos con desechos humanos y «contactos callejeros con gente que estaba mal de la cabeza».