– ¿Lo conoce?
– Después de que Resthaven cerró, se vino a trabajar para mí en el Adventista. Desgraciadamente, teníamos problemas presupuestarios y tuvimos que despedirlo…, no tenía la suficiente educación formal como para tener contentos a los de personal.
– ¿Tiene usted alguna idea de dónde trabaja ahora?
– Después de que lo despidiéramos logró un empleo en un asilo de ancianos en la zona de Fairfax. No tengo ni idea de si aún sigue allí.
– ¿Se acuerda usted del nombre de ese lugar?
– No, pero espere un momento, que lo tengo en mi archivo. Era un hombre tan bueno, que pensé mantener el contacto con él por si me salía algo para él. Ah, aquí está: Elmo Castelmaine, King Salomon Manor, Edinburgh Street.
Copié la dirección y el número de teléfono y le pregunté:
– ¿Cuándo cerró Resthaven, señora Melamed?
– Hace seis meses.
– ¿Qué clase de sitio era Resthaven?
– No estoy segura de saber lo que me pregunta…
– ¿De quién era?
– De una gran empresa. Una entidad de tipo nacional llamada ChroniCare… poseían toda una cadena de establecimientos similares a lo largo de toda la Costa Oeste. Una empresa con muchas ínfulas, pero que nunca lograron poner a Resthaven a funcionar de un modo correcto.
– ¿Clínicamente?
– Administrativamente. Clínicamente eran adecuados. No eran de lo mejor, pero ni con mucho de lo peor. Pero, en lo que a llevar un negocio se refiere, aquel lugar era un puro desastre. Su sistema de facturación era una maraña indescifrable. Contrataron a oficinistas incompetentes, y jamás lograron ni empezar a cobrar todo el dinero que les debía el estado. A mí me contactaron para que les ayudase en eso, pero era una misión imposible. No había nadie con quien hablar: su oficina central estaba en El Segundo, y nadie contestaba jamás a las llamadas que se les hacían. Era como si realmente no les importase el ganar dinero o no.
– ¿A dónde fueron los pacientes cuando cerró?
– Supongo que a otros hospitales. Yo me había ido antes de eso.
– El Segundo -musité-. ¿Sabe usted si eran propiedad de una empresa más grande?
– No me sorprendería. Hoy en día todo lo es.
Le di las gracias y llamé a mi agente de bolsa, Lou Cesare, a Oregón, quien me confirmó que ChroniCare era una subsidiaria de la Magna Corporation.
– Pero ni sueñes en comprar algo de esa empresa: jamás puso acciones a la venta. La Magna jamás vende.
Charlamos un ratito, luego me despedí de él y llamé al King Solomon Manor. Allí, la recepcionista me confirmó que Elmo Castelmaine aún trabajaba para ellos. Pero estaba atareado con un paciente, así que en este momento no se podía poner al teléfono. Dejé un mensaje para él, pidiéndole que me llamase, para un asunto que tenía que ver con Sharon Ransom, y luego me fui hacia el campus.
Llegué en seguida al despacho de Milton Frazier. La tarjeta que debía indicar el horario de oficina estaba vacía. Una llamada con los nudillos no obtuvo respuesta, pero la puerta no estaba cerrada con llave. La abrí y descubrí al Ratonero, vistiendo un rígido traje de paño inglés y usando medias gafas sin aros, inclinado sobre su escritorio, empleando un rotulador amarillo para subrayar secciones de un manuscrito. Las persianas de las ventanas estaban parcialmente cerradas, dando a la habitación un ambiente de penumbras. La barba de Frazier se veía desarreglada, como si se la hubiese estado mesando.
Mi «¡Hola, profesor!» provocó un gruñido y un gesto de la mano que podría haber significado cualquier cosa desde «Entre» hasta «¡Váyase al Infierno!».
Una silla de respaldo recto estaba colocada frente al escritorio. Me senté y esperé, mientras Frazier continuaba subrayando con nada gráciles movimientos, parecidos a estocadas. En el escritorio había un enorme montón de hojas del manuscrito. Me incliné hacia delante y leí el título de la página de encima del montón. Era un capítulo de libro de texto.
Siguió trabajando, y yo aguardé pacientemente. La oficina tenía paredes color marrón claro, una docena o así de diplomas y certificados enmarcados, estanterías metálicas repletas de libros y suelo de vinilo rajado. Nada de decoración de interiores de lujo para este Jefe de Departamento. Alineada en una de las estanterías había una colección de frascos de cristal, con cerebros de animales flotando en formaldehído. El lugar olía a papeles viejos y orines de roedor.
Esperé durante largo tiempo. Frazier acabó con una parte del manuscrito, alzó otra del montón, y comenzó a trabajar en ella. Hizo más señales amarillas, agitó la cabeza, se retorció los cabellos de la barba, y no mostró intención alguna de parar.
– Soy Alex Delaware -le dije-. De la promoción de 1974.
Se irguió de un salto, me miró, se tiró de las solapas. Su camisa le hacía bolsa: su corbata era un horror pintado a mano, lo bastante vieja como para volver ya a estar de moda.
Me estudió.
– Humm. Delaware. No puedo decir que me acuerde.
Una mentira, pero la dejé pasar.
– Pensé que era usted un estudiante -dijo. Como si eso explicase el que hubiera estado ignorándome. Con los ojos puestos de nuevo en el manuscrito, añadió-: Si lo que desea es algún tipo de asociación, tendrá que esperar. No recibo a nadie sin cita previa. Tengo que cumplir con la fecha de entrega al editor.
– ¿Un libro nuevo?
Negativa con la cabeza.
– Una edición revisada de Paradigmas. -Raya del rotulador.
Paradigmas del Aprendizaje de los Vertebrados. Durante treinta años, su única reivindicación de una posible gloria.
– La décima edición -añadió.
– Felicidades.
– Sí. Bien, supongo que las felicitaciones no están de más. No obstante, uno casi lamenta el obligarse a sí mismo a realizar una nueva edición cuando resulta aparente el costo de tal operación: las estridentes exigencias efectuadas por los editores movidos por sus motivaciones comerciales, para que sean incluidos nuevos capítulos; sin importarles el rigor con el que son obtenidos, o la coherencia con la que son presentados.
Dio una palmada sobre el montón de hojas manuscritas.
– El soportar toda esta basura me ha demostrado lo muy bajos que han caído los estándares. El psicólogo estadounidense que ha estudiado la carrera después de 1960 no tiene ni idea de lo que es un diseño de investigación adecuado, por no decir que siquiera carece de la habilidad de construir una frase gramaticalmente correcta. ¡Es una vergüenza!
– Sí que es una maldita vergüenza, pues cuando se hunden los estándares empiezan a suceder todo tipo de cosas extrañas -confirmé.
Alzó la vista, molesto pero atento.
– Cosas extrañas -proseguí-, como que un tipo sin las cualificaciones adecuadas y sólo preocupado por ser siempre el centro de la atracción, llegue a Jefe del Departamento.
El rotulador se quedó congelado en el aire. Trató de ganarme a mirarnos fijamente, pero su fijación ocular era irregular.
– Dadas las circunstancias, ése es un comentario muy poco afortunado.
– Lo que no cambia los hechos.
– ¿Qué es lo que tiene exactamente en mente, doctor?
– Quiero saber cómo logró Kruse saltarse todas las normas.
– Eso es dar muestras de una falta total de modales. ¿Cuál es el interés que tiene usted por todo esto?
– Digamos que soy un estudioso, preocupado por los acontecimientos.
Se sorbió los dientes.
– Cualquier queja que pudiera haber tenido usted contra el profesor Kruse ya ha dejado de tener importancia, tras su desgraciado óbito. Y sí, tal como parece usted afirmar, realmente está preocupado por lo que afecta a este Departamento, no malgastará mi tiempo, ni el de nadie más, con triviales asuntos personales. Estamos todos abrumadoramente ocupados…, todo este asunto, tan horrible, ha alterado grandemente el esquema de las cosas.