– Delaware…
– Llame a la Secretaría General de la Universidad.
– Lo único que tendrán allí es los impresos que ella llenó.
– En esos impresos se indican los centros de enseñanza a los que se ha asistido previamente.
Asintió con la cabeza, marcó un número, hizo valer su cargo con algún oficinista, y esperó. Luego usó el rotulador amarillo para escribir algo en una de las hojas del manuscrito y colgó.
– No venía de Florida. De Long Island, Nueva York. Un lugar llamado Forsythe Teachers College.
Usé su papel y rotulador para copiar aquello.
– Por cierto -añadió-. Sus notas eran excelentes… tanto antes de graduarse como después. Sobresalientes todas ellas. No había indicación de otra cosa que no fuese una escolaridad excepcional. Podría, perfectamente, haber entrado sin la ayuda de él.
– ¿Qué más sabe de ella?
– ¿Para qué necesita saber todo esto?
Le miré y no le dije nada.
– Yo no tuve nada que ver con ella -afirmó-. Kruse era el que tenía un interés personal en la chica.
– ¿Cuán personal?
– Si está usted suponiendo que había algo… corrupto, yo no sé nada al respecto.
– ¿Y por qué debería suponerlo?
Dudó, pareció inquieto.
– No es ningún secreto el que a él se le conocían ciertas… tendencias. Impulsos.
– ¿Le empujaban esos impulsos hacia Sharon Ransom?
– No, yo… Yo no le presto demasiada atención a ese tipo de cosas.
Le creí.
– ¿Cree que esos impulsos de él le ayudaron a ella a lograr esos sobresalientes?
– Rotundamente no. Eso es simplemente una…
– ¿Cómo consiguió meterla en la Facultad?
– Él no la metió, simplemente la recomendó. Las notas de ella eran perfectas. Su recomendación era, únicamente, un dato más a su favor…, nada fuera de lo común. Siempre se ha permitido a los miembros de la Facultad apadrinar estudiantes.
– A los miembros de la Facultad con cátedra -dije yo-. ¿Desde cuándo se han concedido estos privilegios a los asociados clínicos?
Un largo silencio.
– Estoy seguro que usted mismo sabe la respuesta a eso.
– De todas maneras, dígamelo usted.
Se aclaró la garganta, como si estuviese a punto de escupir. Exhaló una sola palabra:
– Dinero.
– ¿El dinero de los Blalock?
– Así como el suyo propio. Kruse descendía de una familia adinerada, se movía en el mismo círculo social que la señora Blalock y los de su clase. Ya sabe lo poco comunes que son este tipo de relaciones entre los académicos, especialmente en una Universidad pública. Se le consideraba como algo más que un simple asociado clínico.
– Un asociado clínico con experiencia en guerra psicológica.
– ¿Cómo dice?
– No importa -repuse-. Así que él hacía de puente entre la clase alta y la clase académica.
– Así es. No hay nada vergonzoso en ello, ¿verdad?
Recordé lo que me había dicho Larry acerca de que Kruse había tratado a uno de los hijos de los Blalock.
– Su conexión con la señora Blalock, ¿era puramente social?
– Por lo que yo sé, sí. Por favor, Delaware, no trate de buscar algo siniestro en todo esto, ni trate de involucrarla a ella. El Departamento estaba en graves problemas económicos; Kruse trajo consigo fondos sustanciales, y prometió usar sus conexiones para obtener una jugosa dotación de fondos de los Blalock. Y cumplió con su promesa. A cambio, le ofrecimos un cargo no retribuido.
– No retribuido en términos monetarios. Pero se le dieron instalaciones de laboratorio. Para su investigación pornográfica. Eso sí que es verdadero rigor académico.
Tuvo un escalofrío.
– No era tan simple. El Departamento no se limitó a venderse como una ramera. Se tardaron meses en confirmar su nombramiento. Los miembros más veteranos de la Facultad tuvimos muchas discusiones al respecto…, había una oposición significativa a nombrarlo, y uno de los que más se oponía era yo. Al hombre le faltaban credenciales académicas. Su columna en una revista vulgar era auténticamente ofensiva. Y, sin embargo…
– Sin embargo, al final se impuso el punto de vista práctico.
Se retorció los pelos de la barba, casi los hizo resonar.
– Cuando me enteré de lo de su… investigación, me di cuenta de que el haberlo dejado entrar había sido un error de juicio… pero un error que ya no era posible corregir sin crear una publicidad adversa.
– Así que, en lugar de echarlo, lo hicieron Jefe del Departamento.
Continuó jugando con su barba. Algunos pelillos blancos cayeron en lluvia sobre el escritorio.
– Volvamos a la disertación de la Ransom -dije-. ¿Cómo logró pasar el escrutinio departamental?
– Kruse vino a pedirme que la norma de la experimentación fuera obviada para una de sus estudiantes. Cuando me explicó que ella pretendía presentar el estudio de un caso, rehusé de inmediato aceptarlo. Él se mostró persistente, señalando el perfecto historial académico de la chica. Dijo que era una psicóloga clínica inusitadamente hábil… ¡Para lo que sirve eso! Que el caso que deseaba presentar era único y que tenía importantes ramificaciones de investigación.
– ¿Cómo de importantes?
– Publicables en una de las revistas especializadas. A pesar de todo no logró convencerme, pero siguió presionándome, acosándome día tras día, viniendo a verme a mi oficina, interrumpiendo mi trabajo con el fin de argumentar en su favor. Al fin, cedí.
Al fin. Seguramente tras haberle llenado la cartera. No dije esto, sino:
– Y, cuando leyó la disertación, ¿no lamentó usted su decisión?
– Pensé que era basura, pero no muy diferente a cualquier otro estudio clínico. La psicología debería haberse quedado en el laboratorio, fiel a sus raíces científicas, y jamás se le debería de haber permitido aventurarse a meterse en toda esa porquería, tan mal definida, del tratamiento. Que sean los psiquiatras los que se hundan en ese tipo de estupideces.
– ¿Tenía usted idea de que era autobiográfica?
– ¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría haberlo sabido? Nunca había visto a esa chica, excepto en una ocasión, para su examen oral.
– Debió de ser un examen muy duro. Con Kruse, usted haciéndole de papel carbón, y una componente exterior: Sandra Romansky. ¿La recuerda?
– En lo más mínimo. ¿Sabe usted en cuántos comités estoy presente? Si hubiera tenido la más mínima sospecha de que había algo impropio, hubiera aplicado el freno…, de eso puede estar seguro.
Reconfortante.
– Yo sólo estuve envuelto tangencialmente en aquello -añadió.
– ¿Cuán a fondo la leyó? -le pregunté.
– Nada a fondo -me dijo, como si aquello fuera una prueba exculpatoria-. ¡Créame, Delaware, apenas si hojeé aquella maldita cosa!
Bajé a la oficina del Departamento, le dije a la secretaria que estaba trabajando con el profesor Frazier, verifiqué que realmente no estaba la ficha, y llamé a información de Long Island para averiguar el número del Forsythe College. La administración del mismo me confirmó que Sharon Jean Ransom había sido alumna de la escuela desde 1972 hasta 1975. Jamás habían oído hablar de Paul Peter Kruse.
Llamé a mi servicio de mensajes. No había nada de Olivia o de Elmo Castelmaine. Pero me habían telefoneado la doctora Small y el detective Sturgis.
– El detective dijo que no le llamase, que él se pondría en contacto con usted -me dijo la operadora.
Lanzó una risita:
– Detective. ¿Está usted metido en algo emocionante, doctor Delaware?
– Nada de eso -le contesté-. Lo de siempre.
– Lo de siempre de usted posiblemente sea un terremoto comparado con lo mío, doctor Delaware. Que tenga un buen día.
La una cuarenta y tres. Esperé siete minutos, y llamé a Ada Small, imaginando que la encontraría entre dos visitas a pacientes. Ella misma respondió al teléfono y me dijo: