– Gracias por llamarme tan pronto, Alex. ¿Te acuerdas de esa joven que me mandaste, Carmen Seeber? Vino para dos sesiones, luego ya no apareció para la tercera. La llamé varias veces y, cuando al fin pude ponerme en contacto con ella en su casa y traté de que me hablara de lo que estaba pasando, se mostró tremendamente defensiva, insistió en que estaba bien, que no necesitaba más terapia.
– Desde luego, está bien… viviendo con un drogadicto y probablemente dándole hasta el último centavo que posee.
– ¿Y cómo sabes eso?
– Por la policía.
– Ya veo. -Una pausa-. Bueno, gracias de todos modos por habérmela enviado. Siento que no funcionase.
– Yo soy el que debería de estarse excusando. Tú fuiste quien me hizo el favor.
– No pasa nada, Alex.
Deseaba preguntarle si Carmen había echado alguna luz sobre la muerte de D. J. Rasmussen, pero sabía perfectamente que no podía pedirle que rompiese el secreto de las confidencias de una paciente.
– Trataré de llamarla la semana que viene -me dijo-, pero no soy optimista. Tanto tú como yo conocemos el poder de la resistencia.
Pensé en Denise Burkhalter.
– Lo único que podemos hacer es intentarlo.
– Cierto. Dime, Alex, ¿qué tal te van las cosas a ti?
Le contesté con demasiada rapidez:
– De coña.
– Sí me meto donde no me llaman, te ruego que me perdones. Pero las dos veces que hemos hablado recientemente, parecías… tirante. Tenso. A todo gas.
La frase que yo había usado, en mi terapia, para describir el estado mental, de aceleración, que me ocurría durante los períodos de estrés. Lo que Robin había llamado siempre hiperespacio de lo que siempre había logrado sacarme, con su cariño…
– Sólo estoy un poco cansado, Ada. Estoy bien. Gracias por preocuparte.
– Me alegra oír eso. -Otra pausa-. Si alguna vez necesitas soltar algunas cosas, ya sabes que aquí estoy yo para escucharlas.
– Lo sé, Ada. Gracias y cuídate.
– Tú también, Alex. Cuídate mucho.
Caminé hacia la parte norte del campus, deteniéndome para tomar una taza de café de una máquina expendedora, antes de entrar en la biblioteca de investigación.
De vuelta al Índice de Periódicos. No hallé nada sobre William Houck Vidal, como no fuesen citas empresariales, antes del juicio por El Multimillonario Ermitaño. Fui retrocediendo y hallé un artículo en el Time referente a las investigaciones del Comité del Senado respecto a los contratos del Departamento de Guerra, titulado «Hollywood se relaciona con la capital entre rumores de escándalo», una referencia que se me había pasado por alto mientras buscaba el material sobre Belding.
Vidal acababa de realizar su primera aparición ante el Comité, y la revista estaba tratando de dar referencias respecto a su persona y ambiente.
Una foto de primer plano lo mostraba con menos arrugas y espeso cabello rubio. Una deslumbrante sonrisa…, los dientes de oro que Crotty había recordado. Y ojos de tipo listo. Vidal era descrito como «un miembro de la alta sociedad, que había combinado su astucia, conexiones y una buena dosis de encanto para hacerse con una lucrativa posición como asesor de la industria cinematográfica». Y fuentes de Hollywood sugerían que era él quien había convencido a Leland Belding para que entrase en el negocio de las películas.
Los dos habían estudiado en Stanford. Y Vidal había sido el presidente de un Club de Alumnos, al que también había pertenecido Belding. Pero se creía que esta asociación no había sido profunda: al futuro multimillonario no le caían bien las organizaciones, y nunca había asistido a un solo acto del club.
Su relación de trabajo se había consolidado en 1941: Vidal había servido como «intermediario» en un trato entre Belding y la Blalock Industries, que en tiempos de guerra le suministró acero a la Magna Corporation a precios de descuento. Vidal le presentó Leland Belding a Henry Abbot Blalock; estaba en una posición perfecta para efectuar esta conexión, puesto que Blalock era su cuñado, al estar casado con la hermana de Vidal, Hope Estes Vidal.
Los Vidal eran descritos como los últimos descendientes de una vieja, venerable familia, de un linaje que se remontaba a los emigrantes del Mayflower, pero con una fortuna muy disminuida. Henry Blalock, nacido en Londres, hijo de un deshollinador de chimeneas, había "sido admitido en los círculos de la buena sociedad tras su casamiento, en 1943, con Hope, pues el apellido de los Vidal aún rezumaba prestigio social. Claro que Time se preguntaba si los actuales problemas con el Senado del hermano Billy no irían a cambiar todo aquello.
Billy y Hope, hermanos. Esto explicaba la presencia de Vidal en la fiesta, pero no su relación con Sharon. Ni tampoco me decía de qué habrían estado hablando…
Seguí buscando más menciones sobre los Blalock, no hallé nada acerca de Hope y sólo algunas referencias a Henry, relacionadas con negocios. Había hecho su fortuna con los ferrocarriles, el acero y los terrenos. Al igual que Leland, era dueño absoluto de sus empresas: jamás había puesto acciones a la venta. A diferencia de Leland, se había mantenido alejado de los titulares de la prensa.
En 1953 había muerto, a la edad de cincuenta y un años, de un ataque al corazón, mientras estaba de safari en Kenya, dejando a una doliente viuda, Hope Estes Vidal. En lugar de flores se rogaban contribuciones a la Asociación del Corazón…
Ninguna mención de descendencia. ¿Y qué había del hijo que había tratado Kruse? ¿Se había vuelto a casar la viuda? Seguí peleándome con el índice y hallé una única entrada, fechada seis meses después de la muerte de Henry Blalock: la venta de las Industrias Blalock a la Magna Corporation por una suma no especificada que se rumoreaba haber sido una ganga. Se hacía notar el declive de las propiedades de Blalock, que era atribuido a la incapacidad a adaptarse a las realidades cambiantes, especialmente a la creciente importancia de los transportes aéreos transcontinentales.
La implicación era clara: los aviones de Belding habían ayudado a dejar antiguos los trenes de Blalock. Y luego la Magna había caído del cielo, y se había apoderado de los restos.
Aunque, por el aspecto que tenía el alojamiento de Hope Blalock, la parte de restos que le había quedado a ella era sustanciosa. Me pregunté si su hermanito Billy no habría vuelto a hacer de «intermediario», ocupándose de que los intereses de ella quedasen protegidos.
Otra hora de ir pasando fichas no me trajo nada nuevo. Pensé en dónde más podía buscar, bajé a la planta baja y le pregunté a la bibliotecaria de referencias si entre los volúmenes almacenados se incluían los registros de la buena sociedad. Alzó la vista, me dijo que en Colecciones Especiales tenía el Libro Azul de Los Ángeles, pero que esa sección ya había cerrado por hoy.
Mis pensamientos descendieron por los peldaños de la escala social hasta otra historia de hermano y hermana. Permanecí en la sección de referencias y traté de hallar las informaciones de la prensa acerca de la incursión contra la droga en la que había muerto Linda Lanier.
Fui al almacén de diarios del segundo piso… Hileras de cajones y filas de máquinas de microfichas. Mostré mi tarjeta de la Facultad, llené unos impresos y recogí carretes de microfichas.
Ellston Crotty había fechado la acción policial en 1953. Suponiendo que Linda Lanier hubiera sido la madre de Sharon habría tenido que estar viva en el momento del nacimiento de ésta, el 15 de mayo, lo cual aún localizaba más la cosa. Así que me abrí camino a partir de la primavera de 1953, empezando con el Times y manteniendo en reserva el Herald, Mirror y Daily News.