Me quedé en pie, paseé, me vi envuelto en una conversación con un viejo, con sólo un ojo bueno y un gorrito de veterano, que me dijo haber combatido con Teddy Roosevelt en lomas de San Juan, y luego aguardó, beligerantemente, como esperando que dudase de él. Cuando no lo hice, se lanzó a una disertación acerca de la política de los EE.UU. en Latinoamérica, y aún seguía animadamente en ello, diez minutos más tarde, cuando reapareció Castelmaine.
Estreché la mano del anciano, le dije que nuestra charla había sido muy educativa.
– Un chico inteligente -le dijo a Castelmaine.
El enfermero sonrió.
– Eso probablemente significa, señor Cantor, que no ha estado en desacuerdo con usted.
– ¿Y cómo se puede estar en desacuerdo? Es claro como el agua: hay que tener a raya a esos malditos rojos, o se nos comerán el hígado.
– Lo que sí es claro es que nos tenemos que ir, señor Cantor.
– ¿Y quién se lo impide? Váyanse con Dios…
Volvimos a cruzar el cemento verde.
– ¿Qué tal una taza de café? -le pregunté.
– No tomo café. Caminemos. -Giramos en Edinburgh y pasamos junto algunas personas ancianas más. Junto a ventanas enteladas y olores de cocina, céspedes secos y puertas mohosas. Al fin, él dijo-: No le recuerdo, no como a una persona específica. Recuerdo que, una vez, la doctora Ransom vino de visita con un hombre, y lo recuerdo porque sólo sucedió esa vez.
Me miró detenidamente.
– No, no puedo decir que recuerde que fuese usted.
– Yo tenía un aspecto distinto -le dije-. Llevaba barba y el cabello más largo.
Se alzó de hombros.
– Puede ser. De todos modos, ¿qué es lo que puedo hacer por usted?
Despreocupadamente. Me di cuenta de que no debía de haberse enterado de lo de Sharon, así que rechiné los dientes y le dije:
– La doctora Ransom ha muerto.
Se detuvo y se puso una mano a cada lado de la cara.
– ¿Muerto? ¿Cuándo?
– Hace una semana.
– ¿Cómo?
– Suicidio, señor Castelmaine. Salió en los diarios.
– Nunca leo la prensa… la vida misma ya me da bastantes malas noticias. ¡Oh, no… una chica tan buena, tan maravillosa! ¡No puedo creérmelo!
No dije nada.
Él siguió agitando la cabeza.
– ¿Qué es lo que la hundió tanto, como para llegar a hacer una cosa así?
– Eso es lo que estoy tratando de averiguar.
Sus ojos estaban húmedos y enrojecidos.
– ¿Es usted su hombre?
– Lo fui, hace años. No nos veíamos desde hace mucho y nos encontramos en una fiesta. Me dijo que algo la preocupaba. Nunca descubrí qué era… dos días más tarde se había ido.
– ¡Oh, Dios, es terrible!
– Sí que lo es.
– ¿Y cómo lo hizo?
– Con pastillas. Y un tiro en la cabeza.
– ¡Oh, Dios! No tiene sentido que alguien tan guapa y rica haga una cosa así. Yo me paso todo el día llevando en sus sillas a los viejos… estos viejos que se van apagando, que van perdiendo la capacidad de hacer nada por sí mismos; pero, aun así, ves que se aferran a la vida, y eso que sólo les quedan los recuerdos para seguir adelante. Y, entonces, te enteras de que alguien como la doctora Ransom lo manda todo a la mierda.
Volvimos a ponernos a caminar.
– Simplemente, no tiene sentido -repitió.
– Lo sé -acepté-, y pensé que quizá usted pudiera ayudarme a encontrarle sentido.
– ¿Yo? ¿Cómo?
– Diciéndome lo que sepa de ella.
– Lo que yo sé no es mucho -me respondió-. Era una excelente mujer, que siempre me parecía alegre, que siempre me trató bien. Estaba dedicada a esa hermana suya…, y eso es algo no muy corriente. Algunos de los familiares empiezan en plan muy noble, sintiéndose culpables de haberse sacado de encima al pobre querido familiar, jurando ante el cielo que irán a visitarlo muy a menudo, que se cuidarán de todo. Pero, después de un tiempo de no recibir nada a cambio, se cansan y van viniendo menos y menos. Pero no la doctora Ransom, ella siempre estaba allí para la pobre Shirlee. Cada semana, como un clavo, el miércoles por la tarde, de dos a cinco. A veces incluso dos y tres veces por semana. Y no venía, como otros, sólo a estar sentada, sino que la alimentaba, la cuidaba y la amaba, sin obtener nada a cambio.
– ¿Había alguien más que visitase alguna vez a Shirlee?
– Nadie, exceptuando la vez que usted fue con ella. Sólo la doctora Ransom, puntual como un reloj. Era la mejor familiar de una de esas personas que yo jamás haya visto, siempre dando, nunca recibiendo. Y la vi hacer eso, continuamente, hasta el día en que me marché de allí.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Hace ocho meses.
– ¿Y por qué se fue usted?
– Porque me iban a echar. La doctora Ransom me advirtió de que aquel lugar iba a cerrar. Dijo que apreciaba mucho todo lo que yo había hecho por Shirlee, y que lamentaba no poder llevarme con ella, pero que Shirlee iba a seguir recibiendo buenos cuidados. Me dijo que yo había sido importante en el cuidado de su hermana. Y entonces, me dio mil quinientos dólares en efectivo, para demostrarme que hablaba en serio. Lo que sí demuestra eso es cómo era ella. De modo que no tiene sentido el que cayese tan bajo.
– Así que ella sabía que Resthaven iba a cerrar.
– Y no se equivocaba. Un par de semanas más tarde todos los demás recibieron las notitas de siempre: Querido empleado… Una amiga mía trabajaba en los pabellones; se lo advertí, pero no me quiso hacer caso. Y cuando pasó, ni le dieron aviso previo, ni paga de compensación: simplemente, adiós y ya está. Hemos quebrado, amigo, nos quedamos sin negocio y tú sin trabajo.
– ¿Tiene alguna idea de a dónde se llevó a Shirlee la doctora Ransom?
– No, pero créame, debió de ser algún sitio bueno; amaba a esa chica, y la trataba como a una reina. -Se detuvo, puso cara de consternación-. Con ella muerta, ¿quién se va a ocupar de la pobrecilla?
– No sé. No tengo ni idea de dónde está. Nadie lo sabe.
– ¡Oh, Dios! Esto empieza a sonar horrible.
– Estoy seguro de que está bien -le dije-. La familia tiene dinero… ¿Hablaba mucho de ellos?
– No, conmigo no hablaba.
– Pero usted sabía que ella era rica.
– Pagaba las cuentas en Resthaven, así que tenía que serlo. Además, cualquiera podía saber que tenía dinero sólo con mirarla… el modo en que se vestía, como se comportaba. Y era una doctora.
– ¿La doctora Ransom pagaba las cuentas?
– Eso es lo que decía en la parte de arriba de la ficha de ella: Toda la correspondencia de asuntos financieros debe de ser dirigida a la doctora Ransom.
– ¿Qué más había en la ficha?
– Todos sus historiales de terapia, psiquiátrica y física. Durante un tiempo la doctora Ransom incluso la hizo visitar por un terapeuta del habla, pero era una pérdida de tiempo… Shirlee no iba a hablar, ni con mucho. Lo mismo sucedió con un maestro de Braille. La doctora Ransom lo intentó todo. Amaba a esa chica… ¡Es que no puedo imaginármela destruyéndose a sí misma y abandonando a la pobrecilla!
– ¿Había algún historial médico en la ficha?
– Sólo algunas cosas muy antiguas y un sumario de todos los problemas, escrito por la doctora Ransom.
– ¿Y certificado de nacimiento?
Negó con la cabeza.
– ¿Había algún otro doctor relacionado con el cuidado de Shirlee?
– Sólo la doctora Ransom.
– ¿No había ninguno de medicina general?
– ¿Y qué se cree que era ella?
– Ella era una psicóloga. ¿Le dijo a usted que era doctora en medicina general?
Pensó un instante.
– Ahora que lo pienso, no… no lo hizo. Pero por el modo en que se hizo cargo del caso de Shirlee, escribiendo órdenes para los terapeutas, lo di por supuesto.
– Shirlee debió tener problemas físicos… ¿quién se ocupaba de ellos?