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Risita.

Oí pasos y me di la vuelta.

Un hombre entró, me vio y se subió los pantalones, enarcó las cejas y caminó sin levantar los pies del suelo hasta su esposa.

No era mucho más alto que ella, apenas llegaba al metro y medio, y tendría la misma edad. Casi calvo, prácticamente sin barbilla, y con unos ojos azules muy grandes, muy suaves. Una nariz carnosa se abría paso entre sus ojos, haciendo sombra a un labio superior protuberante. Su boca colgaba, ligeramente abierta, y sólo tenía algunos dientes, amarillentos. Una cara de historieta, recubierta de un fino vello blanco que parecía una película de jabón. Sus hombros eran tan estrechos, que sus cortos brazos parecían salir directamente de su cuello. Los brazos le colgaban a los costados y acababan en manos regordetas, con dedos unidos por membranas. Usaba una camiseta de manga corta demasiado grande para él, unos pantalones grises de trabajo, atados con un cordel, y botas de baloncesto. Sus pantalones estaban bien planchados. Llevaba la bragueta abierta.

– ¡Oooh, Jasp! -dijo Shirlee, tapándose la boca con la mano y señalando.

Él pareció asombrado. Ella lanzó una risita y tiró de la cremallera arriba, palmeándolo luego jocosamente en la mejilla. Él enrojeció y miró hacia abajo.

– Hola -dije, tendiendo mi mano-. Me llamo Alex.

Me ignoró. Parecía preocupado por sus botas.

– Señor Ransom… Jasper…

Shirlee intervino:

– No oye. Nada. No hable.

Logré captar su mirada y gesticulé la palabra: Hola.

Mirada perdida.

Le ofrecí la mano de nuevo.

Lanzó miradas huidizas por la habitación.

Me volví hacia Shirlee.

– ¿Puede decirle que soy amigo de Sharon?

Se rascó la mandíbula, se lo pensó, y luego le chilló:

– ¡Conoce a Sharon! ¡Sha-ron! ¡Sha-ron!

Los ojos del hombrecillo se desorbitaron y se apartaron de los míos.

– Por favor, Shirlee, dígale que me gustan mucho sus dibujos.

– ¡Dibujos! -gritó Shirlee. Hizo una burda pantomima de dibujar con un lápiz-. ¡Le gustan dibujos! ¡Tus dibujos!

Jasper puso cara de incomprensión.

– ¡Dibujos! ¡Tonto Jasp! -Más movimientos de lápiz. Lo tomó de la mano y señaló hacia el montón de blocs de la cómoda, luego lo giró a él y lo encaró conmigo-: ¡Dibujos!

– Son guapos -dije sonriendo.

– Uhh. -El sonido era de tono bajo, gutural, forzado. Recordé dónde lo había oído antes: en Resthaven.

– ¡Dibujos! -seguía gritando Shirlee.

– Está bien -intervine-. Gracias, Shirlee.

Pero en ese momento ella seguía su propio guión:

– ¡Dibujos! ¡Ve! ¡Ve! -Le dio un empujón a su liso trasero.

Él salió de la chabola.

– Jasp ahora dibuja -me dijo Shirlee.

– Estupendo. Shirlee, estábamos hablando de dónde nació Sharon. Le pregunté si había salido de su barriga.

– ¡Tonto! -Miró hacia abajo y tensó la tela de su guardapolvo sobre su estómago-. No bebé.

– Entonces, ¿cómo llegó a ser su hijita?

La cara pastosa se iluminó, con los ojos brillando maliciosos.

– Un regalo.

– ¿Le regalaron a Sharon?

– Sí.

– ¿Y de quién fue el regalo?

Negó con la cabeza.

– ¿Quién le regaló a Sharon?

La negativa se hizo más violenta.

– ¿Por qué no me lo puede decir?

– ¡No puedo!

– ¿Por qué no, Shirlee?

– ¡No puedo! ¡Secreto!

– ¿Quién le dijo que guardara el secreto?

– ¡No puedo! ¡Secreto! ¡Se-cre-to!

Estaba babeando y a punto de llorar.

– De acuerdo -le dije-. Es bueno que mantenga el secreto, si lo prometió.

– Secreto.

– Lo entiendo, Shirlee.

Se sorbió la nariz, sonrió y dijo:

– Uh, hora del agua -y salió.

Yo la seguí afuera. Jasper también acababa de salir de la otra chabola y estaba caminando hacia nosotros, aferrando varias hojas de papel. Me vio y las agitó en el aire. Fui hasta él y me las mostró: más manzanas.

– Muy bien, Jasper. Muy hermosas.

Shirlee dijo:

– Hora del agua -y miró a la manguera.

Jasper había dejado abierta la puerta de la otra chabola, así que entré en ella.

Un único espacio, sin particiones, con moqueta roja. Una cama se encontraba en el centro, con baldaquino, y tapada por un cobertor con bordes de puntilla. La tela estaba picada por un moho negroverdoso y podrida en algunos puntos. Toqué un trozo de puntilla, que se hizo polvo entre mis dedos. La cabecera y el marco del baldaquino estaban polvorientos por la oxidación, y desprendían un olor amargo. Sobre la cama, colgado de un clavo arqueado en la pared, había un cartel enmarcado de los Beatles, una ampliación de la portada del álbum «Rubber Soul». El cristal del marco estaba rayado, lleno de manchas de cagadas de mosca y partido en un punto. Contra la pared opuesta había una cómoda, cubierta con más puntillas envejecidas, botellas de perfumes y figuritas en cristal. Traté de tomar una de las botellas, pero estaba pegada a las puntillas. Un sendero de hormigas corría por encima de la cómoda. Varios pececillos de plata yacían muertos por entre las botellas.

Los cajones estaban hinchados y costaba abrirlos. El de arriba estaba vacío, a excepción de algunos bichos muertos más. Lo mismo pasaba con los otros. Me llegó un sonido de la puerta: Shirlee y Jasper estaban allá, abrazados el uno al otro, como niños asustados que esperan que pase una tormenta.

– Su habitación -les dije-, tal cual ella la dejó.

Shirlee asintió con la cabeza. Jasper la miró y la imitó.

Traté de imaginarme a Sharon viviendo con ellos. Criada por ellos. Martinis en el solárium.

Sonreí para ocultar mi tristeza. Ellos me devolvieron la sonrisa, también ocultando… una ansiedad servil. Esperando mi siguiente orden. Había tanto que deseaba preguntarles…, pero sabía que había obtenido ya todas las respuestas que ellos me iban a dar. Vi el miedo en sus ojos, y busqué las palabras más adecuadas.

Pero antes de hallarlas, el hueco de la puerta se llenó de carne.

No era mucho más que un crío… de diecisiete o dieciocho, aún con vello de bebé en las mejillas de su rostro infantil. Pero enorme: de uno noventa o uno noventa y cinco; más de cien kilos, una parte importante de ellos aún de gordura infantil; con la piel sonrosada y un cuello corto y más ancho que su rostro de luna. Su cabello rubio estaba cortado a cepillo e intentaba, sin demasiado éxito, que le creciera bigote. Su boca era pequeña y petulante, sus ojos estaban medio oscurecidos por unas mejillas rosadas, tan grandes y redondas como pelotas. Vestía unos tejanos descoloridos y una camisa de vaquero negra extra-extra-grande, con dibujitos en hilo blanco y botones nacarados. Las mangas estaban tan arrolladas como le era posible: hasta la mitad de unos sonrosados antebrazos, tan gruesos como mis antepiernas. Se alzaba tras los Ransom, sudando, emitiendo calor y olor a vestuario masculino.

– ¿Quién es usted? -Su voz era nasal, aún no había pasado del todo la frontera de la masculinidad.

– Me llamo Alex Delaware. Soy amigo de Sharon Ransom.

– Ella ya no vive aquí.

– Lo sé. Vine desde…

– ¿Os está molestando? -le preguntó a Shirlee.

Ella parpadeó.

– Hola, Ga-biel.

El chico endulzó su tono y repitió la pregunta, como si estuviese acostumbrado a hacerlo.

– Le gustan los dibujos de Jasper -le dijo ella.

– Gabriel -intervine-. No he venido a causar ningún…

– No me importa lo que haya venido a hacer. Esta gente es… especial. Hay que tratarlos de un modo especial.

Bajó una manaza enorme sobre los hombros de ambos Ransom.

Le pregunté: