– ¿Es usted hijo de la señora Leidecker?
– ¿Y qué si lo soy?
– Me gustaría hablar con ella.
Echó los hombros hacia delante y sus ojos se entrecerraron. De no ser por su tamaño, hubiera resultado cómico…, un niñito jugando a ser todo un macho.
– ¿Y qué tiene que ver mi Ma en todo esto?
– Ella fue la maestra de Sharon. Yo fui amigo de Sharon. Hay cosas de las que me gustaría hablar con ella. Cosas de las que no habría que hablar delante de ciertas personas. Y estoy seguro de que entiende de lo que hablo.
La expresión de su rostro decía que entendía exactamente de lo que yo estaba hablando.
Se echó un poco atrás del hueco de la puerta y dijo:
– Tampoco Ma necesita que anden molestándola.
– No tengo la menor intención de molestarla. Sólo quiero hablar con ella.
Pensó por un momento, y luego dijo:
– De acuerdo, señor. Lo llevaré con ella; pero estaré presente todo el tiempo, así que no se haga ideas raras.
Se apartó del todo de la puerta. Volvió a entrar la luz del sol.
– Vamos, chicos -les dijo a Jasper y Shirlee-. Deberíais volver a esos árboles, y aseguraos de que cada uno de ellos recibe una buena remojada.
Alzaron la vista hacia él. Jasper le entregó un dibujo.
Él le dijo:
– Estupendo, Jasper. Lo añadiré a mi colección -pronunciando de modo exagerado. Luego el hombre-niño se inclinó y palmeó afectuosamente la cabeza del infantilizado hombre. Shirlee lo agarró de la mano y él le dio un beso ligero en la frente.
– Cuidaos mucho, ¿vale? Seguid echando agua a esos árboles y pronto tendremos fruta que recoger juntos, ¿me oís? ¡Y no habléis con desconocidos!
Shirlee asintió con la cabeza, con aire grave, luego palmeó con las manos y lanzó una risita. Jasper sonrió y le dio otro dibujo.
– Gracias otra vez. Sigue con el buen trabajo, Rembrandt.
Comenzamos a irnos. Jasper corrió tras de nosotros, gruñendo sonidos incoherentes. Nos detuvimos. Me entregó un dibujo y se volvió de espaldas, azarado.
Yo alcé su débil barbilla con mi mano y gesticulé:
– Gracias -exagerando, tal cual lo había hecho el chico.
La sonrisa de Jasper me dijo que me había entendido. Le tendí la mano. Esta vez la cogió, y le dio un débil apretón.
– Vamos, señor -me dijo Gabriel-. Déjelos ya en paz.
Di unas palmadas a la mano del hombrecillo y me solté, seguí a Gabriel hacia los sauces, correteando para mantener su paso. Antes de meterme entre las caídas ramas, miré hacia atrás, y los vi a los dos, mano con mano, de pie en medio de su extensión de tierra. Estaban viéndonos partir como si fuéramos exploradores…, conquistadores yendo hacia algún extraño nuevo mundo, que ellos jamás podrían esperar ver.
29
Gabriel había aparcado una enorme moto Triumph restaurada, justo detrás del Seville.
Dos cascos, uno rojo manzana escarchada, el otro con las barras y estrellas, colgaban de las barras del manillar. Se colocó el rojo, se montó y puso en marcha la moto, de una patada.
Le pregunté:
– ¿Quién le dijo que yo estaba aquí? ¿Wendy?
Se pasó la mano por los pelillos de su bigote y trató de ganarme a mirarnos a los ojos.
– Aquí nos cuidamos los unos de los otros, señor.
Dio gas al motor, organizó toda una tormenta de polvo en las secas hierbas; luego encabritó la moto, alzando la rueda delantera, y salió disparado. Yo salté al interior del Seville, lo seguí tan rápido como me fue posible, lo perdí de vista al pasar por la prensa abandonada, pero lo volví a hallar un momento más tarde, camino de regreso al pueblo. Aceleré, lo alcancé. Pasamos junto al buzón de correo que llevaba el apellido de su familia, seguimos rodando hasta la escuela, donde él fue frenando y me señaló hacia la derecha. Se abalanzó hacia el sendero de entrada, dio una vuelta al campo de juego, y se detuvo en seco frente a los escalones de entrada a la escuela.
Subió esos escalones de tres en tres. Yo le seguí, fijándome en el letrero en madera que había junto a la entrada:
WILLOW GLEN SCHOOL
FUNDADA EN 1938
EN OTRO TIEMPO FORMÓ PARTE DEL RANCHO
BLALOCK
Las letras eran rústicas, y estaban grabadas al fuego en la madera: del mismo estilo que el cartel señalando la calle privada La Mar Road, en Holmby Hills. Mientras me entretenía un momento, para acabar de captar aquella coincidencia, Gabriel subió hasta lo alto de las escaleras, abrió la puerta de un empellón y dejó que se cerrase a su espalda. Corrí hacia arriba y la volví a abrir, entrando en una gran y aireada aula, que olía a pintura de la que se aplica con los dedos y madera de lápiz. De las paredes, pintadas con colores brillantes, colgaban carteles con consejos de salud y seguridad, y dibujos infantiles, hechos con lápices de colores. Nada de manzanas. De tres de las paredes colgaban pizarrones, bajo unos pósters que eran guías de caligrafía. Una gran bandera de los Estados Unidos colgaba sobre un gran reloj redondo, que daba como hora las cuatro cuarenta. Colocados frente a cada pizarrón había unos diez pupitres escolares… de los de tipo antiguo, con tableros estrechos y tinteros de loza.
Un escritorio de maestro se enfrentaba a los tres grupos de asientos. Tras el mismo se hallaba una mujer rubia, con un lápiz en la mano. Gabriel estaba a su lado, inclinado hacia ella y susurrándole algo al oído. Cuando me vio, se irguió y se aclaró la garganta. La mujer dejó el lápiz y me miró.
Parecía estar a principios de los cuarenta, tenía el cabello corto y ondulado y anchos hombros cuadrados. Vestía una blusa blanca de manga corta. Sus brazos eran morenos, carnosos, acabando en atrevidas uñas largas.
Gabriel le musitó algo.
Yo dije:
– Hola -y me acerqué.
Se puso en pie; mediría un metro ochenta o algo así, y era mayor de lo que sugería una primera impresión: a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta. La blusa blanca estaba embutida dentro de la cintura de una falda de lino marrón que le llegaba hasta las rodillas. Tenía pechos grandes, una cintura delgada, casi de avispa, que acentuaba el ancho de sus espaldas. Bajo el moreno de su piel había una capa de color rojo…, una sugerencia del mismo tono coral que cubría a su hijo con lo que parecía ser una perpetua quemadura del sol. Tenía una cara larga y placentera, mejorada por una cuidada aplicación de maquillaje, labios llenos y unos grandes y luminosos ojos ámbar. Su nariz era prominente, su mandíbula firme y hendida. Un rostro abierto, fuerte y curtido por el tiempo.
– Hola -dijo, sin calor-. ¿Qué puedo hacer por usted, caballero?
– Querría hablar de Sharon Ransom. Soy Alex Delaware.
El oír mi nombre la cambió.
– ¡Oh! -dijo, en una voz más débil.
– Ma -dijo Gabriel cogiéndola del brazo.
– No pasa nada, cariño. Vuelve a casa, y déjame hablar con este hombre.
– Ni hablar de eso, Ma. No lo conocemos.
– No pasa nada, Gabe.
– Maaa.
– Gabriel, si yo te digo que no pasa nada, es que no pasa nada. Ahora, hazme el favor de regresar a casa y atender a tus tareas. Los viejos Spartans de la parte de atrás del campo de calabazas necesitan ser podados. Aún hay mucho maíz que descascarillar, y hay que atar los sarmientos de las calabazas.
Gruñó y me lanzó una mirada asesina.
– Anda ya, Gabe -le urgió ella.
Él quitó la mano del brazo de su madre, me lanzó otra mirada torcida, y luego sacó el llavero y se marchó, pisando muy fuerte.
– Gracias, cariño -le gritó ella, justo antes de que la puerta se cerrara tras de él.
Cuando se hubo ido, me dijo:
– La primavera pasada perdimos al señor Leidecker. Desde entonces, Gabe ha estado tratando de reemplazar a su Pa, y me temo que se ha vuelto sobreprotector.
– Es un buen hijo -dije.
– Maravilloso, pero sigue siendo un crío. Cuando la gente lo conoce, se sienten intimidados por su tamaño. No se dan cuenta de que sólo tiene dieciséis años. No he oído que su moto se pusiese en marcha. ¿La ha oído usted?