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– No.

Caminó hasta una ventana y gritó hacia abajo:

– ¡Te he dicho que te vuelvas a casa Gabriel Leidecker! ¡Más te vale haber acabado con esos sarmientos para cuando yo llegue, o te acordarás, niño!

Llegaron sonidos de protesta desde abajo. Siguió en la ventana, con los brazos en jarras.

– ¡Es tan crío! -dijo con afecto-. Probablemente es culpa mía…, fui mucho más dura con sus hermanos.

– ¿Cuántos hijos tiene?

– Cinco. Cinco chicos. Todos casados e idos ya de casa, excepto Gabe. Probablemente deseo, de un modo subconsciente, mantenerlo inmaduro.

De repente, gritó por la ventana:

– ¡Largo ya! -e hizo un gesto como de alejar algo. El rugido de la Triumph se filtró hasta nosotros.

Cuando volvió el silencio, estrechó mi mano y me dijo:

– Soy Helen Leidecker. Perdóneme por no haberle saludado antes tal como se debe. Gabe no me dijo quién era usted, ni lo que buscaba. Sólo que había un entrometido de la ciudad, fisgando por casa de los Ransom y pidiendo hablar conmigo. -Señaló hacia los pupitres escolares-. Si no le importa usar uno de ésos, por favor tome asiento.

– Esto me trae recuerdos -dije, mientras me apretujaba en uno de los lugares de la primera fila.

– ¿Oh, sí? ¿Es que asistió a una escuela como ésta?

– Teníamos más de un aula, pero las instalaciones eran similares.

– ¿Y dónde fue eso, doctor Delaware?

Doctor Delaware. Yo no le había dicho que lo fuera.

– En Missouri.

– Del Medio Oeste -comentó-. Yo soy originaria de Nueva York. Si alguien me hubiera dicho que iba a acabar en un adormilado pueblecito como Willow Glen, me hubiera echado a reír.

– ¿De dónde de Nueva York?

– De Long Island. En los Hamptons; naturalmente, no en la parte cara. Mi gente estaba al servicio de los ricos vagos.

Volvió tras su escritorio y se sentó.

– Si tiene sed -me dijo-, en la parte de atrás hay un refrigerador lleno de bebidas, pero me temo que lo único que tenemos es leche, leche con cacao, o naranjada.

Sonrió, y de nuevo pareció joven.

– Lo he repetido tantas veces, que ya lo tengo grabado en la cabeza.

– No, gracias. He comido muy bien.

– Wendy es una cocinera maravillosa, ¿no le parece?

– Y también un sistema de alerta perfecto.

– Como ya le he dicho, doctor Delaware, éste es un pueblecito muy tranquilo. Y todo el mundo lo sabe todo acerca de los demás.

– ¿Eso incluye el conocerlo todo sobre Shirlee y Jasper Ransom?

– Especialmente eso. Ellos necesitan de un cariño especial.

– Sobre todo ahora.

Su rostro se derrumbó, como si de repente hubiesen pinchado un globo.

– ¡Oh, vaya! -exclamó y abrió un cajón de su escritorio. Tomando un pañuelo bordado, se secó los ojos. Cuando de nuevo los volvió hacia mí, la pena los había hecho aún más grandes. Luego dijo-: Ellos no leen la prensa. Apenas si pueden con un cuaderno de lectura elemental. ¿Y cómo voy a decírselo yo?

No tenía respuesta para eso. Estaba ya harto de buscar respuestas.

– ¿Tienen alguna otra familia?

Negó con la cabeza.

– Ella era todo lo que tenían. Y yo. Me he convertido en su madre. Y sé que soy yo quien va a tener que enfrentarse a este problema.

Se apretó el pañuelo contra una mejilla.

– Le ruego que me perdone -me pidió-. Estoy tan estremecida como el día en que leí lo que había pasado…, aquello fue un horror. No podía creérmelo. ¡Ella era tan hermosa, estaba tan viva!

– Sí que es cierto.

– En realidad, yo fui quien la crió. Y ahora ella ha desaparecido, se ha apagado. Como si jamás hubiera existido. ¡Una pérdida tan inútil, tan estúpida! El pensar en su muerte me hace enfadarme con ella… lo cual no es justo, porque era su vida. Ella jamás me pidió lo que yo le daba, jamás… ¡Oh, no sé!

Apartó la cara. Había empezado a corrérsele el maquillaje de las pestañas. Me recordaba una de las carrozas de un desfile, al día siguiente del mismo…

– Era su vida -acepté-. Pero dejó a un montón de gente llorándola.

– Esto es más que dolor -me dijo-. Yo ya he pasado por el llorar a alguien. Esto es peor: creía conocerla como a una hija, pero durante todos estos años debió de llevar dentro mucha tristeza. No tenía ni idea de ello: jamás lo expresó.

– De hecho, nadie lo sabía -le dije-. Realmente, jamás mostró cómo era.

Alzó las manos y luego las dejó caer como pesos muertos.

– ¿Qué pudo ser tan terrible como para que perdiese toda esperanza?

– No lo sé. Y por eso es por lo que estoy aquí, señora Leidecker.

– Llámame Helen.

– Y tú a mi Alex.

– Alex -pronunció-. Alex Delaware. ¡Qué extraño es conocerte después de tantos años! De algún modo, me parece como si ya te conociese. Ella me habló de ti…, de lo mucho que te amaba. Te consideraba como el único y verdadero amor de su vida, a pesar de que sabía que nunca podría funcionar, a causa de tu hermana. Y, a pesar de ello, te admiraba profundamente por el modo en que te dedicabas a Joan.

Debió haber leído el asombro de mi rostro como si fuera dolor y me lanzó una mirada cargada de simpatía.

– Joan -dije.

– La pobrecilla. ¿Qué tal está?

– Más o menos igual.

Asintió con la cabeza, tristemente.

– Sharon sabía que su condición nunca iba a mejorar. Pero, aunque tu dedicación a Joan implicaba el que nunca ibas a poder dedicarte totalmente a otra persona, te admiraba por ser tan buen hermano. Lo que es más: yo diría que eso intensificaba el amor que sentía por ti. Hablaba de ti como si fueras un santo. Pensaba que, hoy en día, es raro hallar ese tipo de fidelidad familiar.

– No soy lo que se dice un santo…

– Pero eres un buen hombre. Y sigue siendo verdad aquel viejo dicho acerca de lo difícil que es encontrar a uno. -En su rostro apareció una expresión de estar perdida en recuerdos-. El señor Leidecker era otro. Taciturno, un holandés tozudo… pero con un corazón de oro. También Gabe tiene algo de esa bondad; es un chico amable, y espero que el haber perdido a su padre no vaya a endurecerlo.

Se puso en pie, fue hasta uno de los pizarrones y lo limpió desganadamente, con un cepillo para el yeso. El esfuerzo pareció dejarla exhausta. Regresó a su silla, arregló unos papeles, y dijo:

– Éste ha sido un año de pérdidas. Pobres Shirlee y Jasper. Me da tanto pánico el decírselo. Todo es culpa mía: yo cambié sus vidas, y ahora el cambio les ha traído una tragedia.

– Ésa no es razón para culparse…

– Por favor -me dijo con voz suave-. Sé que no es nada racional, pero no puedo evitar sentirme del modo en que me siento. Si no me hubiera entrometido en sus vidas, las cosas hubieran sido muy distintas.

– Pero no necesariamente mejores.

– ¿Quién sabe? -dijo ella. Sus ojos se le habían llenado de lágrimas-. ¿Quién sabe?

Miró al reloj de la pared.

– He estado aquí encerrada toda la tarde, poniendo notas a estos ejercicios. Desde luego, me iría bien estirarme un poco.

– A mí también.

Mientras descendíamos por los escalones de la escuela, señalé al cartel de madera.

– El Rancho Blalock. ¿No estaban en negocios de barcos, o algo así?

– Acero y ferrocarriles. En realidad nunca fue un rancho. Allá en los años veinte, ellos se enfrentaban con el Southern Pacific, por las líneas de ferrocarril que iban a unir California con el resto del país. Hicieron estudios topográficos por San Bernardino y Riverside, buscando una ruta interior, y se compraron un buen pedazo de tierras en ambos condados…, incluso con pueblos enteros. Pagaron los precios máximos para sacarles la tierra de Willow Glen a los granjeros que habían estado cultivando manzanas en ella desde tiempos de la Guerra Civil. El resultado fue una gran extensión, que ellos denominaron rancho. Pero nunca plantaron o criaron nada en él, sólo se limitaron a alambrarlo y colocar guardianes. Y el ferrocarril jamás fue construido debido a la Depresión. Tras la Segunda Guerra Mundial, empezaron a vender algunas de las parcelas más pequeñas a particulares. Pero otras de las porciones, las mayores, fueron tragadas por otra gran empresa.