– ¿Qué empresa?
Ella se alisó el cabello.
– Una empresa de aviación, ésa que era propiedad del multimillonario loco, Belding. -Sonrió-. Y con esto, señor Delaware, acaba su lección de historia para hoy.
Entramos en el terreno de juego, pasamos por entre columpios y toboganes, y nos dirigimos hacia el bosque que cubría el pie de las montañas.
– ¿Aún tiene tierras por aquí la Magna?
– Muchas. Pero ellos no venden. Y no será que la gente no haya intentado comprarles. Y es precisamente esto lo que mantiene a Willow Glen convertido en un pueblucho sin futuro. La mayor parte de las viejas familias lo han dejado correr, vendiendo sus tierras a doctores y abogados ricachones, que usan los campos frutales para deducir impuestos, y dejan que se pierdan: las líneas de riego están obturadas, ni abonan ni podan. La mayor parte de ellos ni se molesta en hacer que recolecten la fruta. En algunos lugares, la tierra se ha vuelto tan dura como el cemento. Los pocos agricultores que siguen aquí se han vuelto desconfiados y suspicaces…, están convencidos de que todo forma parte de una conspiración para echarlo todo a perder, y que así la gente de la ciudad pueda comprar lo que queda a un precio regalado y edificar urbanizaciones o algo así.
– Eso es lo que me dijo Wendy.
– Su gente son de los últimos que llegaron, gente muy inocente. Pero no se puede dejar de admirarlos por lo duro que lo intentan.
– ¿Quién es el propietario de la tierra en la que viven Jasper y Shirlee?
– Ésa es tierra de la Magna.
– ¿Es cosa sabida?
– A mí me lo dijo el señor Leidecker, y él no era ningún chismoso.
– ¿Cómo es que se establecieron allí?
– Nadie lo sabe. Según el señor Leidecker, yo entonces aún no vivía aquí, un día aparecieron en la tienda del pueblo para comprar víveres, allá por 1956…, cuando aún había en el pueblo una tienda que vendía de todo un poco. Cuando la gente trató de hablarles, Jasper agitó las manos y gruñó, y ella lanzó risitas. Era obvio que eran retrasados mentales, niños que nunca iban a crecer. La teoría más aceptada es que se escaparon de alguna institución, que quizá se bajaron de un autobús, en alguna parte, luego no supieron volver a él, y acabaron aquí por accidente. La gente les ayuda cuando resulta necesario, pero en general nadie les presta demasiada atención. Y ellos no le hacen daño a nadie.
– Pues sí que hay alguien que les presta atención -dije-. Y les manda quinientos dólares al mes.
Ella me lanzó una mirada, como la del niño atrapado con la mano en la lata de las galletas.
– ¿Decías…?
– Vi su libreta de ahorros. Estaba encima de la cómoda.
– ¿Encima de la cómoda? ¿Qué es lo que voy a hacer con esos dos? ¡Pues no les he dicho veces que guarden oculta esa libreta, o que me dejen guardársela a mí! Pero supongo que, para ellos, es una especie de símbolo de seguridad, y no quieren separarse de ella. Y pueden ponerse muy tozudos cuando lo desean, especialmente Jasper. ¿No reparaste en las ventanas de sus chabolas, tapadas con papel encerado? Después de tantos años, él se niega a dejar que le instalen cristales en las ventanas. La pobre Shirlee se congela en invierno. Gabe y yo tenemos que llevarles montones de mantas y, a finales de la estación, están enmohecidas sin remedio. Pero el frío no parece afectarle a Jasper. Al pobrecillo hay que decirle que se resguarde cuando llueve, a él no se le ocurre.
Agitó la cabeza.
– Encima de la cómoda. No es que nadie de por aquí les vaya a hacer daño, pero ése es mucho dinero para irlo mostrando. Especialmente siendo dos pobrecillos indefensos.
– ¿Quién se lo manda? -pregunté.
– Nunca he podido descubrirlo. Llega, con la precisión de un cronómetro, el primero de cada mes. Mandado por correo desde la Central de Los Ángeles. Un sobre en blanco, con la dirección del destinatario escrita a máquina y sin remitente. Shirlee no tiene una noción clara del tiempo, así que no puede decirme desde cuánto hace que lo recibe, sólo que es desde hace mucho. Había un hombre, Ernest Halverson, que acostumbraba a repartir el correo hasta que se retiró en 1964. Y creía recordar que esos sobres ya llegaban desde 1956 o 1957, pero para cuando hablé con él ya había tenido un par de ataques al corazón, y su memoria no era perfecta. Y todos los otros viejos murieron ya hace tiempo.
– ¿Siempre fueron quinientos?
– No. Al principio eran trescientos, luego cuatrocientos. Subieron a quinientos después de que Sharon se fuera a estudiar.
– Un benefactor concienzudo -dije-. Pero, ¿cómo pudo esperar alguien que ellos manejasen esa clase de dinero?
– No podían hacerlo: estaban viviendo como animales, hasta que empezamos a cuidarnos de ellos. Llegaban al pueblo cada par de semanas, con dos o tres billetes de a veinte, tratando de comprar víveres, sin ni idea de cómo cambiar los billetes, ni de lo que valían las cosas. Pero aquí la gente es honesta: jamás se aprovechó nadie de ellos.
– ¿Y nadie tuvo curiosidad por saber de dónde salía el dinero?
– Seguro que sí, Alex. Pero la gente de Willow Glen no fisgonea. Y nadie se dio cuenta de la cantidad de dinero que tenían guardado. No hasta que lo descubrió Sharon…, miles de dólares amontonados bajo el colchón, o simplemente metidos en un cajón. Jasper había usado algunos de los billetes para sus proyectos de arte: dibujando bigotes en las caras, haciendo aviones de papel con ellos.
– ¿Qué edad tenía Sharon cuando hizo ese descubrimiento?
– Casi siete años. Era en 1960. Recuerdo el año, porque tuvimos unas lluvias de invierno desacostumbradamente fuertes. Esas chabolas fueron construidas originariamente como almacenes, con sólo una pequeña base de cemento por debajo, y yo sabía que les debía de haber afectado de mala manera, así que allá fuimos… el señor Leidecker y yo. Desde luego, era terrible. Su parcela estaba medio inundada, convertida en un barrizal, con la tierra escurriéndose como si fuera chocolate deshecho. El agua había perforado el papel encerado, y estaba entrando a trombas. Shirlee y Jasper se hallaban dentro, metidos en el barro hasta las rodillas, aterrados y absolutamente inermes. No vi a Sharon, así que me puse a buscarla, y la hallé en su chabola, de pie sobre su cama y envuelta en una manta, temblando y gritando algo acerca de una sopa verde. Yo no tenía ni idea de lo que estaba hablando. La tomé en brazos para calentarla, pero ella siguió gritando acerca de la sopa.
»Cuando salimos fuera, el señor Leidecker estaba señalando, con los ojos desorbitados, a unos pedazos de papel verde que estaban pegados en el barro o flotando con el agua que corría. Dinero, montones de dinero. Al principio yo creía que era de ese falso, de alguno de los juegos que le había regalado a Sharon; pero no, era real. Entre el señor Leidecker y yo logramos salvar la mayor parte de los billetes: luego los colgamos sobre nuestra chimenea para secarlos, y los metimos en una caja de cigarros, para tenerlos guardados. Lo primero que hice, cuando hubieron acabado las lluvias, fue llevarme a Shirlee y Jasper en el coche a Yucaipa, y abrirles una cuenta en el banco. Yo lo firmo todo, saco un poco para los gastos, y me aseguro de que ahorren el resto. He conseguido enseñarles un poco de matemáticas elementales, para que sepan cómo pagar, cómo contar el cambio. Cuando logras enseñarles algo, normalmente ya no lo olvidan. Pero jamás lograrán entender lo que realmente tienen… que es una suma bastante apañadita. Y eso, junto con Medi-Cal y la Seguridad Social, debería permitirles a ambos vivir confortablemente durante el resto de sus existencias.