Ningún error de reparto había impedido los pagos mensuales en efectivo a los Ransom. No dije nada.
– Durante todos estos años -prosiguió-, creí haberla entendido. Ahora me doy cuenta de que me engañaba a mí misma. Apenas si la conocía.
Caminamos hacia las ventanas color amarillo.
– ¿Cómo y cuándo conociste a Sharon? -pregunté.
– Fue por mi habitual carácter entrometido, de persona que siempre trata de hacer el bien. Ocurrió poco después de mi matrimonio, al poco tiempo de que el señor Leidecker me trajera aquí, en 1957.
Agitó la cabeza, y suspiró:
– Treinta años ya. -Luego no dijo más.
– Trasladarte de la gran ciudad a Willow Glen debió de ser un golpe bastante fuerte para ti -comenté.
– ¡Oh, lo fue! Después de acabar en la Academia logré un puesto de maestra en una escuela privada en el Upper East Side de Manhattan…, con los hijos de los ricos. Por las noches trabajaba voluntariamente en los programas de enseñanza de los militares. Ahí es donde conocí al señor Leidecker. Él estaba en el ejército, cursando estudios en el City College, por cortesía del Tío Sam. Me lo encontré una noche en el vestíbulo, parecía absolutamente fuera de lugar. Nos pusimos a conversar. Él era muy guapo, muy dulce… ¡tan diferente a esos tipos que se creían listos y no tenían carácter alguno, con que me había estado encontrando en la ciudad! Cuando me habló de Willow Glen, hizo que pareciera un auténtico paraíso. Amaba esta tierra…, sus raíces eran aquí muy profundas. Su familia llegó de Pennsylvania durante la Fiebre del Oro… pero sólo llegaron hasta Willow Glen y se quedaron con las doradas manzanas, en lugar de con las doradas pepitas, eso es lo que él acostumbraba a decir. Dos meses después estaba casada y era maestra en una escuela de una sola aula.
Llegamos al edificio de piedra. Ella miró al cielo.
– Mi marido era un hombre taciturno, pero sabía cómo contar una historia. Tocaba la guitarra maravillosamente y cantaba como los ángeles. Tuvimos una buena vida juntos.
– Parece maravilloso -dije.
– ¡Oh, lo era… aprendí a amar este lugar! La gente de aquí es sólida y decente; los niños son tan inocentes que casi te entran ganas de llorar. Y lo eran mucho más, antes de que nos llegase la televisión por cable. Pero una siempre cambia unas cosas por otras… Hubo un tiempo en que me creí una intelectual; no es que lo fuera, pero me gustaba ir a recitales de poesía en Greenwich Village, visitar galerías de arte, escuchar los conciertos que daban las bandas en Central Park. Me encantaba todo el mundillo cultural de la ciudad. Entonces, Nueva York era un lugar encantador. Más limpio, más seguro. Y parecía que las ideas brotaban de las aceras.
Estábamos al pie de las escaleras de la escuela. La luz de arriba se derramaba por sobre su rostro, encendía llamas en sus ojos. Su cadera rozó con la mía. Se apartó con rapidez y se ahuecó el cabello.
– Willow Glen es un desierto cultural -me dijo, subiendo por las escaleras-. Pertenezco a cuatro Clubs del Libro, estoy suscrita a veinte revistas mensuales, pero créeme, esto no es suficiente para substituir aquello. Al principio, hacía que el señor Leidecker me llevase en coche a L. A. para oír a la Filarmónica, y a San Diego para el Festival de Shakespeare en el Old Globe. Y lo hacía sin quejarse, siendo un alma bendita como era, pero yo sabía que era algo que él detestaba…, jamás lograba mantenerse despierto durante todo el rato. Y, al cabo, dejé de obligarle a soportarlo. La única obra de teatro que he visto en los últimos años es la que yo escribo, la función que hacen los niños para Navidad: «Paz en la Tierra a los Hombres de buena voluntad», acompañada por mi desafinado piano.
Se echó a reír.
– Al menos, los niños disfrutan con eso… por aquí, no son demasiado sofisticados. En sus casas les ponen el énfasis en que hay que ganarse la vida. Sharon era diferente: ella tenía una mente muy voraz, le encantaba aprender.
– Asombroso -dije-, considerando su vida familiar.
– Sí, realmente asombroso. Sobre todo cuando uno considera el estado en que se hallaba, cuando la vi por primera vez. La forma en que floreció fue como un milagro. Me siento privilegiada, al haber podido contribuir a ello. A pesar de cómo acabó todo…
Se tragó unas lágrimas, empujó la puerta y caminó rápidamente hacia su escritorio. Me quedé mirándola, mientras recogía la mesa.
– ¿Cómo la conociste? -volví a preguntarle.
– Justo poco después de llegar aquí, empecé a oír a mis alumnos hablar de una familia de «tontos», así es como les llamaban ellos, que vivían detrás de la vieja prensa de manzanas abandonada. Dos mayores y una niñita que correteaba desnuda y charloteaba como un chimpancé. Al principio pensé que sólo era uno de esos cuentos de patio de escuela, el tipo de historia que les encanta inventarse a los niños. Pero, cuando se lo mencioné al señor Leidecker, me dijo: «Seguro. Se trata de Shirlee y Jasper Ransom. Son débiles mentales, pero inofensivos». Y se encogió de hombros, era la vieja historia del «tonto del pueblo».
»¿Y qué hay de la niña? -pregunté-. ¿También es débil mental? ¿Por qué no la han matriculado en la escuela? ¿La han vacunado? ¿Se ha molestado alguien en realizarle un examen médico adecuado y en asegurarse de que recibe la nutrición apropiada?
»Esto le hizo pararse a pensar, y poner cara de preocupación. "¿Sabes, Helen? Jamás pensé en eso", me contestó, y lo decía avergonzado, ésa es la clase de hombre que era.
»A la tarde siguiente, después de la escuela, seguí la carretera, hallé la prensa, y me puse a buscarlos. Era justo como lo habían descrito los niños, como una chabola de los esclavos en una plantación de las de antes de la Guerra Civil. Esas patéticas edificaciones… y ahora están mucho mejor de lo que estaban antes de que las arreglásemos: no había ni agua, ni luz, ni gas… sólo una bomba en el exterior, que daba un agua con quién sabe cuántos microorganismos. Y, antes de que les regaláramos esos árboles, sólo tenían un terreno seco y polvoriento. Y Shirlee y Jasper estaban allí de pie, sonriendo, siguiéndome por todas partes, pero sin protestar en lo más mínimo cuando entré en sus chabolas. Dentro, tuve mi primera sorpresa: había esperado un caos, pero me encontré con que todo estaba muy limpio, bien conservado… las ropas perfectamente dobladas, la cama hecha a la perfección. Y ambos era muy concienzudos respecto a su higiene, a pesar de que tenían un poco descuidados sus dientes.
– Estaban bien entrenados -dije.
– Sí. Como si alguien les hubiera inculcado lo más básico…, lo que apoya la teoría de que se escapasen de una institución. Desafortunadamente su entrenamiento no abarcaba el cuidado de niños. Sharon estaba sucia, con ese precioso cabello negro suyo tan sucio, que parecía marrón; todo él enmarañado, y con semillas de esas que se agarran. La primera vez que la vi estaba en lo alto de uno de los sauces, a horcajadas en una rama, desnuda como un recién nacido; y con algo brillante en una mano. Mirando hacia abajo con esos grandes ojos azules suyos. Desde luego, con aspecto de chimpancé. Le pedí a Shirlee que la hiciese bajar. La llamó…
– ¿La llamó por su nombre?
– Sí: Sharon. Eso no tuvimos que improvisarlo. Shirlee siguió llamándola, suplicándole que bajase, pero Sharon la ignoró. Estaba claro que allí no había autoridad paterna alguna, que no podían controlarla. Finalmente, hice ver que no me importaba y ella bajó, manteniendo las distancias y mirándome. Pero no estaba asustada. Por el contrario, parecía feliz de ver una cara nueva. Y entonces, hizo algo que me cogió realmente por sorpresa: la cosa brillante que había estado sosteniendo en la mano era un bote abierto de mayonesa. Metió la mano dentro, agarró un pegote de salsa y comenzó a comérsela. Las moscas la olieron y comenzaron a pasearse por encima de ella. Le quité el bote. Ella chilló, pero no demasiado fuerte; ansiaba que alguien la hiciera ser disciplinada. Coloqué el brazo en derredor de ella. Eso pareció gustarle. Pero hedía de mala manera, parecía una de esas niñas salvajes que salen en los cuentos, de las que ha criado un animal. Y, sin embargo, también era una niña preciosa… ¡esa cara, esos ojos!