Выбрать главу

»La senté en un tocón, alcé el bote de mayonesa y dije: "Esto se come con jamón cocido o atún. No sola". Shirlee me estaba escuchando. Comenzó a lanzar una de sus risitas. Sharon le siguió la corriente y también se rió, mientras se pasaba las manos por su grasiento cabello. Luego me dijo: "A mí me gusta sola". Tan claro como el tañido de una campana. Esto me sobresaltó, pues había supuesto que ella también era una retrasada, y que no hablaba o apenas. La miré atentamente y vi algo en ella…, una rapidez en sus ojos, el modo en que respondía a mis movimientos…, que me indicaba que tenía algo bajo la azotea. También coordinaba muy bien. Cuando le comenté lo buena escaladora que era, me hizo toda una demostración: se subió al árbol como un mono, hizo volteretas y se puso cabeza abajo. Shirlee y Jasper la miraron hacerlo y aplaudieron. Para ellos era un juguete.

»Les pregunté si me la podía llevar unas horas. Aceptaron sin dudarlo, a pesar de que no me conocían de nada. No había entre ellos el nexo entre padres e hija, a pesar de que estaban claramente encantados con ella, y de que la besaron y abrazaron muchas veces, antes de que nos marchásemos.

– ¿Cómo reaccionó Sharon al que se la llevasen?

– No estaba contenta, pero no se peleó para impedirlo. Especialmente, no le gustó cuando traté de cubrirla con una manta. Y lo curioso es que, cuando se acostumbró a la ropa, ya nunca le gustó quitársela…, como si el estar desnuda le recordase el modo en que había vivido antes.

– Seguro que sí -dije, y pensé en cuando hacíamos el amor en el asiento trasero de mi coche.

– En realidad llegó a convertirse en un auténtico figurín de alta costura… acostumbraba a empaparse con las revistas de moda y recortar los modelos que le gustaban. Y nunca le gustaron los pantalones, sólo los vestidos.

Vestidos de los años cincuenta.

– ¿Cómo te fue la primera vez que la llevaste a tu casa?

– Me permitió tomarla de la mano, y subió al coche como si ya lo hubiera hecho antes. Durante el viaje traté de hablar con ella, pero se limitó a mirar por la ventanilla, sin abrir boca. Cuando llegamos a mi casa, bajó, se puso en cuclillas, y defecó en el mismo camino para coches. Cuando lancé un grito de sorpresa, ella pareció realmente desconcertada, como si el hacer ese tipo de cosas fuese absolutamente normal. Resultaba obvio que nadie le decía lo que se puede y lo que no se puede hacer. La metí dentro de casa, le senté en el lavabo y la lavé bien, y le cepillé el cabello, para quitarle todo aquel enmarañamiento; en ese punto, sí que empezó a lanzar auténticos alaridos. Luego, la vestí con una de las viejas camisas del señor Leidecker, la senté a la mesa, y le di una cena como Dios manda. Comió como un leñador. Al acabar, se levantó de la silla y ya iba a ponerse en cuclillas otra vez. La llevé en volandas al baño, y le enseñé cómo se hacía. Eso fue el principio. Sé que le importaba hacerlo bien.

– Pero, ¿hablaba con fluidez?

– Era una cosa extraña, desigual. A veces, le salían frases enteras, y luego se encontraba con problemas hasta para describir algo de lo más simple. Tenía tremendos agujeros en su conocimiento del mundo. Y cuando se sentía frustrada, comenzaba a gruñir y señalar con el dedo, como Jasper. Y no eran señales de ningún idioma de gestos: yo conozco el idioma de los sordomudos, y ni ella ni Jasper lo conocían, a pesar que luego logré enseñarle a él un poquito. Jasper tiene su propio lenguaje primitivo… cuando se molesta en comunicarse de algún modo. Ése es el medio ambiente en el que ella vivía, cuando la hallé.

– Desde eso a un doctorado -musité.

– Ya te he dicho que fue todo un milagro. Aprendió de un modo asombrosamente rápido: cuatro meses de trabajo intenso para lograr que se pusiera a hablar de un modo adecuado, otros tres para enseñarla a leer. Estaba preparada para aprender, era como un vaso que aguarda ser llenado. Cuanto más tiempo pasaba con ella, más claro tenía que no sólo no era retardada, sino que era brillante. Muy brillante.

Y que ya había sido educada. Por alguien que le había enseñado a subir en los coches, que le había enseñado frases enteras… y luego hecho agujeros en su conocimiento del mundo.

Helen había dejado de hablar, tenía la mano ante la boca y estaba respirando trabajosamente.

– Todo para nada -dijo.

Miró al reloj de la pared.

– Lo siento, pero ya tengo que irme. Al venir me trajo Gabe. Me compró un casco con su propio dinero… ¿cómo podría negarme a que me lleve en su moto? Y el pobrecillo debe de estar nerviosísimo, creyéndose yo qué sé.

– Me encantará acompañarte a casa en mi coche.

Dudó, y luego dijo:

– De acuerdo. Dame un par de minutos para cerrar.

30

Su casa era grande, con el techo en punta y muy iluminada, adornada generosamente con detalles en blanco, y separada de la carretera por un cuarto de hectárea de manzanos en perfectas condiciones de crecimiento. La moto de Gabe estaba aparcada cerca del porche delantero, junto a un viejo camión Chevy y un Honda Accord. Me llevó alrededor de la casa, hasta una puerta lateral, y entramos por la cocina. Gabe estaba sentado ante la mesa, dándonos la espalda, desgranando maíz y escuchando estrepitosa música rap en un portátil que no era mucho más pequeño que su Honda. Había mazorcas de maíz apiladas hasta su barbilla. Trabajaba lentamente, pero sin parar, agitando la cabeza al compás de la música.

Ella le besó en la coronilla. Él le lanzó una mirada de desdicha, como suplicando compasión. Pero, cuando me vio, la desdicha se convirtió en ira.

Su madre bajó el volumen del portátil.

– ¿Qué demonios hace ése aquí?

– ¡No seas maleducado, Gabriel! No es eso lo que te enseñó papá.

La sola mención de su padre le hizo tomar el aspecto de un niño pequeño, perdido. Hizo un mohín, tomó una mazorca ya desgranada y la hizo pedazos entre sus dedos.

– El doctor Delaware es nuestro invitado -le dijo su madre-. ¿Te quedarás a cenar, Alex?

No tenía necesidad de comida, pero estaba hambriento de datos.

– Me encantaría -le contesté-. Y muchas gracias.

Gabe murmuró algo hostil. La música aún estaba lo bastante fuerte como para bloquear sus palabras, pero no su significado.

– Limpia la mesa y ponía, Gabriel. Quizá comiendo mejoren tus modales.

– Ya he comido, Ma.

– ¿Y qué has comido?

– Pastel de pollo, las patatas que quedaban, los guisantes y el pan de calabaza.

– ¿Todo el pan de calabaza? Sonrisa de niño travieso.

– Ajá.

– ¿Y de postre?

– El helado.

– ¿Has dejado un poco para tu pobre mamá, a la que ya sabes que le chifla el dulce?

La sonrisa se borró.

– Lo siento.

– No te preocupes, cariñito -le dijo, despeinándole el cabello-. Necesito rebajar las calorías…, me has hecho un favor.

Él abrió los brazos sobre el montón de maíz y volvió a lanzarle la mirada implorante.

– Mira todo lo que he hecho, Ma. ¿Puedo dejarlo ya?

Ella cruzó los brazos, trató de aparentar severidad.

– De acuerdo, pero mañana acabas con el resto. ¿Qué hay de los deberes?

– Hechos.

– ¿Todos?

– Sí señora.

– Muy bien. Quedas en libertad condicional.

Se puso en pie. Me lanzó una mirada asesina que decía: «que no te coja yo a solas», e hizo todo un espectáculo de hacer sonar sus nudillos.

– Gabriel, te he dicho que no hagas eso. Te estropearás las manos.

– Lo siento.