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Esta avanzaba a ritmo muy lento. Cuando le llegaba el turno a cada individuo, éste se acercaba a Maximiliano, ejecutaba los correspondientes gestos de respeto y homenaje, y el emperador respondía con una sonrisa, una palabra o dos o levantando amistosamente la mano. Fausto se quedó sorprendido por la soltura y la convicción de sus maneras. También parecía estar disfrutando de aquello. Puede que todo fuera un extraordinario fingimiento, pero Maximiliano estaba actuando como si hubiera sido él, y no el fallecido príncipe Heraclio, quien hubiera sido instruido a lo largo de toda su vida para ese momento de ascensión a la cumbre del poder.

Y por fin, era el mismo Fausto quien estaba frente al emperador.

—Majestad —murmuró Fausto con humildad y saboreando la palabra. Hizo una reverencia. Se arrodilló. Cerró los ojos un instante para paladear aquel milagro. «Levántate, Fausto Flavio Constantino César, tú, llamado a ser el canciller imperial del gobierno del tercer Maximiliano», eso era lo que Fausto imaginaba que diría el emperador.

Fausto se alzó. El emperador no dijo nada en absoluto. Su rostro delgado y juvenil tenía una expresión solemne. Sus ojos azules parecían fríos. De hecho, era la mirada más glacial que Fausto había visto en su vida.

—Majestad —dijo de nuevo Fausto, con un tono esta vez más ronco, más áspero. Y después, muy suavemente, con una sonrisa, con un rastro de la vieja complicidad—: ¡Qué giro irónico del destino, Maximiliano! ¡Cómo juega éste con nuestras vidas! ¡Emperador! ¡Emperador! ¡Sé el placer que te estará causando, mi señor!

La mirada glacial siguió implacable. Un temblor que podía ser de impaciencia o quizá de irritación, se dejó ver en los labios de Maximiliano.

—Hablas como si me conocieras —dijo el emperador—. ¿Me conoces? ¿Te conozco yo a ti?

Eso fue todo. El emperador le hizo una seña, un mínimo movimiento con las puntas de los dedos de la mano izquierda y Fausto supo que debía avanzar. Las palabras del emperador resonaban en su mente mientras pasaba frente a la fachada del templo y ascendía por el camino que conducía desde el Foro hasta la colina Palatina. «¿Me conoces? ¿Te conozco yo a ti?»

Sí. Conocía a Maximiliano y Maximiliano lo conocía a él. Todo era una broma. Maximiliano había querido divertirse un poco a su costa en ese primer encuentro entre ellos desde que las cosas habían cambiado. Sin embargo, Fausto sabía que no todo había cambiado y nunca lo haría. Demasiadas veces el príncipe y él habían visto juntos amanecer como para que cualquier transformación fuera a dar ahora al traste con su amistad, por mucho que extraña y prodigiosamente el propio Maximiliano se hubiera visto transformado por la muerte de su hermano.

Pero y si…

Y si…

Era una broma, no cabía duda. Una broma que Maximiliano le había gastado, pero aun así era una broma cruel y, aunque Fausto sabía que el príncipe podía ser cruel, nunca lo había sido con él. Hasta aquel momento. Y quizá ni siquiera entonces. Sus palabras no habían sido más que un simple juego. Sí, eso era: un mero juego, nada más, el sentido del humor de Maximiliano haciéndose patente incluso allí, en el día de su ascensión al trono.

Fausto regresó a sus dependencias.

Durante los tres días siguientes, no tuvo más compañía que la suya propia. La cancillería, como todos los demás despachos oficiales, permaneció cerrada toda la semana por los dobles funerales del viejo emperador Maximiliano y su hijo el príncipe, y las ceremonias de investidura del nuevo emperador Maximiliano. El propio Maximiliano fue inaccesible para Fausto, como lo era prácticamente para todos, con la excepción de los funcionarios de más alto rango del reino. Durante los días de luto oficiales, las calles de la ciudad estuvieron en calma. Ni siquiera había movimiento en las catacumbas. Fausto permaneció en casa, demasiado descorazonado incluso para llamar a su muchacha numidia. Cuando se pasó por el Palacio Severino para ver a Menandros, se le informó de que el embajador, en calidad de representante en Roma del nuevo colega imperial del este del emperador, el basileo Justiniano, había sido convocado a una asamblea en el Palacio Imperial, y permanecería allí en tanto durasen las reuniones.

Al cuarto día, Menandros regresó. Fausto vio la litera que le transportaba cruzando el Palatino y, sin dudarlo, se apresuró hasta el Palacio Severino para saludarlo. Quizá Menandros tuviera un mensaje para él de parte de Maximiliano.

Y de hecho, así era. Menandros le entregó un pergamino con el sello imperial y dijo:

—El emperador me dio esto para ti.

Fausto ansiaba abrirlo inmediatamente, pero no le pareció prudente. Se dio cuenta de que temía un poco descubrir lo que Maximiliano tenía que decirle y prefirió no leer el mensaje en presencia de Menandros.

—¿Y cómo está el emperador? —preguntó Fausto—. ¿Te ha parecido que está bien?

—Muy bien. Hasta el momento no se ha mostrado abrumado en absoluto por las exigencias de su cometido. Se ha adaptado perfectamente a este gran cambio en su vida. Es posible que te equivocaras, amigo mío, al decir que no tenía ningún interés en ser emperador. Creo más bien que le gusta bastante serlo.

—Puede resultar muy sorprendente en ocasiones —dijo Fausto.

—Así lo creo yo también. Sea como sea, mis obligaciones aquí han concluido. Te agradezco mucho tu grata compañía, amigo Fausto, y el haberme permitido ganarme la amistad del ex cesar Maximiliano. Fue un feliz accidente. Los días que estuve con él en las catacumbas han facilitado enormemente las negociaciones que acabamos de cerrar en el tratado de alianza.

—¿Hay un tratado, pues?

—Oh, sí, el más firme tratado. Su majestad se casará con la hermana del emperador Justiniano, Sabbatia, en el lugar de su fallecido y llorado hermano. Su majestad tiene ya unas alhajas maravillosas para ofrecer a su prometida como regalo: unas gemas y ópalos magníficos, algo extraordinario. Él mismo me las mostró. Y habrá apoyo militar, por supuesto. El Imperio Oriental enviará a sus mejores legiones para ayudar a vuestro emperador a aplastar a los bárbaros que amenazan vuestras fronteras. —Las mejillas de Menandros brillaban de satisfacción—. Todo ha ido muy bien. Parto mañana. Espero que puedas enviarme un poco de aquel excelente vino de la Galia Transalpina que compartimos en mi primer día en Roma. También yo te enviaré obsequios, amigo mío. Te estoy profundamente agradecido por todo. En especial —subrayó Menandros— por la capilla de Príapo y la pila de los baptai, ¿eh, amigo Fausto? —dijo guiñándole un ojo.

En cuanto se libró de Menandros, Fausto no perdió un instante en abrir el pergamino sellado del emperador.

Fausto, aquel día en el mercado de los brujos, dijiste que nuestra época de grandeza estaba llegando a su fin. Pero te equivocas. No estamos acabados en absoluto. No hemos hecho más que empezar. Hay un nuevo amanecer y un sol nuevo se levanta.