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—Aquí tienen sus faroles —dijo bar-Heap, encendiéndolos y ofreciéndoselos—. No se olviden de sostenerlos en alto para que no se apaguen. El aire está más cargado a la altura de las rodillas y la llama se extinguiría.

Al descender por la rampa, el cesar se situó a la cabeza del grupo. Fausto se colocó cerca del griego y bar-Heap ocupó la retaguardia. Menandros se sorprendió cuando le comunicaron que irían a pie, pero Fausto le explicó que el uso de literas y porteadores no resultaría cómodo para maniobrar por los estrechos pasadizos de las atestadas catacumbas. Ni tan siquiera irían acompañados por criados. El griego pareció encantado al oír aquello. Estaba en verdad visitando los barrios bajos, estaba claro. Él quería recorrer el mundo subterráneo como lo haría un romano corriente, descender directamente a su mugre, a su inmundicia y a sus peligros.

Incluso a horas tan tempranas, tanto entrando como saliendo, la rampa estaba abarrotada de una muchedumbre que avanzaba apresuradamente a empellones. Abajo les aguardaba una penumbra casi palpable. A Fausto siempre le había parecido que penetrar en el mundo subterráneo era como adentrarse en la guarida de alguna enorme criatura. Ahora de nuevo se veía envuelto por la espesa y feroz oscuridad, fría y fascinante. Saboreó su abrazo. ¡Cuántas veces él y César habían entrado allí en busca de algún raro entretenimiento nocturno, y cuántas veces lo habían hallado!

Sus ojos empezaron a adaptarse pronto al destello turbio y tenue de los faroles. Por la luz pálida de antorchas lejanas, pudo distinguir las series de criptas distantes situadas a cada lado. La bajada se había nivelado rápidamente en el interior del amplio vestíbulo. Ráfagas de fétido aire subterráneo llegaban hasta ellos transportando numerosos olores: humo, sudor, moho, hedor de bestias. Había un gran ajetreo, largas colas de personas y animales de carga yendo y viniendo en una docena de direcciones. La ancha avenida conocida como la vía Subterránea se extendía ante ellos, y una miríada de pasadizos subsidiarios más angostos se ramificaban a derecha e izquierda. Fausto vio una vez más los pilares, los arcos y las crujías que le eran familiares, los muros curvos de ladrillo de un cálido dorado, los sólidos pilares de piedra labrada y los innumerables huecos detrás de ellos. En seguida, la oscuridad de este mundo sombrío resultó menos sofocante. Echó una mirada al griego. Los rasgos poco expresivos de Menandros estaban cargados de excitación. Las narinas le temblaban, sus labios se fruncían. Tenía la expresión de un chiquillo al que llevaban por vez primera a ver los combates de gladiadores. Casi parecía un niño entre tres adultos crecidos, una figura endeble y diminuta al lado del esbelto y alto Maximiliano, el recio bar-Heap y el macizo y rollizo Fausto.

—¿Qué es eso? —preguntó Menandros, señalando el enorme relieve de mármol de un busto con barbas, que sobresalía en el muro que tenían enfrente. Desde arriba se proyectaba sobre él un haz de luz procedente de una de las aberturas que perforaban el techo abovedado, iluminando los rasgos tallados con una aureola fantasmagórica.

—Es un dios —respondió bar-Heap desde atrás, con cierto tono de desdén en la voz—. Un emperador lo puso allí hace muchos años. Quizá sea uno de los suyos, o quizá uno de Siria. Le llamamos el Júpiter de las cavernas.

El hebreo alzó su farol muy por encima de la cabeza para proporcionar una fuente complementaria de luz a aquel poderoso perfil, el gran ojo escrutador, el gran oído que todo lo oye, los labios amenazadoramente separados, la exuberante y ensortijada barba, más espesa incluso que la suya. Por encima del ojo no quedaba nada y tampoco por debajo de la barba; era un único y colosal fragmento que parecía inconcebiblemente antiguo, una perturbadora reliquia de alguna era pasada.

—¡Ave Júpiter! —dijo bar-Heap con una voz retumbante, y se rió.

Pero Menandros se detuvo a examinar aquel rostro inmenso y sombrío y tomó nota mental del altar de mármol, terso por el desgaste del contacto de manos devotas, y refulgente por la luz que irradiaban las velas dispuestas en el borde de la parte inferior. Al lado, en un nicho, había huesos carbonizados, restos de recientes sacrificios.

Maximiliano le hizo señas con gestos imperiosos e impacientes para que continuase.

—Esto es sólo el principio —dijo el cesar—. Hay muchas millas por delante.

—Sí, sí, por supuesto —dijo el griego—. Pero aun así…, todo esto es tan nuevo para mí… tan extraño…

Después de que se hubieran adentrado unos doscientos pasos en la vía Subterránea, Maximiliano describió un pronunciado giro hacia la izquierda para penetrar en un pasadizo curvo donde la fría humedad descendía por los muros en un constante goteo, formando charcos a sus pies. La atmósfera tenía un asfixiante olor a moho.

El lugar parecía menos abarrotado. Al menos había menos viandantes que en la avenida principal. Las luces situadas en lo alto estaban mucho más espaciadas y por delante se veían menos antorchas. Sin embargo, desde la oscuridad emergían sonidos inquietantes, ásperas carcajadas, susurros confusos e incomprensibles y murmullos envolventes en lenguas desconocidas, así como algún que otro alarido agudo y repentino. Había también fuertes olores, los de la carne asándose sobre brasas humeantes, coliflor guisada, ollas de caldo caliente y especiado, pescado frito. No era aquélla una ciudad de muertos, por oscura y lúgubre que pudiera parecer. Ese oculto y frenético mundo subterráneo bullía alborotadamente con una vida secreta. Por todas partes a su alrededor, Fausto sabía que, en las cámaras y criptas abiertas en la roca viva, numerosos acontecimientos estaban teniendo lugar: venta de encantamientos y conjuro de hechizos, acuerdos de negocios tanto lícitos como ilícitos, celebraciones de ritos religiosos de un centenar de cultos, actos carnales de cualquier clase.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Menandros.

—Éstas son las grutas de Tito Galio —respondió César—. Uno de los sectores más concurridos, un lugar de actividades de todo tipo y que escapa a cualquier calificación. Aquí puede verse cualquier cosa y es muy raro verla por segunda vez.

Fueron de una cámara a otra siguiendo el camino tortuoso y de baja techumbre que lo iba enhebrando todo. Era Maximiliano quien dirigía aún la comitiva, con la mirada ansiosa, casi frenética, tirando de todos ellos con un paso a menudo más rápido del que Menandros deseaba. Cuando se encontraba allí, en aquellas grutas caóticas que le arrastraban de un lugar a otro, era como si sufriera algún tipo de arrebato. Fausto ya lo había visto así muchas veces antes; era el explosivo brote de su sed impaciente y furiosa por la novedad, su curiosidad insaciable y posesa.

Para Fausto, era la maldición de una vida desperdiciada, la dolorosa angustia del superfluo hijo menor de un emperador, irritado por el tormento sin fin de su propia inutilidad; la impotencia sarcástica en el seno del gran poder, que era lo único que su alta cuna le había supuesto. Era como si el mayor desafío al que se enfrentara Maximiliano fuera el aburrimiento de su existencia dorada y, en el mundo subterráneo, conjurara tal desafío mediante aquella búsqueda de lo extremo y lo imposible. El hebreo constituía un mediador necesario para ello: unas pocas palabras suyas bastaban, la mayoría de las veces, para que se les franqueara el acceso a algunas zonas de las cavernas vedadas por lo general a los que no habían sido invitados.

Llegaron a un sitio en el que un despliegue de centelleantes teas llenaban el aire de humo negro; luces que jamás se extinguían en aquel lugar donde no existía diferencia entre la noche y el día. Se trataba de un mercado donde se vendían extrañas exquisiteces: lenguas de ruiseñor y flamenco, bazo de lamprea, talones de camello, crestas de gallo de brillante amarillo, cabezas de loro, hígados de lucio, sesos de faisán y de gallo, orejas de lirón, huevos de pelícano, cosas extrañas de todos los rincones del Imperio, todo ello dispuesto en abundantes montones sobre bandejas de plata. Menandros, aquel griego cosmopolita, miraba maravillado todo aquello como cualquier paleto de campo lo haría.