Выбрать главу

—¿Los romanos comen estas cosas todos los días? —preguntaba, y César, esbozando aquella opaca sonrisa suya, le aseguraba que lo hacían siempre, no sólo en la mesa imperial sino en las casas más humildes, y le prometía una comida de lenguas de ruiseñor y sesos de gallo en cuanto fuera posible.

Aquélla era una plaza ruidosa, llena de payasos, malabaristas, acróbatas, tragasables, comedores de fuego, funambulistas y artistas de una docena de clases más, con escandalosos pregoneros que voceaban a voz en grito las excelencias de las actuaciones que presentaban. Maximiliano les arrojaba pródigamente monedas de plata y Menandros se apresuró a hacer lo mismo. Más allá había un pasillo con una columnata donde se ofrecía un espectáculo de seres deformes: jorobados y enanos, tres sonrientes microcéfalos vestidos con elaborados uniformes escarlata, un hombre que parecía un esqueleto andante, y otro que debía de tener sus buenos tres metros de altura.

—Ya no está el que tenía cabeza de avestruz —dijo bar-Heap, visiblemente desilusionado—. Y tampoco la muchacha con tres ojos, ni los gemelos unidos por la cintura.

Aquí también todos repartieron monedas generosamente, menos bar-Heap, quien mantenía los cordones de su bolsa de monedas bien prietos.

—¿Sabes, Fausto, quién es el monstruo más horrible de todos? —preguntó entre dientes Maximiliano, mientras caminaban. Y al quedarse Fausto en silencio, el príncipe respondió a su propia pregunta con una respuesta que Fausto no había previsto—: El emperador, amigo mío, pues él es un ser aparte del resto de los hombres, distinto, único, aislado para siempre de todo amor y sinceridad, de cualquier otro sentimiento normal. Algo grotesco, eso es lo que es un emperador. No hay otro monstruo tan digno de compasión sobre la tierra como él, Fausto.

Y, agarrando férreamente la parte más carnosa del brazo de Fausto, le miró extrañamente, con tal furia y angustia en los ojos que lo dejó estupefacto. Nunca antes había contemplado esa expresión en su amigo. Pero entonces Maximiliano le sonrió, le palmeó desenfadadamente las costillas y le guiñó un ojo, como queriendo quitar hierro a lo que acababa de decir.

Más lejos había una hilera de apiñados puestos de boticarios en una serie de estrechas hornacinas que formaban parte de lo que parecía un templo abandonado. Cada uno tenía una lámpara ardiendo frente a sus mercancías. Estos comerciantes de medicinas ofrecían cosas como bilis de hiena y de toro, las pieles mudadas de serpientes, telarañas, bosta de elefante.

—¿Qué es eso? —preguntó el griego, señalando un frasco de vidrio que contenía un fino polvo gris, y bar-Heap, después de averiguarlo, le informó de que era excremento de palomas sicilianas, muy valorado en el tratamiento de tumores de pierna y muchos otros males.

En una barraca se vendían únicamente cortezas de árboles de la India; en otra, pequeños discos hechos de rara arcilla roja de la isla de Lemnos, estampados con el sello sagrado de Diana, famosos por curar la mordedura de los perros rabiosos y los venenos más letales.

—Y este hombre de aquí —dijo Maximiliano con grandilocuencia, refiriéndose al puesto vecino—, no vende sino panaceas, el antídoto universal, potente incluso para la lepra. Se hace principalmente con carne de víbora macerada en vino, creo, pero tiene además otros ingredientes secretos que jamás nos revelaría, aunque lo sometiéramos a tortura. —Y guiñándole un ojo al tendero, un viejo egipcio tuerto de rostro aguileno, dijo—: ¿Es así o no,Tolomeo? ¿Ni aunque te torturemos?

—Espero que no lleguemos a eso, César —replicó el hombre.

—¿De manera que aquí te conocen? —preguntó Menandros, después de alejarse un poco.

—Algunos sí. Éste ya ha llevado varias veces sus mercancías a palacio para tratar a mi padre enfermo.

—Ah —dijo el griego—, tu padre enfermo, sí. Todo el mundo reza por su pronta recuperación.

Maximiliano asintió con la cabeza con un gesto de indiferencia, como si Menandros no hubiera expresado otra cosa que su deseo para que hiciera buen tiempo al día siguiente.

Fausto se sintió preocupado por la rara actitud del cesar. Sabía que Maximiliano era un hombre impredecible, que oscilaba constantemente entre un rígido control y un desenfreno salvaje, pero ofrecer una palabra de agradecimiento por aquel amable comentario era una cuestión de mera cortesía de la que, sin embargo, fue incapaz. «¿Qué pensará el embajador —se preguntaba Fausto— de este extraño príncipe? O quizá no piense nada en absoluto. Quizá crea que éste es el comportamiento que cabría esperar del hijo menor de un emperador romano.»

En el mundo subterráneo no había relojes, ni cualquier otra pista que les permitiera saber la hora por el cielo, pero en aquel momento, el estómago de Fausto le estaba comunicando la hora de manera bastante inequívoca.

—¿Subimos arriba a comer —preguntó a Menandros—, o preferirías comer aquí?

—Oh, aquí, por supuesto —contestó el griego—. ¡Aún no estoy preparado para salir a la superficie!

Comieron en una taberna iluminada por antorchas que se encontraba dos galerías más allá de los soportales de los boticarios. Sentados sobre bastos bancos de madera, codo con codo con un gentío de plebeyos que olía a ajo, comieron carne guisada con una salsa especiada hecha a base de pescado fermentado y frutas maceradas en miel y vinagre. No muy distinto de ese vinagre era el vino que bebieron. A Menandros pareció encantarle. Nunca antes debía de haber probado tales vulgares finuras. Y bebió y comió con voraz apetito. Los efectos de este abuso se manifestaron rápidamente en éclass="underline" la frente perlada de sudor, las mejillas enrojecidas, los ojos vidriosos. También Maximiliano, plato tras plato, bajaba la comida con formidables cantidades de aquel espantoso vino. Al príncipe le encantaba todo aquello y nunca sabía cuándo parar si tenía a su alcance vino de cualquier clase. A Fausto (sin ser tampoco un hombre de gran moderación, y al que, de hecho, gustaba beber sin tasa), le hechizaba la sensación volátil que el exceso de vino provocaba sobre la severidad de su mente y de su siempre más terrena y plúmbea carcasa corporal. Pero aun así, tuvo que obligarse a tragarlo. Sin embargo, al final él se bebía la mayor parte de cada jarra tan rápidamente como podía, indiferente a su sabor, con el fin de evitar la ebriedad de César. Ya que conocía los peligros a los que se exponían si el príncipe, arrastrado por la ebriedad, se metía en alguna estúpida reyerta allí abajo, trasegaba pues cuanto podía, y le pasaba enormes cantidades al imperturbable bar-Heap, quien, evidentemente, tenía una capacidad ilimitada. Podía imaginarse fácilmente sacando de allí algún día a Maximiliano sobre una tabla, con su real barriga acuchillada de un lado a otro y su cuerpo ya rígido. Si eso llegara a ocurrir, lo mejor que podía esperar era pasar el resto de sus días en un brutal exilio, en algún deprimente puesto teutónico de avanzada.

Cuando finalmente reemprendieron la marcha, ya entrada la tarde, en el grupo se había producido un sutil cambio de equilibrio. Bien porque de repente se sintiera aburrido o bien porque hubiera comido demasiado, Maximiliano pareció perder interés en la expedición. Ya no corría el primero, haciéndoles señas a los demás para que se apresuraran de un pasillo a otro, como si estuvieran compitiendo con algún rival invisible de un lugar al siguiente. Ahora era Menandros, impulsado por la generosa ingesta de vino, quien tomó el mando, desplegando una ansia de verlo todo más poderosa incluso que la que había mostrado el príncipe, y metiéndoles prisa por toda la ciudad subterránea. No conociendo los caminos, daba giros al azar, conduciéndolos al interior de callejones sin salida, oscuros como boca de lobo. Ahora hacia bordes de abismos mareantes en los que largas escaleras de caracol conectaban en espiral numerosos niveles inferiores, ahora hacia cámaras con muros pintados en donde cacareantes hileras de chifladas pedían limosna sentadas en nichos como tronos.