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Dermitzakis y Vlasópulos le ayudan a bajar del coche patrulla y a acomodarse en su silla de ruedas.

– Ya hablaremos -le digo en el momento de despedirnos.

Él va camino del calabozo, y yo, de mi despacho.

Enseguida llamo a Guikas para informarle. La noticia de la huida del asesino no le hace ninguna gracia.

– Solicitaremos su extradición, pero no nos la concederán. ¿Cuándo tendré tu informe? -pregunta.

– Mañana -respondo secamente. En estos momentos no me veo con ánimos de redactar nada.

Guikas lo acepta sin comentarios.

– De acuerdo, informaré al ministro verbalmente.

– ¿Qué hay del médico?

– Ahora te lo mando.

Debía de estar esperando en el pasillo, porque enseguida entra en mi despacho un joven alto con tejanos, camiseta de manga corta y zapatillas deportivas.

– Soy el doctor Kalentsidis, patólogo -se presenta.

Hubiera preferido un cardiólogo, pero no se me ocurrió solicitarlo y Fanis tampoco lo mencionó.

– ¿Está aquí el detenido? ¿Puedo examinarle?

– Puede, pero, si no me equivoco, está bastante grave. Le aconsejo que hable antes con su médico de cabecera, para evitar sorpresas desagradables.

– ¿Quién es su médico?

– El cardiólogo Fanis Usunidis.

– ¿Fanis? -se sorprende-. El mundo es un pañuelo. ¿Cómo está?

– ¿Lo conoce?

– Estudiamos juntos en la facultad. Nos separamos al empezar las prácticas.

Estamos de suerte: mira por dónde, hemos dado con un conocido. Llamo a Vlasópulos y le pido que acompañe a Kalentsidis junto a Tsolakis. Ya no me queda nada que hacer. Doy carpetazo al asunto y me voy a casa.

Mientras yo regreso a casa, los periodistas se han enterado de que se han producido varias detenciones y desarrollan sus propias teorías ante las cámaras, para terminar diciendo que todavía no disponen de información oficial.

– ¿Qué ha pasado? ¿Ya lo habéis atrapado? -pregunta Adrianí, que monta guardia delante del televisor.

– Sí, ahora te cuento.

Fanis tiene prioridad.

– Ya he hablado con Kalentsidis -dice en cuanto oye mi voz-. Pedirá que trasladen a Tsolakis al General Estatal, allí tienen el historial completo.

– Ha dejado la medicación. Os mandó de vacaciones para que no estuvieras cerca cuando interrumpió el tratamiento.

Se produce un silencio tan prolongado que pienso que se ha cortado la línea.

– Me vuelvo a Atenas -dice al final.

– Si quieres saber mi opinión, será mejor que te quedes donde estás.

– Kostas, ¿te he dicho yo alguna vez que mires a otro lado y no detengas a algún sospechoso? -me suelta.

– No, ¿por qué?

– Entonces, tú tampoco puedes pedirme que sea cómplice de la eutanasia voluntaria de uno de mis pacientes.

– No te estoy pidiendo eso. Sólo te sugiero que le des un poco de tiempo para que se adapte a la nueva situación. Tú entiendes de pacientes y yo de detenidos. Deja que tus colegas se ocupen de él y vuelve dentro de unos días, cuando esté más calmado. Entonces le serás más útil.

– Vale, me lo pensaré -dice sin comprometerse a nada.

Adrianí espera su turno para ser informada. Le cuento el desenlace con todo detalle, porque lo sabe todo acerca de Tsolakis, aunque sólo coincidió con él en la boda de nuestra hija.

– Tsolakis es un afortunado -dice cuando termino-. Si Fanis no fuera su médico, ni a ti ni al médico de la policía os importaría un pimiento su suerte, y quizá, un buen día, el celador se lo hubiera encontrado muerto en su celda.

– Venga, no exageres. Ahora no es como en los tiempos de la dictadura, cuando los detenidos morían en sus celdas.

– Déjate de dictaduras. Hasta en los hospitales hay que tener enchufe para que no te dejen tirado en el pasillo hasta que a algún novato disponible le dé la gana de ocuparse de ti. Que diga lo que quiera la troika: en Grecia, los enchufes todavía salvan vidas.

Y, con eso, pone el punto final.

Petros Márkaris

***