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—No fue culpa de Dhamon —dijo Goldmoon—. Deben comprenderlo. Con el tiempo se darán cuenta.

—Uno de ellos debía morir —repitió su esposo—. No tú. Aún no. Dhamon no debía matarte.

—No fue culpa de Dhamon. El dragón... la escama de su pierna... ¿quién tenía que morir en mi lugar?

Riverwind movió la cabeza negativamente.

—¿Quién? —insistió ella.

—No te lo puedo decir. Todo lo que puedo decirte es que debes regresar. —La voz del hombre era firme, teñida de tristeza—. Volveremos a estar juntos, lo prometo. No tardaremos mucho en hacerlo. Y ya sabes que siempre estaré a tu lado.

—En el aire que respire.

—Sí.

—No; eso no es suficiente. —Goldmoon alzó la cabeza, flotó en dirección al techo, y atravesó la cúpula del tejado. Riverwind la siguió, sus razonamientos perdidos entre las acaloradas palabras que seguían escuchándose en la estancia situada a sus pies. De nuevo se vieron rodeados por la tenue neblina—. No pienso volver atrás, esposo. Sólo seguiré adelante, adonde sea que los espíritus tengan su punto de destino. A ver a Tanis, a Tasslehoff, al querido Flint.., dondequiera que estén. Con mi hija Amanecer Resplandeciente. Con mi madre. Es posible incluso que finalmente vaya a reconciliarme con mi padre. Hace ya mucho tiempo que debería haberme reunido con ellos. Y también contigo.

—Eso es también lo que yo deseo —manifestó él—. Pero no es lo que debía suceder. Hay dragones poderosos que deben ser tenidos en cuenta.

—Siempre hay dragones en Ansalon. —Posó un dedo sobre los labios de su esposo y luego lo atrajo hacia ella—. Queridísimo Riverwind, Krynn ya no necesita a esta anciana. Volvemos a estar juntos... por fin y para siempre. Completos. Una anciana más o menos no cambiará nada en la lucha contra los señores supremos dragones.

—Goldmoon, una persona siempre puede ser importante.

1

Después de la tempestad

El dolor ascendía por la garra del señor supremo y penetraba en su imponente corpachón azul.

—Condenada lanza —siseó con voz de céfiro. Echó hacia atrás la enorme testa cornuda, abrió las fauces, y vomitó un rayo contra la panza de una espesa nube situada sobre su cabeza. El cielo retumbó a modo de respuesta, y lo que había empezado como una llovizna se convirtió en aguacero. La noche quedó iluminada intermitentemente por los relámpagos que descendían hasta su lomo de escamas de color añil, una sensación que por lo general le resultaba muy agradable. El viento aullaba con fiereza, y la lluvia martilleaba sobre las gruesas escamas; pero ningún elemento de la tormenta era suficiente para mitigar su sufrimiento.

La poderosa lanza quemaba al dragón, seguía quemándolo con cada movimiento de sus enormes alas, con cada kilómetro que recorría. Llevaba varias horas sujetándola, desde el mismo momento en que la había arrebatado a los héroes que había eliminado, y se negaba a soltarla, se negaba a dejar que Fisura, su siniestro aliado huldre, la sostuviera por él. Sin duda la magia de la lanza también dañaría a Fisura, pensaba el dragón; el arma quemaría todo lo que fuera malvado.

Khellendros asía la lanza con una garra; la Dragonlance, que con tanto esfuerzo los despreciables aliados del hechicero Palin Majere habían conseguido recuperar del helado reino de Gellidus, el gran Dragón Blanco que gobernaba en Ergoth del Sur. Enganchado alrededor de una zarpa estaba el medallón de la fe de Goldmoon, lleno también con la energía de la justicia, pero no tan poderoso como la lanza. La otra garra de Khellendros sujetaba con delicadeza a Fisura, de cuyo cuello pendía un segundo medallón, aparentemente gemelo del primero. El dragón había obtenido tres reliquias de la Era de los Sueños, y había una más en su guarida, un aro de llaves de cristal. Con cuatro debiera haber suficiente, recordaba haber oído decir a Fisura.

—¡La lanza está imbuida con la magia de los dioses! ¡Por eso te quema de este modo! —manifestó el grisáceo huldre, gritando por encima del vendaval—. ¡Al fin y al cabo, fue creada para matar dragones! —El hombrecillo, empapado, calvo y con todo el aspecto de una escultura recién salida de un pedazo de arcilla blanda, estiró la calva cabeza a un lado para poder contemplar los centelleantes ojos de Khellendros—. Esa lanza es la más poderosa de las tres reliquias... y desde luego mucho más poderosa que las llaves que los Caballeros de Takhisis consiguieron para ti.

La más poderosa y la más dolorosa, pensó el dragón; lanzó un gruñido e intentó en vano arrinconar el dolor en el fondo de su mente. El arma podía hacer algo más que provocarle molestias: sin duda le dejaría cicatrices, pero no podría matarlo... probablemente ni siquiera si se la hundían en la carne. Él era, después de todo, un señor supremo; formaba parte del puñado de dragones más pavorosos de Krynn, y utilizaría esa perniciosa y odiosa lanza —y los otros artilugios— para abrir un Portal a El Gríseo.

El espíritu de Kitiara, su compañera de tiempos pasados en el ejército de la Reina de la Oscuridad, erraba por alguna parte de aquella crepuscular dimensión. Y él atraparía su espíritu, tal y como se había apoderado de la lanza, y mediante esa acción devolvería el espíritu de la mujer a Krynn. Cuatro reliquias deberían ser suficientes para ello.

Pero primero tenía que crear un nuevo cuerpo para aquel espíritu.

Había tenido uno, un hermoso drac azul, musculoso, elegante, perfecto, que había nacido de una de sus escasas lágrimas. Pero Palin y sus conspiradores habían matado sin saberlo al drac azul, junto con docenas de otros, cuando destruyeron su guarida favorita en los Eriales del Septentrión. Que hubiera exterminado a Palin y a sus compañeros hacía menos de una hora resultaba un pequeño consuelo; debería haberse ocupado de ello antes, no tanto por venganza —una motivación humana indigna de él— sino como tributo a Kitiara, quien en vida se había visto molestada por el padre y el tío de Palin, Caramon y Raistlin Majere. Los Majere habían atormentado su vida, y ahora la perseguían en la muerte.

Durante un tiempo, Palin y sus compañeros habían resultado útiles a Khellendros. Siguiendo los consejos de uno de los espías que el dragón había colocado, un viejo impostor que había conseguido hacerse pasar por un estudioso, el grupo del hechicero había reunido aquellos objetos para él sin saberlo.

En una extensión de terreno de la isla de Schallsea, no muy lejos de la Ciudadela de la Luz, habían depositado las reliquias, y el falso estudioso les había aconsejado que las destruyesen, afirmando que la energía liberada aumentaría el grado de magia del mundo. No habían sospechado que era una treta, que Khellendros había sido advertido y pensaba robarles los valiosos objetos.

Su utilidad había finalizado. Palin y los otros habían comprendido demasiado tarde que el señor supremo Azul los había acorralado. Mientras Khellendros los mataba, Fisura había hecho lo propio con el impostor para eliminar cabos sueltos.

Sin embargo, el dragón no había imaginado que sostener esa condenada lanza resultaría tan doloroso. Con todo, cualquier sufrimiento valía la pena si significaba el regreso de Kitiara a Krynn. La mujer debía regresar, tenía que volver a estar completa. Tormenta le había hecho un juramento —por lealtad y respeto— mucho tiempo atrás, cuando ella era su compañera; le había prometido que la mantendría a salvo. Pero un buen día, cuando ella no estaba a su lado, la habían matado, y un Khellendros afligido se había dedicado a buscar y buscar su espíritu, hasta que finalmente lo encontró en El Gríseo. Ahora mantendría su promesa rescatándola de aquella lejana dimensión. No había nadie que pudiera detenerlo... Palin y los suyos estaban muertos. Y, lo que era aun mejor, Malystryx, la Roja, y los otros señores supremos no tenían ni idea de cuál era su auténtico objetivo.