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Cada vez estaba más cerca. Un poco más y luego... La repisa cedió bajo los pies del semiogro y éste cayó. Rebotó repetidamente contra la pared de la caverna, y la piedra le arañó el rostro, las rodillas y los brazos, mientras luchaba denodadamente por encontrar un asidero. Surgida de la nada, una estaca de piedra le golpeó el pecho.

Groller lanzó un gemido y sintió un impacto aun mayor: el suelo de la cueva. La cabeza chocó contra él con violencia, y el gris oscuro que lo envolvía se tornó negro.

El semiogro estaba en un pueblo agrícola en Kern, no muy lejos de las costas del Mar Sangriento. Su esposa lo acompañaba, una humana de aspecto corriente por la que sentía una inmensa devoción. Sostenía sus pequeñas manos entre las suyas, grandes y encallecidas, y miraba por encima del hombro de la mujer en dirección a su hogar, hecho con piedras y paja. Lo acababan de construir ellos mismos, y lo habían colocado a la sombra de dos grandes robles. Detrás de la casa había un pequeño huerto, y, si estiraba mucho el cuello, Groller podía ver cómo crecían los cultivos: guisantes, zanahorias y una hilera de nabos. Su hija jugaba junto a la casa, parloteando con una muñeca de trapo mientras le arreglaba el vestido floreado. Groller pensaba construir un anexo a la casa, ahora que su esposa esperaba su segundo hijo. Esperaba que el niño fuera un varón; alguien que pudiera perpetuar el nombre de Dagmar.

El semiogro era aceptado en este pueblo; más que aceptado, lo consideraban parte vital de la comunidad. Era fuerte y capaz de ayudar en las tareas más rudas; afable y solícito, todos lo querían. Él, por su parte, se había adaptado bien al pueblo, y se sentía feliz.

Un día, mientras trabajaba en el huerto bien entrada la mañana, apareció el Dragón Verde. La criatura pasó rozando el poblado en dos ocasiones, observando cómo la gente gritaba y corría a ponerse a cubierto como hormigas atemorizadas; luego el monstruo describió un giro, y Groller rezó para que se hubiera ido, para que no hubiera encontrado nada de interés en ese pequeño lugar. Cogió su azada y se encaminó a la casa, donde estaban su esposa e hija.

Pero el dragón no se había ido. Se limitaba a esperar el momento oportuno, a seleccionar el mejor punto para lanzar su ataque. Regresó justo cuando Groller llegaba ante la puerta de entrada. Volaba bajo, con las fauces abiertas, e iba soltando una nube de nocivo líquido pegajoso que lo cubría todo.

Las gentes que seguían en el exterior y que se vieron atrapadas por la nube empezaron a chillar. Se tapaban las caras y se desplomaban de bruces en el suelo, donde se retorcían violentamente. Groller gritó a su esposa e hija que permanecieran en el interior de la casa, y corrió al centro del pueblo con la azada en alto.

El dragón aterrizó, haciendo restallar la cola contra las casas más pequeñas, las construidas sólo de madera; con las alas avivó el viento e hizo volar el bálago de los tejados. A algunas personas las atrapó con sus garras, a otras las asfixió con su pernicioso aliento letal.

Los gritos inundaron los sentidos de Groller. No paraban; se elevaban hasta extremos ensordecedores a medida que la criatura continuaba con su horrible ataque. El semiogro vio morir a sus amigos. Golpeó con la azada al dragón, pero el filo rebotó en las gruesas escamas verdes. La bestia le dirigió una mirada divertida; o tal vez miraba más allá, sin verlo a él. Luego se elevó por los aires, y el aire que produjeron sus alas derribó a Groller y también a unos pocos que se habían atrevido a plantarle cara.

El dragón voló de una casa a otra, aplastando cada edificio y sacando a la gente del interior. A la mayoría se los comió, tragándoselos de un bocado. A otros se limitó a matarlos y arrojarlos a un lado.

—¡Maethrel! —gritó Groller. Su esposa estaba en el umbral, y de improviso ya no había umbral, ni tampoco casa. El dragón había aterrizado sobre ella y, tras convertirla en cascotes, dio un salto para ir a demoler otra construcción.

El semiogro corrió por el suelo aún pegajoso por culpa del cáustico aliento de la criatura. Retiró precipitadamente paja y piedras hasta que sus dedos sangraron por el esfuerzo, y al fin localizó a Maethrel. Estaba muerta, aplastada. También la hija de Groller había sido asesinada.

Las lágrimas corrieron por el rostro del semiogro, y éste gritó presa de dolor y rabia. Sus gritos se mezclaron con los de aquellos que aún seguían con vida. Tan sólo consciente a medias de sus acciones, cogió la azada y corrió hacia el dragón, chillando furioso, intentando atraer su atención.

—¡Enfréntate a mí! —aulló. Pero el reptil no pareció sentir interés por él. Se dedicaba a destrozar el edificio que se utilizaba como ayuntamiento.

El aire estaba saturado con los gritos de los moribundos, con los chillidos de los pocos supervivientes. Los gritos se tornaron más potentes que los rugidos del dragón, que el silbido de su horrible aliento. Eran todo lo que oía Groller.

—Haced que el ruido se detenga —rezó el semiogro mientras corría hacia el dragón—. Por favor, haced que los gritos paren.

Estaba a sólo unos pocos metros de la criatura cuando ésta se elevó del suelo otra vez y giró al este. Se alejó volando sobre el Mar Sangriento, desvanecido su interés por el pueblo. Alrededor de Groller, los gemidos continuaron.

—Por favor, haced que pare. —Cayó de rodillas y soltó la azada; luego se llevó las manos a los oídos.

Por el rabillo del ojo vio a un hombre diminuto, del tamaño de un duende y dorado, con ojos también dorados, que lo observaba. Entonces el ser hizo un gesto con la cabeza, y de improviso los gritos cesaron.

Groller miró a su alrededor. El hombrecillo dorado había desaparecido, al igual que todo el ruido. Regresó tambaleante hasta su derruido hogar y contempló a los supervivientes mientras se preguntaba por qué a unos cuantos se los había dejado con vida. Ellos le hablaban, le chillaban tal vez. Vio que movían los labios, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, pero ya no podía oírlos.

No podía oír nada.

—Maethrel —gritó. Ni siquiera pudo oír sus propias palabras. Se sentó junto a ella, colocó su mano ensangrentada sobre el corazón de su esposa, y lloró.

Enterró a su mujer e hija aquella noche y durmió junto a sus tumbas.

Despertó con la sensación de que algo rasposo y húmedo le corría por el cuello. Estaba tumbado de espaldas, parpadeando, y por un instante creyó volver a ver al hombrecillo de piel dorada, el que tenía los ojos dorados. Volvió a parpadear, y alzó los dedos, que se enrollaron en el largo pelaje rojizo de Furia. No era el hombrecillo. Sólo el lobo. De algún modo el animal estaba a su lado. De una forma u otra su compañero había encontrado una manera de bajar hasta la caverna. Furia siguió lamiendo el rostro de Groller.

—¿Rig? —inquirió él, con la esperanza de que el lobo también hubiera conseguido llevar allí abajo al marinero—. ¿Feril? ¿Fio... na?

Intentó incorporarse, pero las piernas se negaron a moverse y su cintura no se doblaba. Lo embargó el pánico. No sentía las piernas. Se esforzó por mover los brazos, y los largos dedos hurgaron en la parte posterior de su cabeza. Sangre, y un chichón cada vez mayor. Con sumo cuidado se palpó el resto del cuerpo. Le ardía el pecho, y los brazos y la cabeza le dolían; se tocó los muslos. Las sensibles puntas de sus dedos captaron el tacto de la tela, la cálida humedad de la sangre, la elasticidad de la carne; pero sus piernas no sintieron nada.

¿Furia?

Groller giró la cabeza a un lado y a otro, intentando ver en la oscuridad. ¿Dónde estaban Rig y Feril? Volvió a pasear la mirada, y sus ojos se detuvieron en la caída figura del enano.

—¡Jas... pe! —llamó—. ¡Jas... pe! —Al gritar el pecho le dolía.