Выбрать главу

—En ese caso, ¿de dónde vamos a sacar magia antigua suficiente para detenerla? —Los ojos de Ampolla se abrieron de par en par.

—El anillo de Dalamar —respondió Palin—. Se encuentra en la Torre de Wayreth. El Custodio de la Torre dijo que me lo entregaría, pero sólo cuando supiéramos cómo usarlo y estuviéramos a salvo de Khellendros.

—¡A salvo! —Ulin soltó un bufido—. ¡Se tardará mucho en conseguir eso! ¿Podrías convencer al Custodio de lo importante que es que tengamos el anillo?

El hechicero lo meditó unos instantes; luego miró a su hijo y asintió:

—Sí. Sí, creo que puedo.

—Con el Puño de E'li —dijo Ampolla, indicando el arma que sujetaba Rig—, tendremos dos objetos.

—Sé de un tercero: la Corona de las Mareas —concluyó Palin—. Descansa en el reino de los dimernestis, los elfos marinos, muy lejos de aquí.

—En ese caso será mejor que nos pongamos en marcha —opinó la kender.

—Aguarda un minuto. —Rig la contempló ceñudo y sacudió la cabeza—. No hay nada que desee más que enfrentarme a los dragones... incluida la Reina de la Oscuridad en persona, si es necesario. Pero hay un pequeño asunto del que hay que ocuparse, también. Me refiero a Dhamon.

—Rig, por favor —suplicó Feril.

—No podemos dejar que ande por ahí libremente... no con esa asombrosa alabarda. Quién sabe a quién o qué otra cosa podría destruir. —Los ojos del marinero se entrecerraron amenazadores.

—¡Rig! —La kalanesti le lanzó una furiosa mirada.

—Es suficiente —terció Palin—. Discutir no nos hará ningún bien. Ni tampoco la venganza. Pero también creo que es necesario encontrar a Dhamon.

El marinero sonrió satisfecho.

—Necesitamos encontrarlo —prosiguió el hechicero— porque nos hace falta su arma.

—¿Su arma? --inquirió Rig con una mueca.

—Esa alabarda corta el metal como si fuera tela —replicó Palin—. Debe de ser alguna especie de reliquia, a lo mejor tan poderosa como la lanza de Huma. Más poderosa incluso —añadió en voz baja.

—¿Y cómo vamos a hacer las dos cosas a la vez: reunir objetos y encontrar a Dhamon? —quiso saber Ampolla.

—Necesitaré tu ayuda, Ampolla —indicó el hechicero a la kender—. Tú y yo formaremos un equipo y nos dirigiremos a la Torre de Wayreth. Mi esposa Usha me aguarda allí. Usaremos los recursos de la torre para localizar a Dhamon.

—Y, entretanto, nosotros iremos en busca de la Corona —añadió Feril muy excitada.

—Fantástico. ¿Cómo salimos de esta isla sin un barco? ¿Nadando? —El marinero introdujo el cetro en su cinturón y echó una mirada hacia el oeste, aunque estaba demasiado oscuro para distinguir la playa de Schallsea.

—En eso os podemos ayudar —ofreció Gilthanas, y señaló a los dragones—. Os llevaremos hasta los límites del reino de Onysablet. A partir de ese punto...

—Deja que lo adivine. Nos las tendremos que apañar solos —refunfuñó Rig.

Gilthanas asintió. El elfo no necesitaba explicar que los dragones preferirían no aventurarse en el reino de un señor supremo, al menos uno que les era desconocido.

En un extremo de la reunión Fiona Quinti sacó pecho. A pesar de que Groller se alzaba por encima de ella, la mujer seguía resultando alta y formidable, si bien algo ojerosa, ataviada con la plateada armadura de la orden solámnica. Sus manos cubiertas con guantes de malla dibujaban figuras en el aire, mientras hacía todo lo posible por explicar al semiogro lo que iba a acontecer.

El semiogro frunció el entrecejo pensativo; luego alzó la mirada hacia los dragones, asintió y tragó saliva con fuerza.

Era aquella hora nebulosa que antecede al amanecer, en que el cielo se aclaraba ligeramente y el mundo parecía más silencioso que nunca. Usha observaba por una ventana de la Torre de Wayreth. La mujer se ciñó mejor la túnica alrededor de la delgada figura, temblando de preocupación, no de frío.

Ampolla dormía. También Palin se había quedado dormido a poco de su llegada unas pocas horas antes, y ella esperaba que descansara lo suficiente para recuperar energías.

También ella estaba agotada, pero no podía dormir. Su mente estaba demasiado preocupada por el Puño de E'li del que Palin le había hablado. Usha había viajado al bosque qualinesti con Palin, Jaspe y Feril en busca del Puño; pero no los había acompañado en la parte más peligrosa de la misión. Cuando los capturó una banda de desconfiados elfos que luchaban por su libertad, Usha se había ofrecido a permanecer con los elfos como rehén, a modo de garantía de que su esposo y los otros estaban allí sólo por una razón —el cetro— y como demostración de que no eran espías de la señora suprema Verde.

Había sucedido algo durante su estancia con los elfos. Algo relacionado con la reliquia. Algo que se esforzaba desesperadamente por recordar. Algo que tal vez podría ser útil contra los dragones.

2

Una concentración de maldad

Tormenta sobre Krynn se tumbó frente a la entrada de su guarida y dejó que el sol de la tarde lo acariciara mientras contemplaba distraídamente su garra. La Dragonlance había dejado una profunda roncha roja sobre las gruesas escamas, y la herida le producía punzadas, aunque el bendito sol aliviaba en cierta medida el dolor. Habían transcurrido semanas desde la batalla librada para obtener las reliquias, tiempo suficiente para que la herida curara, si es que se curaba algún día. Se había visto obligado a transportar la odiosa lanza durante kilómetros y más kilómetros hasta llegar a los Eriales del Septentrión, y tal vez lo hubiera marcado para siempre.

Khellendros sabía que podía vivir con el dolor; era un pequeño precio que pagar en su búsqueda de una forma de resucitar el espíritu de Kitiara, y un continuo recordatorio de su fácil triunfo sobre el gran Palin Majere. Sonrió para sí. Resultaría agradable contar a Kitiara su victoria, aunque habría resultado más agradable si ella hubiera estado allí para compartirla con él.

—Ya no falta mucho. Volveremos a ser compañeros —gruñó por lo bajo—. Y no dejaré que mueras una segunda vez.

Las cuatro reliquias estaban ocultas en su cueva subterránea, junto con numerosos tesoros mágicos de menor calibre. Había excavado esta cueva recientemente mientras volvía a esculpir su estropeada guarida. Las paredes de la sección situada en la zona más profunda estaban llenas de marcas dejadas por los violentos estallidos de las docenas de dracs moribundos que quedaron atrapados allí cuando Majere y sus compañeros hicieron desplomarse la guarida. Durante la reparación, el dragón había añadido nuevas salas, para dar cabida a los nuevos dracs que estaba creando, y, lo que era más importante, a Kitiara.

Su antigua compañera aprobaría ese refugio, decidió, al tiempo que hundía la garra herida en la arena y fijaba la mirada en la interminable superficie blanca, interrumpida sólo por los pocos cactos que había permitido que crecieran allí. «Ella lo aprobará —se dijo—, y juntos haremos...»

Una sombra se proyectó sobre la arena, tapando momentáneamente el sol. Khellendros dejó de pensar en Kitiara y alzó los ojos para saludar la llegada de Ciclón, su lugarteniente. El dragón más pequeño se deslizó hasta aterrizar a unos doce metros de su señor supremo, olfateó el aire para localizar la posición exacta de Tormenta, y luego avanzó despacio.

—Deseabas mi ayuda —siseó Ciclón. El macho Azul de menor tamaño bajó la testa hasta el suelo en señal de respeto.

Khellendros clavó la mirada en los ojos de su lugarteniente, ciegos a causa de un combate con Dhamon Fierolobo, y aguardó varios segundos antes de responder.

—Sígueme, Ciclón. Hablaremos dentro.

Las sombras del cubil del señor supremo engulleron a los inmensos dragones. La enorme sala, apenas lo bastante amplia para dar cabida a ambos, quedaba ligeramente iluminada por la luz que llegaba desde la superficie a través del túnel.

—¡Fisura! —La voz del Azul retumbó en la cueva e hizo que las paredes vibraran. A través de las grietas del techo se filtró una lluvia de arena que espolvoreó los cuatro objetos dispuestos en el centro de la estancia y cubrió al huldre, que estaba contemplando con fijeza los antiguos objetos mágicos. El duende retrocedió unos pasos.