También Jovita había empezado a reclamarle dinero. Al día siguiente de la partida de São, en un momento en que la vieja se sentía desganada y sola, abandonada de toda ternura, como una roca negra que hubiera rodado
a lo largo de las laderas de muchos montes y hubiera ido a caer, rígida y aislada, en medio de un pedregal, el espíritu de su marido fue a visitarla con su retahíla de buenos consejos y palabras de ánimo:
– Jovita, preciosa -le dijo-, no te has quedado sola. Yo voy a seguir viniendo a verte. Y yo soy la persona más importante de tu vida. Así que sal de esa cama, enciende el fuego, prepárate un café y siéntate en la mecedora, a ver si los tomates han crecido mucho de ayer a hoy. Y no te olvides de echar un buen chorro de aguardiente en la taza.
– ¡Ay, no! ¡Aguardiente no, que hace mucho que no bebo y no quiero volver a ser una borracha…!
– ¿Y qué importa ya? A mí me gusta verte así, cuando te pones salvaje y te da por cantar y bailar, agitando esas caderas milagrosas, reina mía. Ya no queda nadie a quien le puedas molestar. Vamos, un chorrito nada más, para que te animes un poco y se te pase el calor…
Jovita recordó el viejo placer del alcohol, aquella sensación de que el alma cristiana se le iba disolviendo, disolviendo, mientras otro ser muy antiguo, que procedía del tiempo de los lagartos y las imprevisibles serpientes la dominaba poco a poco hasta convertirla en una fiera, alguien para quien el mundo se reducía a un espacio que se podía pisotear y destruir, un ámbito de repugnantes gusanos dignos de ser triturados. Sí, tenía razón Sócrates, un poquito de grogue le quitaría aquella asfixia insoportable que sentía desde el día anterior, aquella sensación de ser poco más que una piedra ardiente:
– Bueno, tomaré un traguito. Pero sólo un traguito pequeño, cuando tú te vayas. Ahora no quiero moverme de tu lado. Hueles muy bien, a sudor y a piel de naranja. ¿Has comido naranjas?
– Aquí no comemos, no hace falta. Pero he estado mucho rato en el jardín. Está lleno de frutales y de rosas, y el prado es muy verde, como si lloviera todo el día, aunque no llueve nunca.
– Ya me gustaría a mí…
– Te gustará cuando vengas, claro que te gustará.
– Sí, pero no empieces a meterme prisa.
– No, reina mía, no. No he venido a eso. He venido a sacarte de la cama y también a decirte que pienses en lo del dinero de São.
– ¿Qué es lo del dinero de São?
– ¿Tú te das cuenta del mucho dinero que te has gastado en esa niña? ¿Cuánto tiempo hace que la madre no te manda ni un escudo? ¿Catorce meses? ¿Dieciséis? ¿Quién va a devolverte todo eso? De Carlina olvídate. Las cosas están difíciles allá por Italia. Tendrá que devolvértelo São.
– Ya, pero ella no sabe que hace mucho que su madre no me paga.
– Pues se lo cuentas. Se lo cuentas y le dices que aparte todos los meses una cantidad para ti. Vamos a hacer los números, a ver cuánto te debe.
Hicieron los números. Y llegaron a la conclusión de que tendría que mandarle 4.000 escudos al mes durante mucho tiempo hasta saldar la deuda.
Así que a São no le quedó más remedio que enviar parte de su sueldo a Jovita y a su madre. Lo hacía con gusto, sin pararse a pensar en las cosas que se hubiera podido permitir de haber dispuesto de todo su dinero. La vida era así, una interminable cadena de favores mutuos, y desentenderse de la familia y de los seres cercanos cuando la necesitaban le hubiera parecido una traición imperdonable, algo tan cruel como cerrarle la puerta en las narices al mendigo, más pobre que tú, que llega a tu casa en busca de un puñado de arroz o un vaso de leche. La vida era levantarse por las mañanas y limpiar y ocuparse de los niños, y mirar el mar sin entrever la sombra de ninguna tierra en la lejanía, más allá del horizonte. No había horizonte. Sólo los pequeños gestos cotidianos. El cariño de los críos. Y las rotundas risas de sus amigas los domingos, cuando se metían juntas en el agua o bailaban poniendo en cada movimiento toda la pasión de la que eran capaces. No existía nada más. Hoy. Y ya era mucho.
Hacia Europa
Fue un martes de noviembre por la noche. Doña Ana, la señora, se había ido días atrás a Inglaterra, a visitar a sus padres. São y Joana estaban recogiendo la cocina después de la cena cuando entró don Jorge. Las saludó y remoloneó por unos instantes. Luego se acercó a Joana:
– Te veo un poco cansada -le dijo.
– No, señor, estoy bien…
– Vete a tu habitación. Que se quede São terminando.
Joana tuvo miedo de que la creyeran enferma y la echasen a la calle como un perro sarnoso, así que se resistió:
– Pero, señor, si no me pasa nada…
– Vamos, vamos, tranquila, por una vez que te acuestes pronto, no se va a caer la casa.
Joana se resignó a regañadientes. Dio las gracias, se despidió y subió al cuarto del altillo, un poco preocupada por aquella repentina manía de don Jorge.
Él se sirvió un vaso de leche y se arrimó a la mesa. São siguió fregando los cacharros. Se sentía incómoda, como le ocurría cada vez que el señor merodeaba en torno a ella. Era como si pudiera escuchar una voz interior que parecía avisarla de que estaba en peligro. Lo achacaba a su poca costumbre de tratar con hombres y compartir con ellos el mismo espacio. Sin embargo, no podía evitar sentirse mal. Aceleró la faena para acabar pronto. De repente, notó que algo muy caliente se posaba en sus nalgas y las manoseaba. No logró comprender qué estaba sucediendo. Se dio la vuelta, y entonces aquella cosa ardiente y viscosa se abalanzó rápidamente hacia sus pechos. Las manos de don Jorge toqueteaban y estrujaban. El hombre musitaba algo, algo incomprensible, y su cabeza se acercó a la de São con el evidente propósito de besarla. Olía a alcohol, su aliento era una vaharada apestosa de grogue, que debía de haber estado bebiendo a solas en la sala. São le pegó un empujón y corrió a buscar refugio en un rincón de la cocina, como si al arrimar su espalda contra la pared fuese a volverse invencible. Pero el señor se lanzó de nuevo hacia ella, con las manos nerviosas y rápidas y los ojos dilatados por el deseo. La chica huyó otra vez, tratando de alcanzar la puerta. Él fue más veloz y logró acorralarla contra el frigorífico. Entonces la besó, luchando por introducir su lengua entre los labios fuertemente apretados, metió la mano por debajo de su vestido y le tiró del pezón hasta hacerle daño, arrimó su sexo erguido contra el pubis de ella, frotándose como un animal.
São notó cómo las náuseas le subían desde el estómago. Al percibir los espasmos de su cuerpo, el hombre la soltó y se alejó rápidamente, temiendo que le vomitase encima. Ella trató de respirar hondo. Don Jorge pareció recuperar el control. Se pasó la mano por el pelo, apartándolo de la cara, y la miró desde la distancia:
– ¿Qué te pasa? -le dijo, y su voz sonaba enfadada.
Ella sólo sentía el asco que le había provocado aquel ataque imprevisto, las manos sudorosas tocando su piel, la boca hedionda contra la suya, el bulto amenazador de su pene. No tenía ni miedo ni vergüenza. Lo único que quería era que aquel hombre dejase de tocarla para recuperar la normalidad, la quietud del estómago, el aliento apaciguado de los pulmones:
– No se acerque a mí -le respondió-. No vuelva a acercarse.