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Lo mejor de todo era Roberto. Él no le pegaba ni se emborrachaba, como tantos hombres. Algún sábado por la noche bebía más de la cuenta, cuando los dos salían con los matrimonios amigos, pero eran borracheras alegres, en las que le daba por cantar y besarla y meterle mano e intentar luego hacerle el amor, aunque siempre se quedaba dormido antes de lograrlo. La quería, la trataba bien, le entregaba todo el dinero, la acariciaba con una ternura que nunca hubiese imaginado que existía, y a veces se quedaba mirándola como si ella fuese la única mujer en el mundo, una reina. Benvinda le devolvía ese amor con toda la fuerza de que era capaz, ocupándose de él con ferocidad, sintiéndose capaz de defender con uñas y dientes el ámbito de bienestar que le creaba cada día. No había comidas demasiado ricas, ni camisas lo suficientemente bien planchadas, ni sábanas estiradas en exceso para que Roberto descansase y se sintiera a gusto al regresar de su trabajo tan duro. Cuando lo veía entrar por la puerta de la casa, con la cara manchada de carbón, exhausto después de la larga jornada picando en el fondo del pozo, los ojos enrojecidos y como asustados del exceso de luz, le daban unas ganas enormes de mimarlo como si fuese un niño, bañarlo y darle de comer, y luego acunarlo igual que había acunado a sus hermanos de pequeños.

Además de limpiar y cocinar y planchar y pasar algún tiempo a diario con las amigas, Benvinda se matriculó en unas clases para adultos. En Cabo Verde nunca había ido a la escuela. Sus hermanos varones habían estudiado los primeros cursos, pero el padre pensaba que las niñas no necesitaban aprender nada. Era suficiente con que supieran contar bien el dinero cuando les pagaban en la taberna, ocuparse de la casa y parir hijos. Dios no había hecho a las mujeres para otra cosa, solía decir. Ahora ella aprendió todo lo que pudo y disfrutó de cada nuevo descubrimiento como una cría. Por la noche, después de cenar, mientras Roberto veía un rato la televisión, se sentaba a la mesa de la cocina y hacía esforzadamente todos los ejercicios, concentrándose de tal manera que llegaba a olvidarse de que su marido la esperaba para ir a la cama. Pronto supo leer y escribir, y también realizar complicadas operaciones aritméticas. Entretanto, la nueva lengua se le fue pegando por sí sola, y al cabo de tres meses era capaz de entenderse con cualquier persona del pueblo. Roberto se sentía orgulloso de su inteligencia y su aplicación: llegarás a profesora, solía decirle. Y ella se reía, relajada y feliz.

En aquellos cinco años, sólo hubo un pequeño disgusto: Benvinda no lograba quedarse embarazada. Cuando al fin acudieron a los médicos, les dijeron que tenía problemas en las trompas, y que no podría tener hijos. Les dio mucha pena, pero aquel sentimiento no duró demasiado. Enseguida empezaron a hablar de adoptar. En Cabo Verde había muchos niños que necesitaban padres. No sería difícil. Aunque decidieron aplazarlo algún tiempo. De momento, tenían bastante con estar el uno junto al otro.

Una madrugada de enero, Roberto salió de casa a las cuatro para cubrir el primer turno en el pozo. Antes de irse, como siempre hacía, besó despacio a su mujer. Ella se revolvió y musitó algo, pero no llegó a despertarse. Estaba nevando. A él le gustaba caminar bajo la nieve en plena noche, viendo los copos resplandecer en la oscuridad, como pequeñas estrellas que se desplomasen en silencio hacia el suelo. Fue la última vez que disfrutó de aquel placer, de cualquier placer. A las ocho de la mañana hubo un derrumbe en la mina. Roberto quedó allí enterrado, a doscientos metros de profundidad, junto a otros dos compañeros.

Benvinda creyó volverse loca. Durante muchos meses, dejó de entender la vida. No comprendía lo que había sucedido. Ni siquiera quería comprenderlo. Odiaba al mundo entero y, sobre todo, odiaba a Dios. Su risa desapareció, sepultada bajo las toneladas de cascotes negros que habían matado a su marido. Sus amigas cuidaron de ella durante aquel tiempo, turnándose para obligarla a comer y a tomar las pastillas que le recetó el médico, y también a salir a dar una vuelta, desmadejada, ajena a todo lo que antes le gustaba. Fue recuperándose lentamente, como un enfermo que hubiera tenido que aprender poco a poco a realizar los viejos gestos, ducharse y vestirse, calentar un café o preparar un guiso, salir a la compra, poner un rato la televisión, atender a las preocupaciones y las alegrías ajenas, que habían dejado de existir para ella.

Había pasado casi un año desde la muerte de Roberto cuando decidió volver a Cabo Verde. Tenía una buena cantidad de dinero gracias a la indemnización que había recibido por el accidente, además de su pensión de viudedad. En su país, aquello significaría una auténtica fortuna. No necesitaba regresar a Portela y encerrarse en la taberna inmunda a esperar la vejez entre sucios borrachos que la acosarían sin tregua. Podía instalarse en la capital, en Praia, y montar algún negocio. Aún no sabía cuál, pero estaba segura de que encontraría algo adecuado: su optimismo habitual comenzaba a renacer día tras día. Había vuelto a agarrar el hilo que siempre la salvaba del dolor. La desolación iba apagándose, y con el tiempo terminaría por convertirse en un puñado de cenizas grises que se le quedarían para siempre por dentro, pero que no le impedirían seguir viviendo y trabajando, y volver a reírse sin que nadie que no la hubiera conocido antes percibiese que en algún momento de su existencia había ocurrido un cataclismo. Benvinda sería de nuevo, a los ojos de todos, una mujer satisfecha y feliz, rodeada de un aura de bienestar y benevolencia que parecía mantenerla al margen de las desdichas.

Al cabo de unas semanas de estancia en Praia, encontró aquella pequeña empresa en traspaso, Homero Bureau, dedicada a vender material de oficina. Ella no sabía nada de máquinas de escribir, papeles o fotocopia-doras. Aun así, el asunto le gustó, y confió en sí misma para aprender pronto, y también en la generosidad del antiguo dueño, que le prometió que se lo enseñaría todo. Invirtió una buena parte de su dinero en el negocio y del resto se guardó una cantidad, por si las cosas no iban bien, y repartió lo demás entre sus hermanos, para ayudarles a salir adelante. Y retomó su vida con la paciencia y el equilibrio de los tiempos pasados en la taberna.

Cuando São comenzó a trabajar allí, hacía ya muchos años que Homero Bureau era un negocio próspero y seguro. Para ella fue una buena época. Le gustaba el trabajo, lo de atender el teléfono y preparar los encargos y buscar por las calles al chico que llevaba los paquetes cuando había algo que entregar. Se alquiló una habitación con derecho a cocina en casa de una viuda y, aunque a veces tenía que soportar sus interminables parlamentos contándole una y otra vez todas las pequeñas cosas que le habían sucedido, se sentía a gusto cuando podía estar a solas en su cuarto y miraba por la ventana y veía un pedacito diminuto de mar. Aparte de los días pasados en la pensión, era la primera vez que disponía de un espacio propio, y aquella independencia le hacía tener la sensación de que se había convertido definitivamente en una mujer adulta, responsable por completo de sus actos y capaz de manejar su existencia. Al fin parecía haber superado el disgusto de no poder estudiar, un proyecto que ahora le parecía muy lejano, como si hubieran pasado muchos años desde aquel viejo entusiasmo infantil, de cuya ingenuidad ahora era consciente. Entre ella y esas ideas extravagantes se había levantado un muro sólido, sin resquicios ni puertas que permitieran que se colase hacia su vida actual ningún sentimiento de frustración. La niña enterrada seguía durmiendo plácidamente bajo la tierra leve.