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Cuando regresó a Luanda, él mismo se había convertido en un hombre, a pesar de que no tenía más de quince años. Enseguida encontró empleo como albañiclass="underline" la guerra iba desfalleciendo lentamente, y la ciudad crecía y se llenaba de edificios nuevos. Pudo alquilar para su madre y sus hermanos más pequeños una casa mucho mejor que la miserable chabola en la que habían vivido hasta entonces y, en cuanto fue mayor de edad y logró reunir suficiente dinero, emigró a Portugal. Ahora vivía en Lisboa y seguía trabajando en la construcción. Las cosas le iban tan bien, que había podido pedir una hipoteca para comprarse un piso y hasta se permitía pasar las vacaciones en el Algarve. Se sentía orgulloso de sí mismo: había estado a punto de convertirse en un delincuente. A estas horas seguramente estaría ya muerto, como la mayor parte de sus amigos de la infancia. Pero había luchado con su destino a brazo partido hasta construirse una vida decente. Por supuesto, le estaba agradecido al padre Barcellos, pero el auténtico guerrero había sido él.

Ahora podía pavonearse con sus trofeos colgando de su escudo, como los antiguos miembros de su tribu.

Aquella noche, cuando llegó a casa, São no dijo nada de Bigador a sus amigas. No se calló por vergüenza, ni siquiera porque quisiese guardar el secreto. Fue sólo porque tenía miedo de que si hablaba de él, si ponía palabras a todo lo que estaba sintiendo, aquel atisbo de extraña dicha que había creído entrever a lo largo del día se desvaneciese, como ocurre con los sueños cuando los cuentas. Se acostó pronto y se puso a recordar todo lo que había sucedido. Era raro: por primera vez, la luz de alarma que siempre se le encendía por dentro cuando un hombre merodeaba a su alrededor se mantenía apagada. Tal vez fuese porque él no la había mirado con deseo, dándole a entender que ansiaba manosearle los pechos y penetrarla violentamente, sino con ternura, como si quisiera acariciarla despacio, durante muchas horas. Y esa idea le gustaba. Sentir las manos de Bigador tocando su cuerpo una y otra vez. Como la brisa cuando rodaba sobre ella en la playa, suave y fresca.

Durante las dos semanas que duraron las vacaciones del angoleño, se vieron a diario. Él iba a recogerla a las cinco al bar, y la invitaba a tomar un helado o un café. Luego la acompañaba hasta la pizzería y volvía a buscarla a medianoche. Entonces paseaban y se sentaban en la arena, cogidos de la mano, abrazándose, enredándose el uno en el otro. El mundo se desvanecía a su alrededor. No había personas recostadas en la barandilla del paseo marítimo, ni olas que rompieran sonoras contra la tierra, ni estrellas que brillasen palpitantes en lo alto del cielo.

Sólo las lenguas, las pieles, las respiraciones, la carne tan deseada del otro. Noche a noche, São fue entrando inesperadamente en el espacio del deseo, y caminó por él firme y segura, hasta llegar a la cumbre.

El último lunes que él debía pasar en Portimão, habían quedado a las nueve de la mañana para ir juntos a la playa. Pero antes de las ocho y media, Bigador ya estaba llamando al timbre. En cuanto ella le abrió la puerta, la agarró por la cintura y empezó a besarla despacio y largamente, en los ojos, y las mejillas, y la boca, milímetro a milímetro de sus labios, y luego el cuello y los pechos, muy despacio, lamiéndole cada poro como si fuera en ellos donde radicase la esencia de la vida. São sintió que aquel hombre hurgaba en lo más hondo de ella misma, que lograba extraerle del alma extraños secretos que ni siquiera ella sabía que existían. Y se entregó al placer con plena lucidez. Disfrutó de cada espasmo de goce, se abrió toda para que él entrase dentro de ella, depositó a sus pies su antigua rigidez de virgen. Alcanzó el paraíso que pueblan todos los amantes de todos los tiempos, el mundo al fin entrelazado de dos seres diversos que, por un instante, creen dejar atrás la soledad.

Cuando Bigador volvió a Lisboa tres días después, estaba claro que se habían enamorado. De pronto, todos los proyectos de São habían cambiado. Ella, que siempre se imaginaba una vida únicamente para sí misma, pensaba ahora en dos. Ella y él, su amor, dos columnas que se sostendrían la una a la otra tanto en los buenos como en los malos momentos. Él le había prometido buscarle una casa. Le había prometido ayudarla a encontrar trabajo.

Le había prometido enseñarle cada rincón de la ciudad. Le había prometido llevarla a bailar los sábados por la noche. Le había prometido que cuidaría de ella y nunca la dejaría llorar, aunque se sintiera desanimada, aunque echara de menos las oscuras lavas de Cabo Verde y los dragos altivos, aunque alguien quisiera insultarla llamándola negra, aunque el misterioso frío del invierno europeo se le metiera dentro de los huesos y la hiciera creerse frágil e inservible. Él estaría a su lado, y ella resplandecería y se sentiría hermosa junto a su hombre hermoso y resplandeciente, y toda esa belleza sería la belleza de Lisboa, de las calles agitadas y del metro ruidoso, la belleza del cielo sobre el ancho río y de las viejas piedras doradas, la belleza de la propia vida, que la asaltaba ahora desde cualquier rincón insospechado, dejándola conmovida y vacilante.

Las semanas que pasaron hasta su partida de Portimão transcurrieron muy despacio. Bigador la llamaba todos los días, a las seis en punto. São se echaba en su cama para atender el teléfono. Aunque el piso estaba vacío a aquellas horas, le parecía como si así estuviera más cerca de él. Eran largas conversaciones insulsas, charlas de enamorados, en las que se contaban las tonterías del día y se repetían el uno al otro las ganas que tenían de verse. Ella no acababa de comprender cómo era posible que a quinientos kilómetros de distancia hubiese un hombre que la echaba de menos, un hombre que estaba dispuesto a realizar esfuerzos por ella, que la quería y deseaba abrazarla y hacerle el amor. Pero todo tenía sentido. Él decía su nombre, y era como si nadie la hubiese llamado nunca antes. Se sabía valiosa y única, y ansiaba ser mucho mejor de lo que era para depositar todo lo que tenía de bue-

no entre las manos de él, entregarle como un regalo todo el placer, y también la alegría y la fortaleza y la capacidad de lucha.

Por las noches, hablaba a menudo con Liliana de lo que le estaba sucediendo. Su amiga trataba de convencerla de que fuese prudente:

– No deberías ser tan confiada -solía decirle-. Apenas sabes nada de él.

– Sí que sé -insistía São-. Sé que es bueno y cariñoso y trabajador. Le ha comprado una casa a su madre en Luanda. Y todos los meses le manda dinero. Un hombre que cuida así de su madre tiene que ser bueno.

– No te creas todo lo que cuenta de sí mismo sin tener pruebas. La gente tiende a embellecerse cuando quiere seducir a alguien. Date un poco de tiempo para conocerle mejor.

– ¿Y eso qué significa? ¿Que deje de sentir lo que siento? ¿Crees que es posible quitarse el amor de encima como si te sacudieras el polvo?

– No, ya sé que no es posible. Sólo te digo que tengas cuidado, que estés un poco alerta. Quiérele y disfruta, pero vigila por si acaso te engaña.

São recordó lo que le había sucedido con don Jorge:

– Una vez tuve que decidir si me volvía desconfiada o seguía viviendo como si todo el mundo fuese a portarse siempre bien. No quiero encogerme sobre mí misma y andar por la vida igual que una vieja comida por la sospecha. Prefiero equivocarme. Pero estoy segura de que con Bigador no me equivoco.