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Musa Ardo Bonafé era hermosa como la estrella de la mañana. Era inteligente como Minerva.

12

Cuando mis dos hermanas crecieron y se me pusieron a la par, nuestro juego predilecto era hacer ladrillos. Ellas querían imitar a las mujeres de las olerías. Yo, al capataz dueño y señor.

Mis hermanas eran las peonas. Pronto prendió en mí con fuerza la autoridad del bruto que vigilaba a caballo los trabajos de las mujeres a punta de un largo látigo.

Mis hermanas trabajaban en el barro negro del patio, cargaban los moldes y ponían a secar los ladrillitos al sol.

Sentado a la fresca sombra de la parralera, con la guampa del tereré en una mano y el arreador de papá en la otra, con cara patibularia yo vigilaba el trabajo de las peonas, bañadas en sudor y en lágrimas.

Cuando las casitas estaban terminadas, trepaba sobre ellas para probar su solidez. Las casas se venían abajo en una masa de légamo.

Yo hacía zumbar el arreador en el aire, clamando destempladas amenazas contra las inservibles mujeres.

Había que comenzar de nuevo. La olería de juguete pronto se fue al demonio.

El círculo vicioso se rompió cuando el arreador, en manos de papá, se volvió contra mí y me sacó hasta la última gota los humos de torvo y feroz capataz.

13

Entretanto, la construcción de la chimenea había producido ya varios accidentes mortales. Su altura sobrepasaba los cuarenta metros.

Los hombres no conocían la altura. El vértigo los volteaba desde los andamios colgantes. Algunos sufrían vómitos y convulsiones. Yo los veía agarrarse a los palos, a las cadenas, hasta que se dejaban caer en el vacío.

Quería escribir sobre todo eso.

Una noche me dormí. El candil cayó del cuello de la botella que lo sostenía. Mi sueño estuvo a punto de provocar un incendio. Me desperté cuando las llamas trepaban ya hacia el techo de paja.

El descuido me valió varias horas de estar hincado sobre los cantos del patio entonando sin parar hasta el amanecer la melopea: «¡No encenderé más candiles para escribir!…»

14

Volví al fulgor de la luna llena cuando mostraba su cara redonda y luminosa y me amparaba para escribir. En las fases menguantes, las luciérnagas me proveían de su aceite y de su luz.

Escribí esa noche un relato sobre la lucha de Jacob con el Ángel que se cuenta en el Génesis.

Mi madre solía leer y comentar ese capítulo de los dos hermanos en las noches de invierno. Para que no fuéramos como ellos.

Ahora yo sentía necesidad de escribirlo de otra manera.

15

La lucha de Jacob no era con el Ángel sino con su hermano Esaú. Yo era Jacob y Esaú era mi hermano. Imaginé que éramos como hermanos siameses. Estábamos unidos por los calcañares y nos odiábamos a muerte.

Éste es el nudo que el Génesis no pudo resolver.

Yo lo desaté a la luz de los gusanos de luz.

Luchamos toda la noche con los machetes de cortar y pelar caña.

Al despuntar el alba, con un certero machetazo trocé el calcañar que nos ligaba hueso a hueso y me liberé del pesado y negro Esaú.

Quedó como muerto.

Lo cargué en hombros y lo llevé hasta la casa paterna. Lo acosté en su lecho. Le vendé la herida con hojas de altamisa, de salvia y de banano.

Le puse sobre el vendaje la estola litúrgica del padre Abraham, que yo fabriqué con un retazo de lona. Parecía dormido. Iba a irme. Le di un beso en la frente. Me escupió en la cara su odio bíblico.

Me sequé el escupitazo con la estola y me fui.

16

En la movilización del año 32 convocada para la Gue rra del Chaco, Esaú partió al frente de combate con el grado de teniente de la reserva, muy orondo en su flamante verdeolivo de campaña.

Murió en la batalla del fortín Boquerón, al comienzo mismo de la contienda fratricida, como la llamaba mi padre.

Esaú fue el primer muerto de la guerra. No digo que fue un héroe, porque lo mató una bala perdida en el cuartel general de Isla Poí.

Él mismo era una bala perdida.

17

Lo enterraron con honores militares. Le dieron el ascenso póstumo a capitán y le otorgaron la cruz del Defensor del Chaco. Se izó la bandera a media asta. Se dispararon diez tiros de cañón. Se hallaba presente el comandante en jefe y todos los oficiales de su Estado Mayor.

El funeral fue oficiado por el arzobispo, concelebrado por el nuncio apostólico y la asistencia de todos los capellanes del ejército.

No podía ser menos por tratarse de persona tan principal. Un personaje de la Biblia que quiso morir en defensa de la patria.

Después del Introito se cantó en latín la historia de Esaú. Una gloria que Esaú no se merecía.

Puse al relato el título de Lucha hasta el alba, en el convencimiento de que con él anulaba y destruía la amañada versión de la Biblia y también la mía por contaminación con lo falso humano y lo falso divino.

18

Padre descubrió el relato. Me propinó duro castigo por haber escrito una historia inventada.

– ¡Esa herejía sacrílega, falsificando las Sagradas Escrituras! -bramó rojo de ira-. ¡Esto es intolerable!

Quemó el borrador y arrojó al río mi farol de luciérnagas. Fue lo que más me dolió.

Me ató con un lazo al portón para que me comieran los mosquitos gigantes que subían del río.

Dijo que me castigaba con todo rigor para impedir que niños rebeldes como yo se convirtieran más tarde en supremos dictadores de la República.

– Los Libros Santos -sentenció mientras me ataba al portón- han sido dictados por Dios y escritos por los pueblos para que los particulares lean. De otra manera, la palabra escrita por los particulares es siempre palabra robada.

El rigor de mi padre, que era un justo, fue injusto.

¿Por qué un castigo tan furioso por haber escrito yo una historia fingida, aun cuando fuese sacada de la Sagrada Escritura?

Ya entonces me pregunté: Y los libros que los particulares escriben a su sola inspiración, ¿qué pueblos los leerán?

Las bisagras del portón rechinaron.

– La palabra escrita es siempre robada, ha dicho tu padre. Y eso es una verdad grande como un templo… -chirrió profesoral el portón sin otorgarme el más mínimo óbolo de consuelo ni de justificación.

Me sorbí los mocos sanguinolentos.

19

Padre debía de tener razón. Ahora le comprendo.

Mi primer fracaso con la literatura lo experimenté en el primer relato que escribí, a la temprana edad de los cien mil años de escritura y a los siete de mi edad.

Un relato que tenía las pretensiones de enmendar nada menos que la plana al Génesis corrigiendo, es decir, destruyendo, una de las primeras historias bíblicas.

En Lucha hasta el alba yo no me había liberado del siniestro hermano Esaú.

El machetazo que trozó nuestros calcañares, la cadena de sangre y de hueso que nos condenaba a una unión perpetua contra natura, no logró sino algo peor.

El machetazo escriptural rebotó y me partió el alma. Me puso en su lugar el alma negra de Esaú. Esaú se encarnó en mí. Quiero decir, yo le encarné en mí. Esaú tenía todos los dientes podridos. Su aliento se asemejaba al vaho de las letrinas. Yo empecé a respirar ese aliento pestífero que impregnó y contagió las letras.

Dejé de ser Jacob para convertirme, con rasgos aún más sombríos, en el retorcido Esaú. Me miraba en el espejo y veía el rostro malvado de Esaú.