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El intento fracasó en parte. Las huellas bicéfalas no se plasmaron. Acaso por falta de sinceridad llevada a su último límite. O porque faltó que cayera sobre ellas el rocío de sangre del sol del mediodía.

O tal vez cayeron pero no se quisieron mezclar con la mía, aguada por el sereno de la noche.

Estoy tratando de repetir la prueba. Esas anotaciones desaparecerán conmigo muy pronto.

Por mucho que dure, la huida no puede ser interminable.

La lentitud del tren que jadea sobre los herrumbrosos y desiguales rieles con su fatiga de un siglo, no hace sino acelerar el fin.

El mito de la infancia perdida, perverso, astuto, falaz, me tiene prisionero. No puedo huir de él. Soy su rehén. Me entregará atado de pies y manos a mis perseguidores.

15

Sólo quiero preservar los ensueños que me desvelaron, desde mis siete a mis trece años, en aquella misteriosa aldea de Manorá, fundada por el maestro Gaspar Cristaldo en el corazón del pueblo de Iturbe.

Recordarlos, escribir sobre ellos ahora, es como masticar pesares, semejante al lento rumiar de los bueyes bajo el yugo de las carretas que van repletas de inmensos fardos de caña de azúcar rumbo al ingenio.

Séptima parte

1

Cuando se iban las crecidas, Manorá quedaba convertido en un fangal pestilente.

Hay que imaginar un pueblo de barro rojo en las lomas, de barro negro en los fangales, sembrados de animales muertos, de ranchos y árboles descuajados, que los raudales arrastraban en todas direcciones.

En cada creciente muchos niños desaparecían. Los padres los iban buscando con llantitos sin esperanza en los canales donde las riadas habían sido más fuertes.

2

En las crecientes nos quedábamos sin tren. Y sin el paso del tren el pueblo quedaba a su vez como ahogado y muerto, sin memoria del tiempo que pasaba.

No sabíamos qué día era, ni qué hora, ni qué año, ni qué siglo.

Los muchachos del pueblo sentíamos rabia contra el tren cuando no venía.

No podíamos colgarnos de los parachoques cuando repechaba despacio la arribada hacia la estación.

Una vez el tren pasó con la línea de flotación bajo agua. La caldera se ahogó. La locomotora no pudo frenar. El tren retrocedió en la pendiente y arrolló a cuatro de nuestros compañeros.

El tren era nuestro único juguete.

3

Una de estas crecidas trajo al maestro Cristaldo. Nadie se acordaba cómo ni cuándo.

Lo cierto es que él apareció en su canoa y ya no se fue del pueblo en los días de su vida.

En pocos meses construyó él solo, sin ayuda de nadie, su cabaña lacustre en medio de la laguna muerta de Piky.

Y allí se quedó, en medio de los olores nauseabundos del agua podrida.

4

Al principio, el hombrecito, cuya inopinada aparición nadie sabía explicar, produjo cierta confusión en mis padres y en mí mismo.

Fue en realidad una conmoción surgida de lo inexplicable.

El recién llegado era extraordinariamente parecido al viejecito que vivía con nosotros ocupándose de tareas menores. La primera vez que mi madre lo vio, exclamó: «¡Es idéntico a karaí Gaspar!…»

De todos modos, la primera impresión era la de que el recién llegado había salido de nuestro karaí Gaspar. Transmigrado o reencarnado, como se decía entonces.

5

El viejo karaí Gaspar era un resto vivo de la ruina familiar en la ciudad. Con su corazón simple y su mente algo extraviada, se hallaba apegado como una lapa a nuestra casa, a nuestra familia, a nuestro destino.

La confusión aumentó cuando se supo el nombre del arribeño: Gaspar Cristaldo.

Nuestro viejecito se llamaba Gaspar Gavilán.

Era un poco más alto que el recién llegado, pese a la joroba que combaba su espalda. Nuestro karaí Gaspar llevaba poblada y blanca barba.

El otro sólo tenía unos pocos y larguísimos pelos mongoles de indefinible color en la barbilla, que le caían lacios y brillantes hasta el pecho.

Todo lo que había de lentitud y pasividad en nuestro Gaspar, era prontitud y energía en el otro, que no cesaba de estar en movimiento.

6

El viejecito ayudaba a ordeñar las vacas. Era algo increíble ver esas pequeñas manos, endurecidas por la artritis, apretar las gordas tetas y hacer saltar al balde chorros de espumosa leche.

Después del ordeño las llevaba a apacentar en las lomas altas de buen pasto. Algunas vacas corsarias entraban a pastar entre las tumbas.

Yo lo veía en los corrales moviéndose a la altura de las ubres. Lo veía como un ser irreal, un reflejo de sol entre las bostas y los charcos de orina de los animales.

Papá y mamá lo respetaban como lo que él era. Lo ponían como ejemplo de hombre bondadoso, callado y servicial.

Su debilidad mental era su fuerza.

Tenía algunas manías. Su temor a la luna era un pavor enfermizo.

Decía que el fuego lunar le iba a dejar sin piel. En noches de luna llena salía cubierto por una inmensa sombrilla negra que él mismo se había fabricado con bolsas para el azúcar, engomadas y teñidas en alquitrán.

7

Los jueves por la tarde mi madre le daba una lista de las provisiones que necesitaba. Karaí Gaspar volvía con su carretilla, cuando no había agua, o con su canoa en las crecientes, llenas hasta el tope de provisiones de todo género.

– ¡Por qué trajo tantas cosas, karaí Gaspar! -decía con susto mi madre-. Yo le di una lista. No vamos a poder pagar todo eso con los vales del sueldo.

La aflicción de mamá le hizo saltar lágrimas. Abrazó al viejecito olvidadizo.

– El papel se me voló -se disculpó mansamente el mandadero-. Después lo encontré en el yuyal. Alguien lo usó en el común, en lugar del marlo de maíz. No podía mostrar la lista sucia de caca en el almacén de don Michironi. Traje todo lo que hace falta.

Mostró un par de alpargatas nuevas. «Esto me hacía falta a mí -dijo-. La otra ya estaba muy pelecha.» Llevaba puesta una del flamante par. La lucía con coqueteo, con senil orgullo. Karaí Gaspar nunca usaba las dos alpargatas juntas. Gastaba primero una, hasta que no quedaban de ella sino hilachas. Luego, la otra.

– Así duran más -decía-. Vokoike el pie descalzo ve mejor el camino. Conoce las huellas de memoria. Así uno no se desatina.

8

Los dos Gaspares, aunque dispares, se parecían mucho. Iguales. Uno en cada extremo de las diferencias posibles. Físicamente, podrían pasar casi como sosías, excepto por la barba y la joroba del uno, por la larga cabellera y la erguida braza y media de estatura del otro, coronado por su perpetuo sombrero de paño negro.

Y esto no todo el mundo lo percibía como un hecho simple. Tal era la distancia que había entre uno y otro, que a muy pocos se les antojaba compararlos.

Los dos eran parcos. Pero decían casi las mismas palabras para expresar multitud de cosas.

Nuestro karaí Gaspar era menguado de molleras. El Gaspar Cristaldo, llegado de lejos, era en su pequeñez una fuerza en movimiento, una mente que abarcaba dimensiones desconocidas.