9
Yo estaba seguro de que Gaspar Cristaldo era sólo una emanación de nuestro silencioso pero sonriente karaí Gaspar Gavilán.
En todo caso, la presencia del recién llegado, las cosas increíbles que hizo después, para asombro del pueblo, lo que él mismo era como persona, no se podían explicar sino como el estado superior de un ser otro que era su antítesis y a la vez su gemelo.
Una transmigración en presente, algo como una sublimación del viejecito ex foguista, salvado de un naufragio en alta mar y de otro naufragio familiar, en el ser incandescente y oscuro del recién llegado.
Revestido por el aura de su mansa locura, los ojillos de karaí Gaspar velados por la telita azulada de las cataratas hacían pensar en visiones extrañas y benéficas.
Las mismas que Gaspar Cristaldo ejecutaba en la realidad cotidiana.
Había un nexo misterioso entre lo que el uno soñaba en las brumas de su mente y lo que el otro hacía como por arte de magia, pero de una magia desconocida en este mundo.
Cuando los dos Gaspares se conocieron, se reconocieron de inmediato. Se veían poco. No cambiaban palabra. Pero se podía decir que estaban en permanente comunicación.
10
Durante las crecientes el gran puente quedaba bajo agua. Si la locomotora se arrejaba a pasar, el agua brava le llegaba a la cintura. Se le apagaban los fuegos y la caldera se enfriaba en un largo silbido.
Una vez el tren se descarriló y se hundió en el río.
Se debió esperar la bajante para sacarlo del remanso.
Con las grúas de la fábrica izaron la pequeña locomotora. Después los vagones cargados de ahogados. Estaban sentados muy quietos y duros en los asientos, hinchados de agua, al doble de su tamaño, las caras medio comidas por las pirañas.
Durante un mes un centenar de hombres con carros, bueyes, alzaprimas y aparejos trabajaron para volver a poner el tren sobre las vías y retirar los ahogados. El trabajo avanzaba lentamente. La mayor parte del tiempo, todos se pasaban chupando la bombilla del tereré y cargando las guampas con el agua barrosa del río.
En el reflotamiento del tren se vio de nuevo al hombrecito en acción. Diminuto, ágil, ubicuo, estaba en todas partes, dando una mano o una orden siempre oportuna y exacta. Superaba en rendimiento la capacidad de dos hombres fornidos.
Era el único que no perdía tiempo sorbiendo el interminable, el infinito tereré que estaba transformando el color de la raza en la verde y voluptuosa desidia de la yerba mate.
11
Hubo un centenar de velorios en todo el pueblo. Las lloronas y los pasioneros del vía crucis de Borja y Maciel, se lamentaron a grito pelado sin parar día y noche durante tres días y tres noches.
Toda la población clamaba entre lloros y gemidos sus trisagios y jaculatorias de difuntos mientras llevábamos remando a los muertos en sus ataúdes de canoas y cachiveos hasta el cementerio, en medio de grandes fogatas.
Con el calor hervido de humedad, los entierros se hacían de noche. Cargábamos mucha paja seca sobre los islotes de camalotes y le prendíamos fuego, como hacen los carpincheros la noche de san Juan.
Era un espectáculo más imponente que las fogatas de los carpincheros en el río. Estos fuegos se movían con el viento sobre las aguas torrentosas.
La noche de los fuegos flotantes en todo su esplendor.
12
La visión de las vías destartaladas me lleva a otra imagen que no la podré sacar jamás de mis ojos, de mi alma.
Se hace un total silencio a mi alrededor. Sólo escucho el lento chirriar de las ruedas avanzando desde Iturbe a Vi llamea.
No son las ruedas de este tren. Son las de una zorra de cuadrilleros. Mi padre va moviendo las palancas de impulsión, ayudado por un compañero de trabajo. Sobre el plan de la zorra va mi madre yacente, arropada en cobijas, con el rostro lívido, herida de muerte. La protege apenas del ardiente sol una vieja y rotosa sombrilla amarrada a uno de los soportes del gobernalle.
13
Mi madre se hallaba gravemente enferma de sobreparto de mi segunda hermana, que nació muerta.
La hemorragia incontenible, la fiebre puerperal hacían estragos en la enferma. Había que llevarla de inmediato al gran médico y patriarca de Villarrica, el doctor Domínguez.
El tren estaba hundido en el puente y no sería reflotado hasta mucho después.
Mi padre fue a ver al patrón y le pidió que mi madre fuese llevada a Villarrica en uno de los camiones de la azucarera.
– Pero, don Lucas, ¿cómo se atreve a pedirme esto? Usted sabe que es algo imposible. No hay caminos camionables hasta Villarrica. El camión no llegará. Se perderá en el camino. Eso cuesta un platal.
El rostro de mi padre se fue poniendo lívido. La sonrisa bonachona del patrón se endureció un poco.
Los ojos celestes y bonachones de Jordi Bonafé se veían apenas como dos rajitas luminosas, cavilando sobre alguna solución viable.
– A menos que se anime usted a llevar a su mujer en la zorra de los cuadrilleros del ferrocarril… -dijo al cabo la voz tajante y glotal de los catalanes, atusándose los bigotazos rubios con los dedos untados de saliva.
14
Mi padre pidió a su compañero de trabajo, Pachico Franco, un joven lleno de fuerza y de bondad, que le ayudara a mover la manivela de la zorra.
Pachico era su mejor amigo. Sentía por mis padres la devoción de un verdadero afecto.
Completamente empapados de sudor los dos hombres, mi padre además por las lágrimas de su llanto inconsolable, movieron las palancas de impulsión de la zorra a lo largo de las siete leguas del trayecto, en siete mortales horas.
Yo iba junto a mi madre dándole de beber y haciéndole viento con un abanico de palma.
– ¡Hazme nacer, Dios mío!… Para que no les falte a ellos… -le oí murmurar más de una vez.
Antes de nacer, yo había danzado en su vientre. Ahora ella pedía nacer y yo no la podía albergar en mis entrañas infantiles.
15
Supe en aquel momento que esa mujer agonizante era un ser absoluto.
El flujo de sangre que la iba vaciando de vida, empapando las cobijas, la lenta marcha de la zorra, la fugacidad del universo que caía sobre nosotros con el peso llameante del sol, el llanto de padre, que mugía como un buey degollado, hacían flotar a madre fuera del mundo.
Me incliné sobre ella. Le di un largo beso sobre la mojada frente.
Había un oráculo en aquel beso:
– Madre, tú no morirás… No te puedes morir… Dios y tú sois la misma persona… Dios no puede morir… Tampoco tú… ¿Me oyes? ¡Tampoco tú!
16
Observaba a mi padre y veía que el sufrimiento moral, la humillación y la impotencia también le estaban matando. No cejaba sin embargo en su esfuerzo sobrehumano de hacer avanzar el móvil con el vaivén de la palanca.
– Los pobres, don Lucas, no tenemos derecho a enfermarnos… -había dicho el patrón cuando mi padre se volvió para irse, crispado, cárdeno el rostro, henchido todo él en un sollozo gigantesco que se negaba a estallar.
Aún veo las manos como garfios de mi padre a punto de dispararse y cerrarse sobre el cuello del patrón.
Iba a estrangular esa sonrisa benévola que encerraba tan despiadada indiferencia. -¡No… papá!… -grité en lo hondo de mí.
17
Pachico cayó desvanecido de fatiga sobre el piso de la zorra. Padre siguió moviendo la palanca sin variar el ritmo isócrono con la precisión de un metrónomo.