Ese hombre que se combaba allí en el movimiento de vaivén, los ojos secos, fijos en su compañera, ya no era un ser humano.
Era un espectro con el poder sin límites de la desesperación.
18
El atardecer se hizo noche de repente. En el lugar ocupado por el rostro de mi madre, se alzaba ahora una sombra lunar.
Tomé y apreté fuertemente la mano casi helada. La apreté con tanta fuerza que en los labios exangües de mamá se insinuó un rictus de dolor, pero, a la vez, de alivio del sufrimiento más grande que la consumía.
19
Llegamos a Villarrica a medianoche.
En un inesperado gesto de desagravio, el patrón había ordenado por telégrafo a una cochera de alquiler de la ciudad que pusiera a disposición de mi padre un lando por el tiempo que lo necesitara.
En el landó, que nos esperaba a la salida de la estación, nos fuimos directamente a casa del doctor Enrique Domínguez. La ciencia, la humanidad, el fervor de su profesión salvaron a mi madre. Y por qué no decirlo, salvaron también la vida de mi padre.
20
Cuando uno se pone a pensar en estos recuerdos, ellos se ponen reflexivos y lo piensan a uno.
Porque… ¿debo decirlo aquí? ¿Cómo se puede contar lo ocurrido hace tanto tiempo? ¿Cómo se puede contar lo que acaba de suceder?
La memoria del presente es la más embaucadora.
El relato no hace más que relatarse a sí mismo.
Lo importante no son las palabras del relato sino el hecho que no está en las palabras del relato y que precisamente rechaza las palabras.
Debería contarse un relato como en la tradición oral. Alguien cuenta algo mientras otro va escribiendo lo que la memoria soñadora oye por debajo de las palabras.
Mejor aún contar hacia atrás. Hacerlo poco a poco pero de inmediato. Algo como la luz de un relámpago, de flujo lento y fijo. El fulgor detenido en la oscuridad anula las edades. Lo convierte a uno en el contemporáneo de los hechos, de los personajes más antiguos o aún no llegados.
21
Ser el más infame de los personajes, pero también el más noble de los que pululan en las historias fingidas. Ser al mismo tiempo hombre, mujer, andrógino. El sexo total vuelto del revés.
La infinidad de seres, de géneros, en que puede desdoblarse el ser humano.
Si cuento hacia atrás, me convierto en mi antecesor. No soy más que mi abuelo de siete años. Un abuelo pequeño en los recuerdos. Hablador en lo callado. Así siempre, hacia atrás, hacia atrás.
La interminable sucesión de abuelos de siete años, de seis años, de cinco años, cada vez más pequeños, hasta que el último desaparece en el útero.
El embrión humano se encoge. Se hace una bola. Flota en la placenta. Es su plenilunio. Tiene cara de viejo plenilunar. Llena de arrugas, de lunares parecidos a manchas de azufre. Puedo ver los pelos de las pestañas, los puntos de la barba en la cara arrugada.
La nariz sin formarse todavía en la cara chata, aparece aplastada entre las rodillas.
Las fosetas nasales aletean como pequeñas branquias de un pez que quiere escapar de la pecera del amnios.
Si muere, las pupilas se dilatan y fulguran sombríamente. Si nace… ¡Ah, si nace! Todo cambia.
Si la vida no se retira de ese cuerpecillo nonato ya valetudinario, el feto vivo imaginará mientras viva que no ha nacido.
Deberá nacer y desnacer cada día. A fuerza de morir tantas veces, el que pasa a través de esas resurrecciones se vuelve un poco inmortal.
Eso sentí cuando acompañaba a mi madre en la zorra.
Después ocurrió lo mismo con el maestro Cristaldo.
22
– Nadie ha vivido más tiempo que un niño que nace muerto… -dijo aquella noche el maestro Cristaldo en el velorio de un angelito nonato.
Él nacía cada día al amanecer. Y desnacía a la caída de la noche. Como los capullos de seda negra de las victorias regias que él trajo a sembrar en la laguna. Al ocultarse el sol, las flores se hundían a dormir bajo agua. Al amanecer, los pimpollos reflotaban y se erguían negros y luminosos hacia la luz del sol.
Nacer y vivir. No vivimos otra vida que la que nos mata. Era el gran secreto del maestro Cristaldo.
Yo lo descubrí a medias cuando empecé a escuchar los diálogos con su madre muerta aquella mañana en que crucé a nado la laguna y entré en su rancho a espiar el misterio del hombrecito.
La obsesión de lo extraño me dejó a oscuras sobre la verdad del maestro Cristaldo.
Octava parte
1
Fue ese mismo año de la llegada del maestro Gaspar Cristóbal a Iturbe.
Manorá todavía no había sido fundada. De eso me acuerdo bien.
Los muchachos del río cazamos una curiyú enrollada en un cañadón.
Tramamos un golpe contra el tren por no haber venido durante tres meses. Decidimos castigar al tren y al viborón por sus respectivas fechorías.
Fue Leandro Santos, nuestro capitán, el que encontró la boa y planeó la venganza. La víbora se había comido un cabrito y dormía su digestión como un rollo de piedra con la panza hinchada a reventar.
Leandro trajo un matungo y un lazo. Lo atamos a la hinchada garganta de la víbora y la arrastramos hasta el corte de Piky.
La víbora era enorme como una vaca larga apelotonada en un rollo.
2
Al comienzo mismo de la curva que rodea la laguna, hay una quebrada y una pendiente como de diez metros de desnivel. El tren baja por ella a toda velocidad.
El maquinista no puede ver lo que hay detrás de la curva del corte porque es muy cerrada y hay un monte muy tupido.
3
Los indios de la tribu acomodamos la curiyú con fina voluntad. La desenrollamos y la colocamos atravesada sobre los rieles.
El viborón levantaba apenas los párpados pero no podía despertar del sueño que llevaba adentro, más grande y pesado que él.
Nosotros lo mirábamos alegres pero con susto, ante lo real del viborón y lo fantástico del suceso que iba a suceder.
Leandro sacó su organillo y empezó a tocar con aire marcial Campamento Cerro-León, como antes de una batalla.
Nos escondimos en el monte a esperar el paso del tren. Tardó mucho en llegar desde Maciel. Tardó como un millón de años. Al fin lo escuchamos venir choc… choc… choc…
Lo vimos despeñarse en la bajada.
Nos aplastamos contra la tierra, entre los matorrales, y vimos lo que no se puede ver sino en los sueños más terribles.
4
El tren arrolló al viborón. Pero en seguida el viborón se tomó la revancha. Su cuerpo, hinchado al doble de su tamaño, se dobló y cimbró en dos mitades sobre el tren, abrazándolo y comprimiéndolo entre sus anillos.
Por una de las ventanillas del vagón de pasajeros metió la cabeza y por la opuesta la cola lanzando chorros de sangre sobre los pasajeros enloquecidos.
El pequeño tren comprimido por la boa sólo se detuvo a los cien metros, al descarrilar en la curva, reventando por todas partes.
La locomotora quedó incrustada en el puente.
5
El ojo telescópico de Leandro Santos, su mirada viva y fulgurante, vio saltar por los aires a la cabrilla que se había tragado la víbora.
Nos fue relatando la escena. Contó que el animalito cayó sobre la cabeza de una mujer. Rebotó y disparó despavorido por el campo lanzando lastimeros balidos.
El oído de Leandro era tan perfecto como su vista.