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No veíamos a ningún caballo por ninguna parte.

Se oyó el repiqueteo de sus cascos al alejarse, saltando por sobre el cercado de la escuela.

Se veían las tolvaneras de polvo rojo que el galope del caballo invisible iba levantando por las calles hasta que el ruido del galope no fue más que el zumbido de una cigarra.

El maestro era así. De repente intercalaba un hecho imposible en la realidad, fiel a la naturaleza mágica de su alma. Aprendimos con él sin esfuerzo. Hasta los más tarugos. Como si las verdades de la vida sólo pudieran aprenderse de un representado personaje.

6

Cuando Gaspar Cristaldo apareció, Manorá no existía aún.

Iturbe era un pantanal de barro y azúcar. Nos sentíamos sumergidos en un mar de aloja hecha de melaza negra.

Las avalanchas de agua en las crecientes arramblaban las calles y los caminos, invadían los ranchos, las casas, arrastraban árboles, ahogados, animales muertos, montañas de cañas cortadas y peladas, la desesperación de la cosecha perdida.

El río, padre y amigo del pueblo, cuando se salía de madre, se convertía en su peor enemigo.

No había médico. Gaspar Cristaldo atendía a la gente sin cobrar nada. Acudía adonde se le llamaba para todo servicio. Atendía a los viejos, a las mujeres solas, llenas de hijos y de miseria.

A los que no tenían ya remedio en su agonía, el hombrecito, que decía no haber nacido, los ayudaba a bien morir.

7

Fue entonces cuando, sin que nadie se apercibiera de ello, el maestro Cristaldo fundó la misteriosa aldea de Manorá en el mismo corazón del pueblo de Iturbe.

Una aldea invisible como el aire que entra en el cuerpo de una persona y sale de ella permitiéndole respirar, vivir.

Durante algún tiempo nadie sabía, excepto el maestro Cristaldo, que existía esa aldea ni dónde estaba situada.

Él le dio ese nombre: Manorá. El-lugar-para-la-muerte. Si un lugar era para el morir, lo cierto era que hasta el morir todo es vivir.

Al maestro Cristaldo le gustaban las contradicciones.

Nos decía que toda la energía del mundo y de la vida se engendra en la oposición de los contrarios.

8

Manorá empezó a dar señales de existencia.

Estaba allí. En el mismo pueblo de Iturbe (que antes se llamaba Santa Clara y ahora Manorá). Ocupaba el mismo lugar. El registro catastral era el mismo. No había divisorias entre los dos pueblos engastados, engarzados uno en otro.

Las mismas casas, la misma gente.

El río, el monte, el cielo, los cañaverales, las lomas altas, el cementerio, eran de los dos pueblos. El maestro Cristaldo hizo revivir la laguna muerta de Piky, canalizando las aguas purulentas y sembrando en ellas plantas purificadoras y balsámicas.

La laguna de Piky se convirtió en un jardín público.

Los sábados y domingos se aglomeraba la gente en los alrededores de la laguna para aspirar esos efluvios y presenciar las carreras cuadreras.

El maestro rechazaba este esparcimiento porque los propietarios de caballos hacían grandes apuestas, en las que a veces se jugaban estancias enteras. Los pobres perdían sus ahorros y el pueblo se volvía más pobre.

Las parejas jóvenes se metían entre los setos olorosos a jazmín y reseda para besarse y hacer el amor, casi a vista y paciencia del público, como la cosa más natural del mundo.

9

Manorá, por ejemplo, poco tenía que ver con la azucarera. Sí, mucho, con los cañeros, con los obreros de la fábrica, con la gente de las compañías más pobres.

Otro ejemplo: Manorá no tenía autoridades. Ni cura, ni jefes políticos, ni seccionales. Todo eso que era el orgullo de Iturbe y la causa de sus males.

La aldea de Manorá llevaba su modestia hasta hacerse invisible, parecida en todo a la imagen de su fundador.

Iturbe y Manorá no se distinguían en verdad uno de otro, aunque no eran idénticos ni en el clima ni en el tiempo natural de los días y las estaciones.

El sol, por ejemplo, salía un poco antes en Manorá. Se ponía un poco después.

El tiempo de la caída de un grano de arena.

10

Una telaraña en el alero de un rancho podía juntar Iturbe y Manorá en un mismo temblor por fracciones de segundo.

Cuando la removía el ala de un pájaro, la telaraña temblaba en el mismo tiempo y en el mismo lugar de Iturbe y Manorá. El alero era el mismo, pero estaban lejos el uno del otro.

A la mañana siguiente el maestro hizo un experimento en la escuela con una telaraña de verdad. Puso a Clodoveo Luna en un extremo del corredor y a Consagración Capilla en el otro, a unos cien metros de distancia.

– ¡Listos! -gritó el maestro.

Del bolsillo sacó un colibrí que se puso a aletear en su mano. Volaba inmóvil como una sonrisa amarilla pegada a los labios del maestro. Lo acercó a la telaraña. El vibrátil aleteo rozó la telaraña que se puso a temblar como en un escalofrío.

– ¡Se mueve! -gritó Clodoveo Luna a lo lejos.

– ¡Se mueve! -gritó Consagración Capilla.

Eulogio Carimbatá protestó con sus espinas de siempre sobresaliendo de su cuerpo de pez flaco.

– No vale -dijo-. Ellos son novios. Se pusieron de acuerdo.

El maestro metió el colibrí en el bolsillo. Distribuyó otras dos telarañas, formando cruz con las dos anteriores, el edificio de la escuela por medio.

Mandó a Eustaciano Cabral y a Marisa Ayala a ocupar sus puestos. Ahora no podían verse los cuatro.

– ¿Son novios ustedes? -preguntó el maestro.

– Todavía no… -tartamudeó Marisa.

El maestro sacó otra vez el colibrí del bolsillo. Lo arrimó a la telaraña. El temblor del ala removió los hilos.

– ¡Se mueve!… -gritaron los cuatro al unísono.

La telaraña del tiempo es la misma en todas partes, dijo el maestro Cristaldo. Cuando el ala de un pájaro roza un hilo al otro lado del mundo, todo el tejido del tiempo se mueve. Siente el aleteo de la vida. Percibe el latido del universo.

11

Cuando Manorá empezó a hacerse famosa, las gentes venían en caravanas con ganas de conocer esa aldea que no se sabía muy bien dónde estaba.

No la podían encontrar.

Daban vueltas y vueltas alrededor de Iturbe. Allí, de pronto, se daban de narices y menudencias con el maestro Cristaldo en la escuela, en alguna esquina, en la orilla de la laguna que él había transformado en un estanque de aromas y de salud.

Los que venían de afuera no podían notar que Manorá e Iturbe eran un solo y único pueblo, pero no el mismo.

Preguntaban a los vecinos. Éstos respondían que el pueblo era Iturbe y que no conocían otro con el «apelativo» de Manorá.

12

Había sin embargo entre ellos profundas diferencias. En Manorá ciertamente, pese a su nombre o gracias a él, ya no moría la gente.

Por lo menos mientras vivió el maestro. Él le puso ese nombre como una conjura y un desafío. Sabía que algún día la muerte iba a volver a aparecer por esos lugares. Pero no mientras él viviera allí.

– La muerte no falta nunca cuando llega la hora -decía cuando le preguntaban sobre el motivo del extraño gentilicio manoreño.

El que sabe esperar, vive. Era su lema, su fuerza, su magia.

Lo último que logró fue desterrar la muerte del pueblo. Nadie se dio cuenta de ese prodigio.

Lo que no pudo desterrar fueron las inundaciones.

Morían los que se iban del pueblo. O los que salían para hacer cortos viajes. No regresaban ni vivos ni muertos. El olvido se encargaba de ellos.