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Cuando hablo de Manorá no es del pueblo de Iturbe, de la antigua Santa Clara que fue su primer nombre, de Itapé, de San Salvador, de Borja, de Maciel o de Caazapá, de la azucarera, de otros pueblos vecinos y de su gente; no es de ellos de los que me estoy acordando.

Hablo de esa aldea que está metida dentro de Iturbe como el carozo del durazno o la ovalada semilla del mango que se queda en hilachas cuando acabamos de rocigar la carne amarilla o rosada.

Daba lo mismo que el pueblo secreto de Manorá estuviese construido en piedra, madera, paja y barro de estaqueo. Al principio, los alumnos creíamos que el maestro Cristaldo, con su costumbre de expresarse en imágenes, hablaba de un pueblo invisible que existía dentro del corazón de los iturbeños.

No era por los ojos, por los oídos, por el tacto o por cualquier otro sentido no conocido como podíamos reconocer la existencia de Manorá.

Sólo podíamos aproximarnos a ese misterio por corazonadas.

El mejor ejemplo de lo que era Manorá lo mostró un día en clase el maestro Cristaldo. Trajo aquella mañana una bola de un material transparente, muy brillante, jaspeado de delgadas capas superpuestas. Dijo que se llamaba cuarzo, un cristal de roca muy apreciado.

Hizo que nos acercáramos a su mesa. En el interior de la bola translúcida vimos una mancha coloreada, como bajo la luz del amanecer.

La mancha se convirtió en la visión de un pueblo. Todos, a un mismo tiempo, gritamos ¡Iturbe!

Estábamos encandilados. El maestro nos observaba. Nos miraba de oído y de memoria. Fijaba sus ojos en cada rostro, en los ojos brillantes de los chicos que dejaban traslucir su emoción.

Dentro de la visión del pueblo amaneció otro muy semejante, parecido a su sombra y reflejo.

Todos, a un tiempo, gritamos: ¡Manorá!

Nos quedamos mudos.

El maestro no decía palabra. Disfrutaba con nuestra sorpresa. Pero también había en su rostro algo como la sombra de una inquietud.

– Así que la bola de cuarzo es el mundo… -dijo burlándose un poco Eulogio Carimbatá-. Dentro de la bola hay dos pueblos que están metidos uno dentro de otro…

14

Nos acercamos más. Entonces vimos que sobre Manorá ya brillaba el sol. Iturbe estaba un poco a oscuras todavía en el despuntar de la aurora. La fábrica y la chimenea parecían boca abajo. Los grandes cañaverales parecían haber remontado y ondeaban entre los rosicleres que pintaban los pompones de las nubes.

Los carros repletos de cañadulce avanzaban chirriando lentamente hacia el ingenio al paso cansino de los bueyes. Las sombras de los conductores montados sobre los atados de caña y de los boyeritos que iban delante de los bueyes se proyectaban, enormes, sobre el campo que había perdido sus orillas. Y todo eso cabía en la pequeña redondez de una bola de cristal oscuro y al mismo tiempo transparente.

La mano arrugada y pequeña del maestro Cristaldo se metió entre las cabezas y se apoderó de la bola de cuarzo.

– Vayan ahora a sus casas, a pensar -nos despidió como ahuyentando moscas…

Décima parte

1

Con los alumnos de la escuela el maestro Gaspar construyó un columbario en el cementerio, trabajando sábados, domingos y fiestas de guardar.

El maestro explicó un poco de arquitectura romana antigua. Habló del coliseo, el gran anfiteatro circular donde los cristianos eran echados a las fieras y los gladiadores luchaban entre ellos y con las fieras en honor del César dictador, como para que la gente se divirtiera un poco y el tedio no se apoderara del imperio.

El columbario, en cambio, explicó el maestro, era un mausoleo donde los romanos colocaban urnas y vasijas funerarias. Dijo que nosotros íbamos a construir un columbario para la gente viva, donde la idea de la muerte fuera desterrada para siempre.

El columbario quedó terminado en poco tiempo.

A la par que la escuela, el columbario era el monumento más hermoso del pueblo. Podía estar en la plaza, en lugar de estar en el cementerio.

Con ese monumento de gracia, de color, de vida, el cementerio mismo podía lucir en la plaza en lugar de la fea rotonda de palo, paja y barro levantada frente a la iglesia en ruinas.

Después de las lluvias el columbario parecía un huevo inmenso y transparente de todos colores, acabado de poner. Los huecos de los nichos vacíos daban la impresión de que el columbario se hallaba encerrado dentro de un coliseo también transparente.

Las golondrinas que venían del frío tejían sus nidos dentro de los nichos. Alimentaban a sus pichones picoteando las velitas de sebo y los dulces de ka'í-ladrillo que dejábamos allí para regalo de las almas en pena y de los polluelos de golondrinas y gorriones.

Los escueleros estábamos orgullosos de la obra maestra que nos había hecho hacer el maestro.

Daba alegría ver esa hilera de nichos, todos vacíos, adornados de filetes y filigranas al estilo árabe, que el maestro había pintado con las tinturas del bosque en colores rojos, azules, negros y amarillos. Hasta el negro del oxiacanto era más vivo y alegre que el púrpura del urucú o del achiote. Menos triste que el celeste del mercurio de plomo parecido al color turbio y azulado del ojo tuerto.

Una dicha para ver y recordar siempre.

Allí aprendimos que la muerte no existe cuando no se ve el cuerpo muerto.

Cuando no hay nada que enterrar, nada que recordar bajo tierra, la vida se pasea por todas partes como dueña y señora.

Los nichos vacíos con una flor y una velita encendida ahuyentaban la muerte. Como si la retaran:

– ¡Fuera de aquí, cangüetona!

No entendíamos, no queríamos aceptar que con la muerte todo se acaba sin esperanza. Como si el alma de los difuntos no pudiera estar sino bajo tierra, como la de los animales. O bajo agua, como la de los ahogados.

2

En el tiempo de antes la vida en Manorá era una fiesta para nosotros, los escueleros. El maestro Gaspar velaba por nosotros.

A cada cabeza, su seso, decía.

Los domingos y días de fiestas de guardar, el maestro repasaba la pintura de los floreritos con colores diferentes, de modo que siempre estaban nuevos y luminosos. Se subía a pintar hasta los capiteles de las columnas y las cupulitas del columbario. Una vez rodó desde lo alto pero cayó de pie, como los gatos, sin hacerse ningún daño.

Los alumnos barríamos y hacíamos relucir de limpio el columbario parecido a un panal de muchos colores, a un alhajero de plata, a una colmena cruzada por las franjas del arco iris.

Vivíamos de lo vivo a lo pintado.

Todas las semanas, ida y vuelta, pasaba el tren frente al cementerio con largas pitadas de saludo al columbario y a la escuela.

El maquinista se sacaba la gorra negra con brillante visera de hule, gritando: «¡Salud, maestro Cristaldo!… ¡ Salud… lo' mitaí-partida!»

También los pasajeros nos saludaban con gritos alegres, sacando medio cuerpo por las ventanillas y tosiendo en medio del humo.

Entonces nos parecía que Iturbe y Manorá salían de su aislamiento y se juntaban con el resto del país, mediante el trencito de morondanga que subía y bajaba la frontera de hierro.

La figura de pájaro con ruedas y las pitadas del tren eran las cosas más queridas para los que no teníamos otra diversión que verlo pasar con su inmensa cola de humo.

El ruido del tren resonaba todo el tiempo en el pueblo como un temblor de tierra y de felicidad. Lo oíamos en nosotros aun durante el sueño.

3

El maestro entregó a cada alumno el nicho que debía cuidar. ¡Y guay del que se olvidara de poner su flor en los floreritos de cerámica fabricados y pintados por el maestro!