Los chicos llenábamos los nichos vacíos con nuestro propio deseo. Los más grandullones, con la imagen soñada de sus prometidas o de sus novias secretas.
A veces, hasta con la novia del amigo.
Las chicas eran más honradas y soñadoras. Ponían las fotos de sus artistas de cine predilectos, recortadas de las revistas que llegaban de tanto en tanto de Villarrica.
Yo puse en el nicho que me correspondía cuidar la imagen de Lágrima González, que fue mi prometida de toda la vida hasta los trece años.
Por su aroma y lo pintado, mi flor valió poco.
Lágrima, a los quince de su edad, fue a Villarrica a seguir con sus estudios.
Allá se le ocurrió dedicarse a otra cosa.
4
Lágrima rebosaba de vida, de viajes, del yo quiero ahora mismo, del abran paso y anchura que aquí va la hermosura. Tenía cara de no haber suspirado nunca.
Era demasiado buscona. Traviesa de cuerpo. Muy bellacona y tunanta del ombligo para abajo. Era la única chica que se animaba a bañarse desnuda en la playa entre los varones, tentándoles con los contoneos de sus caderas y senos en la danza del vientre.
No era para estar encerrada en un nicho de cementerio, en la flor de la vida, como la flor de un día en un florerito pintado.
No estaba hecha para sentir y soñar lo sutil del vivir. Le gustaba tocar todo con la piel.
Lágrima era capaz de desatar todos los nudos en su apuro, con uñas y dientes, por duros y tupidos que fuesen.
Yo la amaba por eso.
Cuando supe que se había hecho mujer de la vida, la quise mucho más. Había encontrado su camino.
Se había encontrado a ella misma.
Le seguí poniendo en su florerito la rosa más linda, mojada con el rocío mañanero y con mis lágrimas nocturnas. Le enviaba un beso en cada pétalo.
No sufría por ella. Sabía que a Lágrima no le iba a faltar nada, nadie nunca. No le iban a faltar hombres. A virgo perdido nunca le falta marido, decía el signore Octavio Doria cuando la veía pasar con su leve contoneo de cabrita medio chiflada.
Yo sabía que nada podía ensuciar ni corromper su sangre caliente de animal joven hecho para vivir.
Tuvo muchos nombres, muchos alias. Uno nuevo para cada nuevo amante. Hortensia, Idomenea, Sulama, Florinda, Niñón, Filomena, Leticia.
Se quedó en Lágrima, que era el más alegre, el que mejor le sentaba.
5
El maestro tenía también su limbo de personajes que habitaban los libros de historias fingidas que él había leído y amado.
No se trataba de una biblioteca común ni comunal.
En todo el pueblo no había ninguna.
Eran muy pocos -por mejor decir ninguno- los que en su vida habían leído un libro de esta especie. Y menos aún los que supieran qué cosa es un libro.
El limbo del maestro Cristaldo era exactamente eso: un lugar parecido a los sueños, fuera del espacio y del tiempo, donde moraban los personajes de las historias inventadas.
Vivían allí, siempre en presente, en los estados de vida después de la muerte que únicamente los personajes de la imaginación pueden vivir.
Ese limbo era un estante de la memoria colectiva. La mente poderosa del maestro Cristaldo había podido construir uno de esos libros, tan necesarios para los pueblos. Lo tenía guardado en la cueva subterránea situada bajo la laguna.
Él la denominaba mi Taberna de Almas.
Los escueleros sabíamos de este culto que él dedicaba a los personajes que vivían en los libros y cuyas aventuras comenzaban cada vez que alguien abría un libro y comenzaba a leerlo.
Nos llevaba a veces a leernos esos libros, a contarnos sus historias. A imaginar otras, a partir de ellas. A incitarnos a crear limbos que no estuvieran ocultos en cavernas sino abiertos a la comunidad.
– Hay muchos que odian los libros -dijo con un rictus de amargura-. Serían capaces de quemarlos. El jefe político Fidel Enríquez sería el primero en hacerlo. No hay nada que humille tanto a los ignorantes como un libro.
Ninguno de nosotros, ni bajo pena de muerte, hubiera descubierto el secreto del maestro.
Éramos los socios de su sabia vida.
6
El sacristán espió al maestro y descubrió el misterio de esa gente extraña que tenía escondida en la cueva.
Ni corto ni perezoso, don Gumercindo chivateó al cura sobre el hallazgo inopinado de esa grey clandestina que no era la de la Iglesia.
Hubo un gran jaleo en el pueblo.
Con el auxilio del juez y del alcalde, el cura revestido con ornamentos fúnebres encabezó la procesión de las cofradías.
El jefe político Fidel Enríquez, instigador de la muerte de Leandro Longino Santos, le hacía escolta con su escuadrón de gendarmes montados en soberbios alazanes.
El cura Orrego se llegó hasta la «taberna de perdularios» escondida bajo la laguna.
Solemnemente mandó cerrar «ese antro del demonio -dijo en su violento sermón- donde el maestro tenía asilados y acaudillados a truhanes y gente de avería, salidos de libros blasfematorios y sacrílegos…»
– ¡Vade retro, Satanás! -increpó el cura al maestro-. ¡Usted es un maldito negro del demonio!
– Aunque negro soy y no nacido, alma tengo… -replicó mansamente el maestro.
Los personajes se negaron a salir.
Armaron su contraprocesión, dirigidos por el propio Supremo Francia. Éste mandó leer un bando de repudio contra las autoridades abusivas.
El que tocaba el tambor del bando era el sargento músico Efigenio Cristaldo, bisabuelo del maestro Gaspar. Se le veía la gran joroba callosa en el pecho que le había criado el borde filoso del bombo después de haberlo tocado día y noche por más de cincuenta años.
El Supremo Francia exigía más energía y ritmo al viejo tamborero. Se notaba que quería por fin reivindicarse ante el pueblo, él, que había sido en su tiempo el hombre más culto, el más poderoso del Paraguay.
Los ojos llameantes del Dictador Supremo, la coleta renegrida, el brillo de las hebillas de oro de los zapatos de doctor y dictador, asustaron a los manifestantes, que empezaron a desbandarse.
7
La grey huyó en todas direcciones al son de las matracas de Semana Santa que sacristán y monaguillo agitaban en la huida.
La rebelión de los personajes había triunfado. Tuvieron, por esta vez, más suerte que los agricultores y obreros cuyas rebeliones eran invariablemente aplastadas con las tropas y los carros de asalto.
8
Por largo trecho Don Quijote, lanza en ristre montado en su Rocinante, y Sancho Panza, en su asno, con su alforja de pan y queso, acosados por perrillos ladradores, persiguieron a los frustrados invasores.
Detrás del Caballero del Verde Gabán iba la numerosa y aguerrida legión de los Buendía, de Macondo, expertos en guerras y revoluciones.
Sombríos, trágicos, funerales, marchaban los personajes de Santa María, la aldea fundada por el uruguayo Juan Carlos Onetti. Llevaban colgados al pecho, en figura, el bolso con el puñadito de cal y ceniza de su hacedor, que no quiso volver al lar natal, ni siquiera a la ilustre villa mítica que él había fundado. Prefirió convertirse en humo en lueñes tierras.
La Babosa de Areguá, esperpéntica, en enaguas de maldad, arrastraba su trailla de furias, salida del libro de don Gabriel. Los huesos euménídes entrechocaban haciendo más ruido que las matracas del Viernes Santo agitadas por el sacristán y el monaguillo.
Iban, cerrando la marcha, Juan Preciado y Susana San Juan. Les seguía Pedro Páramo, muerto, convertido en un montón de piedras, encerrado en un saco tejido con fibras de cardos y con el largo silencio de los muertos.