La voz furiosa de la mujer:
«¿De dónde saca esas zonceras que ofenden a Dios que me ofenden a mí misma? ¿De dónde se le antoja a usted, de puro cabeza dura que es, que puede nacer otra vez siendo viejo?… ¿Cómo se le atolondra pensar que un nonato viejo como usted puede entrar de nuevo en el vientre de su madre y nacer?…»
La voz del párvulo se dulcificó hasta el llanto:
«…Señora, no se ofenda… El mismo cura de San Rafael, en la misa del domingo, mencionó las palabras de Jesús a Nicodemo De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez no puede entrar en el reino de Dios… Yo no soy nonato… Yo he nacido de usted y siempre será así, hasta que me muera… Yo entro cada noche en su vientre… Al amanecer nazco…»
Se oye el eco de dos fuertes bofetones.
La voz de la mujer cada vez más ronca y colérica:
«…Déjese de alegar disparates, que ha salido hace rato de la edad del pavo… No sea retobado… Voy a tener que meterlo en el cuartel para que le saquen esas mañas a puros yataganazos… Hágase hombre de una vez, que yo también puedo faltarle… No sé entonces cómo se va a arreglar usted, a la edad que tiene, un paranado sin segundo… A ternero guacho ni madre ajena ni calostro regalado…»
La voz del párvulo, quejosa, doliente, sorbiéndose los mocos de la desesperación:
«… No me haga huérfano usted, señora, antes de nacer… No me haga malquerer la vida antes de conocerla… Mi sufrimiento crece más que el suyo…»
Hubo una pausa larga. Se oyeron sollozos de la mujer y del párvulo.
La voz de éste con resignación tranquila:
«… Un día de éstos me iré al puente a oír el retumbo del paso del tren… Meteré la cabeza bajo el agua… Voy a tenerla pegada como siempre al pilote, pero no voy a poner la cañita en la boca… Me quedaré escuchando el retumbo con los dientes apretados hasta que la dentera del ruido se me vaya apagando en los huesos con los otros ruidos que tamborean dentro de mí sin descanso…»
Y no sé más.
Me agarró un mareo en tirabuzón y caí sobre las raíces nudosas del tarumá. Me desperté del desmayo en una especie de embudo que giraba alrededor de mí a gran velocidad y me arrastraba con él.
No recuerdo cómo llegué a casa.
7
En los días que siguieron nada cambió en apariencia pero todo cambió.
Volví a mi apostadero del tarumá dos o tres veces. Siempre era el mismo diálogo entre la mujer y el párvulo. Como si pasaran una grabación de la escena, siempre repetida.
No era una grabación. La palabra hablada no se reproduce. Habla o se calla.
Tampoco podía pensarse en una escena de ventriloquia urdida por el maestro en este ritual solitario con el cual se flagelaba a cada anochecer.
El diálogo variaba de pronto sobre otros temas.
Las protestas de celos del párvulo contra el padre muerto porque éste quería desplazarlo de su derecho a ocupar el claustro materno. El hombrón muerto lo quería todo entero para él solo.
En este punto, la interlocución exasperada podía tomar cualquier dirección y tonalidad. Desde la incriminación quejumbrosa del párvulo a la cólera de la madre, a su indignación, a su rechazo más rotundo. Pero también a la suavidad extrema de la ternura entre madre e hijo.
A la angustia y tristeza de ambos ante la inevitabilidad de la separación absoluta y definitiva.
8
Me pareció entrever muy fugazmente la cabeza de la mujer, cubierta por un roto manto oscuro, inclinándose hacia los bracitos resecos de la criatura que tironeaban de su pollera.
En un momento dado, el destello del candil alumbró el perfil de una cara acalaverada. No descartaba que pudiera ser un reflejo del vértigo en el que estaba sumergido.
9
No iba a referir a nadie lo que había oído aquella noche. Nadie iba a perdonarme la bajeza que había cometido.
Nadie iba a creer y menos aceptar la espectacular «revelación» sino como una increíble mentira y como una infamia del «niño sabiondo y patrañero» de la azucarera contra el maestro Cristaldo, para fanfarronear a su costa ante los demás y malquistarlo aún más con las autoridades.
Me había metido en un callejón sin salida y ya no sabía cómo salir de él y reparar mi falta.
Me entregué al remordimiento y a la autocondenación. Más humillantes todavía porque, al menos en apariencia, el maestro no mostraba el más mínimo signo de sospecha con respecto a alguien en particular y menos todavía con respecto a mí.
Seguía siendo el mismo. O aun mejor. Más lúcido, activo y generoso que antes de mi espionaje.
Vibrante en la plenitud de su tremenda energía, y hasta con más sentido del humor y de las bromas, él era quien tomaba ahora la iniciativa.
Parecía incluso liberado de una antigua preocupación que hasta hacía pocos días le hacía fruncir el ceño y desencadenaba en él pasajeros arrebatos por motivos nimios.
10
Me resultaba imposible admitir que sus antenas de percepción casi sobrenatural no hubiesen captado mi desdichada y execrable acción.
Al maestro no se le escapaba ni la sombra de un pelo de botella.
– No hay astucia ni simulación que pueda encubrir un acto de traición o deslealtad moral -nos había dicho no hacía mucho en una clase de instrucción cívica sobre la responsabilidad de los ciudadanos.
La deslealtad y la traición se delatan a sí mismas como una reacción de su propia naturaleza, nos dijo.
La sangre tiene la cualidad de ser invisible, agregó.
– ¿No es cierto? -preguntó en un clamor.
– ¡Es ciertoooo!… -aullamos en coro.
Tomó una cuchilla de zapatero y se infirió una herida en el brazo de la que brotó abundante sangre.
– Si hieres a tu mejor amigo, su sangre te delatará. Y no habrá jabón ni agua que laven esa mancha.
El ejemplo de la sangre era bastante alusivo. Me hizo tragar mucha saliva. Ya me sentía cagando de ventana y el culo a la calle, por todos visto y maldito.
Me atreví a pensar que esos cambios en su comportamiento no eran sino una forma de ocultar los efectos que le habría producido el robo de su inviolable secreto, la infame indiscreción de un granuja que era, para mayor escarnio, uno de sus mejores alumnos.
Estrategia muy propia del maestro para pescar in fraganti al culpable.
En el sentimiento de culpa que me embargaba, pensé más de una vez revelar al maestro, en confidencia muy privada, la atrocidad cometida y recibir el condigno castigo.
Me detuvo solamente el temor de que esa revelación podía trastornar para siempre todo el orden en que nos movíamos, y que, en definitiva, no iba a reparar en nada el daño ya hecho.
Podía robar el secreto del maestro. No hacerlo público.
Recordé el refrán del propio maestro Cristaldo:
«A nadie descubras tu secreto que no hay cosa tan bien dicha como la que se está por decir…»
11
El que empeoró fui yo. La enfermiza curiosidad se transformó en una obsesión que me desvelaba día y noche en una especie de creciente delirio.
Deseaba averiguar más. Anhelaba oscuramente saber más. Descubrir el sentido de esa representación de sombras y de voces capaz de enloquecer a cualquiera.
Quién era esa madre que se negaba a seguir albergando en sus entrañas a la misteriosa criatura nonata que hablaba con la voz del maestro.
Qué escondía esa fantasía de un hombre viejo que entraba de nuevo a refugiarse por la noche en el claustro materno para nacer al día siguiente. Cómo podía explicarse esta suerte de incesante palingenesia que anulaba los plazos mortales y transgredía el orden del universo.