3
Por otra parte, no se me ocultaba que este deseo de buscar refugio en Manorá no era más que el ensueño de todo desterrado, de todo prisionero, de volver a sus raíces, de recuperar la infancia perdida.
Lo último que le queda al hombre cuando todo lo demás se ha perdido.
Nadie sabe hasta qué punto ese mito es pérfido y malsano.
Nadie sabe la cantidad de tiempo que necesita el hombre errante para encontrarse a sí mismo, antes de que pueda golpear, como un mendigo inoportuno, la puerta del hogar paterno.
Viene en busca de un hogar que ya no existe.
La vida tampoco deja huellas vivas. No es más que el irle pasando a uno cosas en contrarias direcciones.
Las huellas del pie de doble talón del Pytayovai van escamoteando la dirección de la marcha hacia adelante, hacia atrás, hacia el pasado, hacia el futuro. Tiene que hacerlo bajo la sangre del sol del mediodía. Sólo así el fugitivo logra escabullirse de sus perseguidores en el no-tiempo, en el no-lugar.
Si la sangre como leche del fulgor cenital no gotea sobre las huellas de los pies bifrontes, éstas no plasman rastros fósiles.
El fugitivo cae sin remedio en poder de sus perseguidores.
En la dura intemperie del desierto no hay albergues acogedores. No hay más que rastros de sangre que el peregrino recoge. Los mete en su bolsa y los lleva consigo.
4
Ningún hijo pródigo -otra de las falaces parábolas del Nuevo Testamento- ha vuelto jamás al hogar paterno.
El mismo Cristo no será sino un extraño, un intruso, si logró entrar de nuevo en el hogar eterno, después de haberse hecho hombre.
La crucifixión y la muerte no redimieron la condición humana. La sellaron para siempre en su depravación originaria. De donde el hombre, ayudado por Cristo, el primogénito de los muertos, se ha convertido en la bestia más feroz que habita el planeta.
5
Mientras escribo esta queja contra la mentirosa parábola del Evangelio, oigo la voz del maestro Cristaldo que me habla desde alguna parte, fuera del mundo.
«…No se pierde la infancia. Se la lleva siempre adentro. ¿Cómo quieres regresar a un lugar de donde nunca has salido?»
«¿He salido yo acaso de la placenta que me contenía?»
«Hay lugares que subsisten solos y llevan su lugar consigo. Viajan dentro de ti…»
Tembló un poco la voz. La interrumpieron la tos y catarro que no le han abandonado aún.
Luego dijo: «Salvo que ese lugar se haya llevado su lugar a otro lugar… Pero entonces tú eres el que está perdido y ya nadie te encontrará jamás…»
En todos los libros que he escrito está copiada esta frase del maestro Cristaldo. Imprecación premonitoria. Como si todos hubiésemos nacido fuera de lugar y en tiempo ajeno.
Decimocuarta parte
1
El tren se había alejado mucho. Seguí la lucecita roja de la señal. Lo alcancé un poco después de la estación de Borja.
Me había olvidado por completo de que yo estaba huyendo.
Me sentía activo, desconocido, libre.
No hay día que valga si no es el venidero, decía el maestro Cristaldo. Y también: Quien sabe esperar vive hasta después de la víspera.
Hay ocasiones en que uno es hierro de forja. Moldea en lo caliente una espiral inversa a lo que está formado. Entonces viene el engaño aparatoso de la simetría.
2
Subí de nuevo al tren. Todo estaba oscuro, abarrotado de olores roñosos, de ronquidos de fiera.
Ocupé mi asiento creyendo que todos estaban dormidos.
La mujer me acechaba. Lo vi en el girar del fuego de su cigarro. Volteó el pucho a su alrededor simulando cierto temor. Me tomó la mano y me obligó a inclinarme hacia ella.
– Usted me preguntó ayer sobre esos tres señores que viajaban en el tren -dijo en voz baja, sibilinamente.
No oí la frase y tuve que hacérsela repetir.
– Esos señores son altos capos de la policía. Bajaron en la estación de Villarrica. Tienen allá un gran trabajo. Le voy a contar un secreto del que me enteré por casualidad…
Puso la mano como pantalla sobre su boca. Hizo una pausa calculando los efectos.
– Va a haber un muerto en Manorá -dijo con acento agorero.
– ¿Quién va a ser ese muerto? -pregunté con naturalidad, casi con indiferencia.
– Un maestrito anciano que se hace todavía el gallito subversivo. Este secreto me puede costar caro. Pero me pareció que a usted le gustaría salvar la vida de su antiguo maestro. No entiendo por qué esos prójimos de edad tan ida se meten en estos asuntos… Encontraron unos papeles viejos en la cárcel y el plano de un túnel para la evasión de los prófugos…
3
¿Qué pretendía la soplona con la revelación de un «secreto» tan burdo, que no se sostenía en sí mismo?
El maestro Gaspar Cristaldo había muerto hacía varios años.
Se ahogó en la laguna Piky como él mismo lo había pronosticado en su conversación con su madre muerta.
El maestro pereció en su intento de salvar a unos chicos de la escuela, arrastrados hasta allí por los raudales.
Otra inundación, como la que lo trajo en vida cuarenta años atrás, lo llevó muerto.
La creciente se llevó con él a nuestro karaí Gaspar Gavilán.
Prefirieron partir juntos a ese lugar de ninguna parte, de donde habían venido.
4
Recuerdo muy bien aquella helada mañana del 13 de junio, en la que el pueblo quedó huérfano de su dos diminutos patriarcas, encarnados uno en otro.
Todos los niños de la escuela fuimos a cantar el himno ante el cuerpo del maestro Cristaldo, sumergido en las cenagosas aguas de la laguna.
Pequeño, oscuro, deforme, cubierta la cara de costras de hielo, se nos antojó la cara de un feto con cara de anciano que nos miraba debajo del agua, como envuelto en trozos de espejo.
Recuerdo muy bien su entierro en la noche de los fuegos flotantes, el llanto y la aflicción de toda la gente del pueblo, que acudió en procesión, desde las más lejanas compañías, a darle su último adiós.
Fue un falso entierro. El maestro no tenía ataúd. Su canoa había desaparecido. Sólo se pudo enterrar la caja vacía que Pachico Franco ofrendó a su memoria. La tuvimos que llenar de naranjas y frutos del país.
El cuerpo de nuestro karaí Gaspar fue rescatado en la alcantarilla del desagüe. Ya estaba muy reducido por la edad y por los diez días de haber estado hundido en la ciénaga, saturada por los ácidos de la fábrica.
Le enterraron en la caja de una criatura, como años antes se había hecho con Macano Francia, que había sido la memoria del pueblo.
Karaí Gaspar no era sino la imagen del olvido colectivo.
Decimoquinta parte
1
¿Qué quiso decir la soplona cuando me reveló el secreto, que «podía costarle caro», alertándome sobre el supuesto complot que se tramaba contra el ya extinto maestro Cristaldo?
Silveria Zarza, la antigua pantalonera, en la actualidad soplona de la policía, hacía de lo oblicuo la clave de su profesión.
Por cálculo propio o por indicaciones de la Técnica, el aviso de la mujer trataba de inducirme a descender en Manorá, donde los mellizos Goiburú, mis enemigos de infancia, aguardaban para liquidarme.
La trama se iba cerrando con el drapeado de un tejido fantasmal. La mujer sabía que el maestro ya no existía. No ignoraba que la simple mención de su nombre era un poderoso acicate en clave para que yo descendiera en Manorá.